Lecturas de Esther Gatón y Sofía Montenegro sobre Aquí, en El Alto de Javier Cruz y Fernando Gandasegui en Fabra i Coats dentro del Festival Sâlmon<.
Esther Gatón
Esto es un edificio al que lo han hecho teatro. No es un edificio convertido en teatro, sino un edificio al que se lo han hecho. Lo que nos anuncia el título de la pieza se va cumpliendo desde el principio. Accedemos por la planta baja y nos indican que tomemos las escaleras de incendios y vayamos hacia lo alto. Que sigamos al sonido que se escucha por allí y entremos en la sala en la que nos parece que está sonando. Lo que se oye, -es decir, eso a lo que seguimos- es música de la que golpea.
Algunos espacios ciertamente altos son el desván o la azotea. El primero es un sitio bastante trágico, mientras que la segunda siempre está descubierta. Aquí, en El Alto no piensa en fatalidades ni cree que todo deba ser visto, por eso no tiene lugar en ninguno de estos sitios (en todo lo alto), sino que se queda un poco antes. Ocurre en un trastero de los muchos que se reparten por el edificio. Una abre la puerta de este trastero y por fin entra a la pieza, que ya había empezado. Aquí, en El Alto también va de lo que hacemos antes de haber llegado. Esto es, lo que nos ocurre cuando eso que buscamos se localiza algo más alto y tardamos un rato en llegar. En este caso, las escaleras nos hacen comportarnos como algo escurridizo. Nosotras, en ellas, por metal, sin señales y sin ventanas. Subir por aquí viene a ser una sensación física más que una certeza. No se escala, pero se goza.
Con estos preliminares que propone Javier Cruz y Fernando Gandasegui nos va creciendo una especie de recelo, y cogiendo el picaporte del trastero no estamos tan seguras de que entrar sea algo que nosotras decidimos. Más bien sentimos que nos han seducido hasta aquí con urgencia. No hay gente. Nadie obliga, pero desde abajo tampoco hubo un espacio para considerar si queríamos llegar aquí o no. “-¿Has estado alguna vez en Bolivia?” Eso es lo que te habían preguntado antes de dejarte en el rellano. “-No”, en mi caso. Entonces, fue ese apetito lo que nos ha precipitado. Realmente pensé que Bolivia estaba acá arriba, por fin la encuentro. El recelo muta en sospecha y abriendo el trastero parece lógico que algo bruto todavía esté por ocurrir. Esta alerta no abandona y de pronto se conjuga con la primera imagen anómala: en la entrada hay una máscara de colores que, girando sobre sí misma, se balancea violentamente de un lado hacia otro, a la altura de nuestro tronco. Está hecha de una material que refleja la poca luz que hay, así que lo que nos recibe es un gesto insistente, de enfado. La música todavía golpea. Que esa máscara gire tanto contagia a las cosas apiladas en el trastero, y las miramos sabiendo que también andan dando tumbos. Dentro, el sonido tiene voz de mujer¹ que describe imágenes a borbotones. Se está dirigiendo a ti, o eso parece un rato, luego no; luego se da cuenta de lo que pasa en Estrasburgo y en el altiplano “te jodes Blade-Runner este mundo flúor rebosa vida la muerte aquí no importan los que se quedan”². Estábamos recorriendo el edificio por sus canales y aquí en el alto somos parte suya, ya somos como ese plancton.
Entonces, la pieza engatusa, atrapa y acribilla. Aquí, en El Alto fabrica sus presas, de una en una. En contra de lo que se piensa, estar atrapada también puede ser un lugar de opulencia, lleno de trabajo. Por tanto, lo excepcional de esta captura es que no incluye imposiciones pues el material que nos arrojan es resbaladizo y no hay nada en esa voz que tienda a ponerse firme (a erigirse). Probablemente, esto tiene que ver con que lo que Claudia Faci recibió fue un texto sin signos de puntuación, sin orientaciones. Así que cuando lee lo hace suyo, y lo que a nosotras nos llega no es sino esa colisión entre el parecer del escritor y el de su intérprete. Y lo que nosotras podemos hacer con esa colisión es bañarnos en la lava.
