Hacia una escena estenopeica
Cuando todavía vivía en Barcelona, un año antes de abandonar España, fue la primera vez que me encontré por accidente con el trabajo de Juan Domínguez. Allí, presencié Shichimi Togarashi (2006) que realizó junto a Amalia Fernández. La performance estaba enmarcada dentro del festival LP07 impulsado por el ya difunto colectivo La Porta que fue una de las pocas propuestas que pretendía dar visibilidad a proyectos de creación, ofreciendo una aproximación diferente al ámbito de la danza.
En esa época todavía no se había despertado en mí un interés por ese tipo de propuestas, no obstante, sentí una afinidad inmediata por el trabajo de Juan Domínguez de manera totalmente intuitiva. Hoy me pregunto cómo pudo ser que no llegase a conocer su trabajo con anterioridad. Una razón podría ser la dejadez general de las instituciones españolas tanto educativas como de acogida en apoyar o difundir estos tipos de aproximaciones a las artes escénicas. Otro motivo, podría ser mi dejadez propia de un veinteañero de clase media surfeando la ola de la burbuja inmobiliaria.
Pero la realidad es que mi siguiente encuentro con su trabajo fue en Bruselas, donde me había trasladado por mis estudios. Aún recuerdo con claridad el día en el Bojana Cvejić nos puso en una de sus clases el video de Todos los buenos espías tienen mi edad (2002). Esto tuvo lugar dentro de un seminario donde se analizaban trabajos de otros coreógrafos como: Xavier Leroy, Jerome Bel, Tino Sehgal o Christine De Smedt. Debido a mi falta de referencias nacionales para situarlo genealógicamente, es entre estos últimos donde desde entonces enmarqué el trabajo de Juan Domínguez. Así pues, tiendo a leerlo en relación con las llamadas prácticas de danza conceptual que emergieron en Francia a finales de los noventa. Esta lectura se debe en parte a mi desvinculación con la escena nacional una vez salí del país. Asimismo, por su vinculación profesional con los coreógrafos mencionados con anterioridad y el hecho de que su trabajo se ha desarrollado en su mayor parte entre Madrid y Berlín.
Durante los noventa se produjo una recuperación de algunas de las investigaciones iniciadas en la danza norteamericana de los sesenta. Dicha recuperación fue en parte gracias al grupo Quatuor Albrecht Knust. Éste grupo inició una serie de re-enacments de piezas que habían sido conservadas gracias a algún tipo de notación. El grupo tuvo una configuración un tanto fluida que incluyó a Christophe Wavelet, Jerome Bel, Xavier LeRoy, Boris Charmatz o Emmanuelle Hyunh. En 1996 interpretaron Satisfying Lover (1967) de Steve Paxton y Continuous Project Altered Daily (1970) de Yvonne Rainer. Así se abrió la veda para que durante los dos mil se desarrollasen prácticas que se definirían por un análisis y cuestionamiento del dispositivo escénico, sus formas de significación, modos de producción y una redefinición de los conceptos de danza y coreografía.
El trabajo de Juan Domínguez también se ha caracterizado, además de por la visibilización de los modos de producción escénica, por una indagación sobre los límites del dispositivo escénico y sus posibilidades. En multitud de ocasiones lo hace utilizando otro dispositivo para producir una fricción de géneros. Un claro ejemplo de ello es Todos los espías tienen mi edad (2002) que propone al espectador convertirse en lector. También es el caso de Clean Room Season 1 (2012), donde se ayuda del formato de temporalidad extendida típico de la serie televisiva para repensar los modos de presentación de la performance, y así difuminar los roles tanto del autor como del espectador. En cualquier caso, lo que hace su trabajo de idiosincrático es el uso del humor y de cierta celebración de la pasión y el afecto. Estas últimas características que menciono son lo que le distancian de otras aproximaciones a la llamada danza conceptual en la que se aboga por una neutralidad y una no implicación del performer, en aras de alcanzar una falsa objetividad para interrogar las convenciones escénicas.
