Los Bárbaros estrenaron Mutantes en los Teatros del Canal con nueve jóvenes de Madrid, de entre dieciséis y diecisiete años, reclamando lo suyo en escena y poniendo todo en duda, cagándose en el sistema, mientras sus primos hermanos catalanes la liaban parda en las manis de Barcelona, para sorpresa de sus mayores, que pensaban que los conocían. Me encuentro, cada vez más (porque yo también voy cumpliendo años), con adultos que, a medida que envejecen, se dedican a teorizar, a pontificar, a explicar y a moralizar sobre los adolescentes, como si los conociesen, como si los conociesen de verdad, como si fuesen uno de ellos, como si pudiesen introducirse en sus mentes para leer sus pensamientos más íntimos. Me encuentro con adultos que creen que los adolescentes no tienen secretos para ellos, adultos que lo saben todo sobre los adolescentes, adultos sin memoria, por supuesto, que parece que se hayan olvidado de cuando ellos mismos eran unos adolescentes y sus padres, o los adultos que los rodeaban, creían conocerlos. En la mayoría de los casos, los adultos no tienen ni idea de lo que les pasa por la cabeza a los adolescentes. En caso de que un cerebro adulto consiga acceder a algún retazo de esa información, la información que un adolescente suele ocultar a sus ojos, podemos estar seguros de que, casi siempre, el adulto la va a malinterpretar. Pero el mundo de los adultos, en vez de aceptar el desconcierto que le produce el mundo de los adolescentes (que no es más que la materia prima del próximo mundo adulto) para intentar trabajárselo con humildad en pos de un mínimo acercamiento a ese siempre desconocido mundo adolescente, lo que hace es intentar regular el mundo adolescente, decirles qué es lo que tienen que hacer, dirigirlos sin escucharlos, tratándolos casi como seres inferiores, esos que en una democracia capitalista no suelen tener derecho a voto, básicamente seres de tres tipos: animales, vegetales o menores de edad.
En Mutantes, en cambio, esos jóvenes ocupan la escena y toman la palabra. Lo que dicen sus voces, pero también sus cuerpos y todo el sistema de señales que emiten durante toda la pieza a través de las imágenes, la palabra escrita en cartones e incluso el vestuario, se va acumulando durante más de una hora hasta que todo acaba, un poco antes de que la cosa, quizá, comenzase a desbordarse ya sin remedio, que es, quién sabe, lo que les pasó a sus primos hermanos catalanes durante los mismos días que, en Madrid, pudo verse Mutantes en escena. Quizá, si eres muy joven, si aún no has perdido la energía primigenia, si te sientes mal pero el mundo no parece escucharte al final sales a incendiar las calles y a romperlo todo. Los nueve jóvenes que vimos en escena en Mutantes estaban bastante cabreados con muchas cosas creadas por el mundo de los adultos que les afectan directamente porque las sufren cada día. Les enfada ver cómo nos estamos suicidando como especie cargándonos el planeta (un planeta que seguirá sin nosotros cuando hayamos desaparecido de la faz de la Tierra), les enfada la injusticia en cualquiera de sus variantes (contra las mujeres, contra lo raro, contra los que piensan diferente), les enfada en qué hemos convertido aquella promesa de libertad que fue en su día Internet y les enfada que les obliguemos a recibir una educación tan burda y poco inteligente. Entre otras cosas. El cabreo que llevan encima (y no me extraña) es enorme. Y no es un cabreo abstracto, es un cabreo contra los adultos, así que lo que hacen es echarnos una bronca que, a pesar de respetar ciertas educadas formas, reúne más violencia que cualquiera de los monólogos de Angélica Liddell de los últimos quince años (de esos plagados de insultos hacia el público). Pero lo que conmueve es que da la impresión de que, a pesar de todo, estos jóvenes creadores (sí, creadores, sus palabras no se las dicta nadie) aún conservan cierto deseo vital que implica cierta esperanza. Por supuesto, yo tampoco podría jurar que sé de verdad lo que se les pasa por la cabeza, pero diría que, aunque hemos perdido infinitas batallas, por abajo vienen refuerzos. La batalla continúa.
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