¹ Voz de Claudia Faci.
² Las últimas palabras de esta frase son una extracción directa del texto escrito por Fernando Gandasegui para esta pieza, y que se escucha en la sala.
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Sofía Montenegro
La música te guía para entrar en una sala a oscuras. Hay que seguir las indicaciones y alguien te pide que bailes tras la puerta.
Tras la puerta se esconde una máscara que cuelga y gira sobre sí misma. La invitación al baile te mueve el cuerpo mientras la observas. Entre la altura de las salidas y entradas, hay una voz que recita los indicios de los rituales de una ciudad. La máscara boliviana distrae del ritmo que tiene lugar al fondo de la sala. Donde la luz roja, hay un cuerpo que se mueve en la oscuridad y lleva un pasamontañas puesto. Otra máscara en movimiento.
Las ganas de analizarlo todo te pueden llevar hasta el final, pero no queda otra que compartir la oscuridad con el cuerpo que tiembla.
Pareciera que el tiempo se hubiera congelado, y que el ritmo de las horas estuviera pautado por esas dos agujas en la sala. Ante la inquietud que produce la falta de indicaciones para continuar, el temblor de ese cuerpo habla de ti más que el tuyo propio. La voz de Claudia Faci es una invitación para calmar las piernas y observar las otras. Ella habla de La Paz y el futuro y pienso que es mejor dejar de buscar y quedarse embobada con esa lengua: “Una Huari dos Paceñas Pico de Oro otra Huari dos Black Label Chuflay es Singani con Ginger Ale short fly otra más y otra.”
Su voz te permite el riesgo de olvidarte del baile que está sucediendo junto a ti. Decides mirarla a los ojos, y mirar una y otra vez a una máscara y la otra. La pieza te incita a pensar en el vínculo con ellas ahora que compartís espacio.
Hay que salir de aquí.
Ahora te toca a ti el pasamontañas. Esta vez las indicaciones son los “saltitos”, y no hay que dejar de darlos, llevando al cuerpo a transformarse en el paso de espectador a performer. La adrenalina te recorre, y el gesto cambia al enmascararlo. Los músculos se tensan y la mirada se ablanda. Fer te indicará que se te va a ver menos de lo que piensas, y que tu movimiento tampoco se percibirá igual. El año pasado Karina, una amiga de la danza, me hablaba de que el tiempo en escena es otro. El corazón te late rápido y los segundos se aceleran, por lo que hay que forzar la lentitud al moverse y ralentizar la voz al hablar. Ahora parece que la percepción del cuerpo y la visión también se modifican tras el umbral de la escena.
Eso es estar aquí en lo alto.
Todo cambia en la mímica del cuerpo que bailaba antes que tú. Ahora el suelo también parece diferente, y la máscara y tú competís por el ritmo. Bailar en la oscuridad y no ser reconocida es un goce al que recurrimos a veces y aquí queda reflejado. Los botes no pueden parar. Sigues empujando el suelo y el cansancio del cuerpo comienza a ser evidente. Ahora el texto entra de otra forma, dice algo de fuego y empiezas a sentirlo.
Yo continúo moviéndome sin ser reconocida, disfrutando del desconocerse y la rareza entre cuerpos que se miran de una forma diferente a la habitual. Empiezo a pensar en el poder de sentirse oculta, y en la alternancia entre rostros y caretas, y que quizás esa máscara colgante hable de eso.
El trabajo de Fer y Javi no está tanto en el relato si no en el giro del cuerpo entre el juego de referencias. En el situarte aquí en lo alto, en lugar de allí en cualquier parte. Ellos juegan a los vínculos entre los espacios y los tiempos de antes; de ahora, de lejos y cerca y los recorridos que hacen nuestros cuerpos al salir y entrar por los espacios.
Es raro ese momento en el que la perfo termina porque en cierto modo parece que ya no hay vuelta atrás tras cruzar de nuevo esa puerta.
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*Imagen de Cloe Masotta.