En el caso de My only Memory (2018), nos encontramos nada más acceder a la sala con un espacio donde el orden habitual de la caja negra ha sido invertido por los focos, que están dirigidos a las butacas en lugar de a la escena. El público queda iluminado por una luz frontal que no llega a cegar, pero que en definitiva acentúa el oscuro escénico haciéndolo impenetrable. La disposición de la luz, echa un tupido velo, enfatiza una cuarta pared que no estamos invitados a traspasar. En ese momento ya se intuye algo de lo que está por venir, pues la dirección de los focos nos sugiere que parte del espectáculo ya está sentado entre nosotros. Una vez que el espectáculo da comienzo, las luces se apagan y nos quedamos atrapados en ese espacio oscuro que sirve para enmarcar el paso del tiempo “real” al tiempo escénico. Tras ese oscuro la escena no se ilumina de nuevo y esa zona liminal, que normalmente no dura más de un par segundos, es el espacio propuesto donde transcurre la performance.
En ese instante una voz, que podría ser anónima, se dirige a nosotros y aunque en un primer momento intentamos darle un sentido narrativo o lineal nos damos cuenta de que no lo tiene. Parece que la intencionalidad es más bien la de desencadenar un proceso de reminiscencia a través de una recolección de memorias ajenas. Así, esta recolección tangencial registra: estados, afectos, estímulos o subtextos más que eventos específicos o completos. La secuencia de imágenes-recuerdos que activa en el espectador es fragmentaria y no lineal; el espacio en el que nos sitúa tiene más capas de significado y teje más relaciones con otros espacios simultáneos que el inmediatamente presente. De esta forma tanto la oscuridad como el texto nos mantienen en un espacio heterotópico.
Para concluir la performance, como un corto epílogo, Juan Domínguez decide incorporar un elemento visual. El estímulo textual es reemplazado, gracias a una iluminación atenuada, por un objeto de forma indeterminada que apenas se adivina suspendido en el oscuro escénico. Esto permite que a pesar del cambio de estímulo sensorial, de la palabra evocativa al estímulo visual ambiguo, el espacio de proyección de imágenes mentales no se vea interrumpido. Como dispositivo esta estrategia no puede sino evocar las manchas de tinta usadas en los famosos test proyectivos de Rorschach, los cuales se caracterizan por su ambigüedad y falta de estructuración, para dar lugar a múltiples interpretaciones.
Así, podemos decir que este último trabajo continúa la línea abierta en su pieza precedente Entre lo que ya no está y lo que todavía no está (2016). Ya que ambas parten de exploraciones similares: la del monólogo como formato y la construcción del texto a partir de la recolección de fragmentos. Aunque en este último trabajo añade un giro tanto al texto como al dispositivo escénico comparable al de Todos los buenos espías tienen mi edad (2002). En esta pieza que acabo de mencionar, el espacio escénico está mediado por una pantalla en la que se proyectan textos escritos en primera persona y que el intérprete sitúa bajo una cámara de video. El espectador es invitado a leer, situándose en un rol fronterizo entre el personaje y el espectador.
En My only memory (2018) Juan Domínguez se ayuda también de la consciencia del espectador para construir su espacio escénico y, asimismo, hace uso de un dispositivo pantalla. Pronto se hace evidente que el marco general mnemotécnico que propone el monólogo que escuchamos, se ayuda del oscuro escénico como espacio de proyección. La cuarta pared se convierte así en la pantalla de una cámara oscura en la que la consciencia del espectador actúa como estenopo, en una torsión del dispositivo escénico hacia una cinematografía primigenia, una suerte de escena estenopeica.
Se podría decir entonces que, hasta cierto punto, juega con una apropiación de la conciencia ajena como espacio escénico, ya que necesita de nuestra capacidad imaginativa y proyectiva para completar la performance. Nuestra consciencia, como el estenopo, filtra las palabras del intérprete proyectando esas imágenes mentales contra la cuarta pared o pared estenopeica. Además, por las leyes de la óptica la luz filtrada por el estenopo resulta en una imagen invertida tanto en sentido vertical como en horizontal. Del mismo modo, cuando registramos las palabras del intérprete también experimentamos cierto tipo de inversión, ya que nuestra consciencia utiliza esas recolecciones fragmentarias de eventos como eje para reemplazar esas memorias por las nuestras. De esta manera, se vislumbra cierta intención de disolver la autoría, ya que el autor mismo pierde el control sobre el proceso de proyección que el texto activa en cada uno de los espectadores.
