Ana Borralho y João Galante presentaron Trigger of Happiness en la sala Ovidi Montllor del Mercat de les Flors este fin de semana. Es la segunda vez en lo que va de año que estos dos creadores portugueses visitan el Mercat. En febrero, durante el festival Sâlmon<, presentaron Atlas, un proyecto escénico en el que trabajaban con cien voluntarios de todas las edades del barrio de la Marina de Barcelona quienes, a través de, en la mayoría de casos, una única frase nos hablaban de sus particulares circunstancias vitales. Trigger of Happiness comparte el espíritu y el estilo de aquel espectáculo pero en esta ocasión se centra en doce jóvenes de edades comprendidas entre los dieciocho y los veintitrés años, de diversos sexos. Esa es su principal característica: poner en escena a jóvenes que viven en Catalunya para darles la oportunidad de que hablen durante casi hora y media sobre sus vidas. Al entrar en la sala nos los encontramos bailando, a todo trapo, música electrónica, como si estuvieran en una discoteca. Detrás de ellos, en una pantalla vemos el globo terráqueo. Mediante algunos zooms penetramos en el mapamundi para ver algunos puntos geográficos en detalle. Cesa la música y los actores se sientan en una mesa que ocupa casi todo el escenario, mirando al público. Comienza el juego, que consiste en una especie de ruleta rusa en la que la pistola que se pasan los unos a los otros apuntando a sus cabezas no dispara balas sino polvos de colores. A quien le explota en la cara debe contar una historia autobiográfica. Antes de contarla lee un papelito que se libera en la explosión pero no comparte su contenido con nosotros en voz alta. Da la impresión de que es alguna instrucción, alguna indicación que va a afectar a lo que escucharemos a continuación.
Los actores han participado previamente en un taller. Según leo en el programa de mano se preguntan por la felicidad pero la mayoría lo que nos cuentan son historias dolorosas. Mientras hablan la pantalla muestra lo que me imagino que es la habitación donde vive quien habla en ese momento y lo que se ve desde su ventana. El juego avanza pero poco a poco, como sucedía en Atlas, se va rompiendo. Escuchamos músicas de fondo, algunos de los participantes hablan sin esperar a que les explote la pistola en la cabeza, interrumpen al que está hablando para preguntarle algún detalle, se cambian de sitio, se sientan en el escenario, se suben a las sillas, bailan, beben, pero el espectáculo no acaba hasta que al último de ellos le explota la pistola en la cabeza. El juego no es más que el dispositivo que sirve de excusa para que los participantes nos cuenten su vida y compartan su visión y sus opiniones sobre el mundo que compartimos. Sus procedencias son diversas: marroquíes, bereberes, latinoamericanos, barceloneses, tortosinos… En sus intervenciones algunos de ellos hablan explícitamente de sus orígenes. En otros casos, sus acentos les delatan. Se dirigen al público en castellano o catalán y los mezclan, como sucede a menudo en Barcelona. No parece que hayan memorizado su intervención, se expresan de una manera muy natural, pero tampoco parece que cuenten cualquier historia al azar. Lo más interesante es tener ahí enfrente a gente tan joven ocupando el escenario y escucharles hablar con aparente libertad. Dicen que las nuevas generaciones están totalmente desencantados, son unos descreídos, no respetan a sus mayores, no quieren esforzarse, ni se implican en los estudios ni en los trabajos… “¿Qué les pasa a nuestros jóvenes? No respetan a sus mayores, desobedecen a sus padres. Ignoran las leyes. Hacen disturbios en las calles inflamadas con pensamientos salvajes. Su moralidad decae. ¿Qué será de ellos?” Eso decía Platón hace más de dos mil años, eso debe de llevar diciendo cada generación sobre sus jóvenes desde la noche de los tiempos. ¿Es diferente ahora? Si la sociedad en la que vivimos fuese un modelo de perfección quizá la actitud de los jóvenes que no comulgan con ella sería censurable pero la impresión es que vivimos en una sociedad injusta donde, además, la presión que soportamos parece crecer por momentos. En ese caso parece bastante normal que los niños, los adolescentes y los más jóvenes sufran. Sufren las consecuencias de la sociedad que han construido las generaciones anteriores y, en el caso de los jóvenes, deben luchar para conseguir su propia independencia. Se enfrentan a una sociedad en la que el dinero y el trabajo absorben todas las energías y les empuja a competir por la pura supervivencia. Se enfrentan a una sociedad violenta e injusta, como seguramente ha sido siempre pero ahora quizá todo vaya más rápido y la presión no deja de aumentar. Quizá en sus manos no esté cambiar el mundo, quizá simplemente reaccionen de una manera inesperada ante nuevas situaciones. Hasta que se cansen, como se cansaron sus padres y vengan otros más jóvenes que ellos a cuestionarlos. Mientras tanto, deberían tener la oportunidad de subirse al escenario más a menudo para hablarnos de sus vidas y contarnos cómo ven el mundo.