Como en el caso de la cámara oscura, donde es importante conseguir un equilibrio óptimo entre luminosidad y nitidez, el monólogo es lo suficiente ambiguo como para ofrecer un espacio donde abandonarte en tus propios pensamientos, así como lo suficiente concreto como para reengancharse al texto cuando se desee. Pues en todo momento su voz se construye más bien como una compañera de viaje, que acompaña pero no se acaba de imponer.
Volviendo al hecho de que la performance transcurra en un oscuro total, cabría preguntarse lo que esto puede significar en términos de distancia crítica. Cuando se nos sitúa en un espacio oscuro, se nos niega la relación frontal habitual entre el espectador y el objeto-performance. Esta disposición genera un espacio inmersivo donde la diferenciación de objeto y sujeto no es tan discernible. A esto se le añade el juego que se propone, donde es difícil hacer una distinción entre las imágenes activadas por un estímulo exterior, y las generadas por nuestra subjetividad misma.
Si asumimos que la crítica tradicional se funda en esa distinción ontológica de objeto y el sujeto, así como en una separación espacial entre el observador y el objeto de crítica, cuando el espacio del espectador y el espacio escénico se pliegan –generando un espacio continuo– y nuestros recuerdos se entrelazan con los evocados por el texto, esa modalidad de crítica se problematiza. Esto no conlleva una anulación, ya que el momento de reflexión crítica es aplazado. En cambio, sí apunta al menos a pensar la crítica desde otro tipo de relación teniendo en cuenta que los momentos de reflexión no interrumpen el tiempo experiencial.
Por último, me gustaría mencionar que a priori y por varios factores, podría estar tentado hacia una lectura psicoanalítica de la pieza. Algunas de estas razones son el ejercicio de recolección y proyección de memorias que propone, el uso de asociación libre para desencadenar esas reminiscencias y el modo en el que el texto está estructurado. Se consigue así evitar una jerarquía de los eventos narrados, provocando lo que en la práctica psicoanalítica se denomina atención flotante. La introducción de este artefacto al final, que evoca las manchas de Rorschach, legitima aún más una lectura psicoanalítica en retrospectiva.
Aunque la asociación formal entre las herramientas psicoanalíticas y las estrategias utilizadas en la pieza es obvia, estas no son al fin y al cabo más que herramientas para situarnos en ese no-lugar que la pieza propone y no un fin último en sí mismo. Ante todo quería aclarar esto porque en mi opinión, no encuentro una lectura general de la pieza en clave psicoanalítica interesante ni relevante, en parte porque tiene el peligro de re-articular la relación performer / espectador. Esto sucede porque si pensamos la voz del intérprete habitando un setting psicoanalítico la posibilidad de una relación igualitaria entre espectador e intérprete puede verse en entredicho. Por lo tanto, se instauraría una relación asimétrica donde el intérprete actúa como guía en lugar de compañero, y poseería una capacidad de interpretación correcta, imponiendo así una línea de autoría más rígida sobre el espectador.
Es inevitable que esto me lleve a recordar una entrevista en la que Mike Kelley mencionaba que su genealogía favorita de películas de terror eran las que usaban seres informes como personajes antagónicos –poniendo la película The blob (1958) como ejemplo más icónico– precisamente porque el objeto de horror es tan ambiguo, que permite la proyección de tus propios miedos o fascinaciones. Yo como Mike Kelley prefiero “the blob”, es decir, ese espacio de libertad de interpretación que otorga a los espectadores agencia y los invita, si lo desean, a convertirse proactivamente en espectadores de sí mismos.
Néstor García Díaz