“La clase nunca fue un conjunto de opiniones, identificaciones y comportamientos electorales, sino un mundo. Un mundo hecho de muchos mundos, de instituciones y tradiciones propias, de espacios y lugares comunes, de imágenes de referencia y de vínculos fuertes, de prácticas discursivas y no discursivas”
Amador Fernández-Savater
“Mi Mamá me dijo el alma no la vendas”
Yung Beef
El 20 de mayo en IFEMA, donde este año una obra fue censurada por motivos políticos, se representó uno de los espectáculos más impactantes de la temporada que se acaba. Puede que Spångberg, Fabre, Liddell, Putochinomaricón o el Voguing no hayan sobrecogido tanto como un esperpento llamado España ciudadana. Si la comparsa del aznarismo fueron Julio Iglesias, Lina Morgan o Norma Duval, el giro performativo de Ciudadanos ha conseguido aunar a Tamara Gorro, Vargas Llosa o Marta Sánchez. Albert Rivera, su protagonista, reflejo cóncavo de las Españas, tomó en IFEMA un aire grande y libre para hacer una pausa histórica, y anunciarnos en arenga oftalmológica que “recorriendo España yo no veo rojos y azules: yo veo españoles. Yo no veo, como se dice, gente urbanita y gente rural: yo veo españoles. Yo no veo jóvenes o mayores: yo veo españoles. Yo no veo creyentes o agnósticos: yo veo españoles. Yo no veo trabajadores o empresarios: yo veo españoles”. Olé Olé.
Mezcla de Musolini, Primo de Rivera, Obama o Guillermo II, estas palabras, ecos de discursos prebélicos, trile y testosterona, representan las peores voluntades del último siglo. Como Marx, Rivera plantea el fin de la lucha de clases, pero no por la emancipación de la humanidad o los ciudadanos de un país que se ha inventado, sino como escopeta nacional que apunta al trabajador y sus mundos para conseguir reproducir sin réplica aquella fórmula de organizar la vida y el trabajo que describía Lengua Blanca: “Si juntamos a 39 estúpidos con un listo tenemos una pequeña empresa / Negligencia, optimismo y supervivencia / Melodramas del bienestar”. Si “detrás de cada fortuna se encuentra un crimen”, criminal, cri-criminal, la España ciudadana ha empezado su show y ya tiene banda sonora forfri.
Como Rivera el “Listo” quiere hacernos ver sólo a “españoles”, el mundo neoliberal niega mundos alternativos. Fuera ni dentro, antes ni después, el final de los relatos era esto. Los reyes son “la economía, estúpido”. Pareciera que “lo que nos pasa» no alcanza a “transcender lo dado y crear lo nuevo”, como si nuestra experiencia no consiguiera elaborarse fuera ni después del relato de este mundo. Si la lucha de clases trabajaba con la cultura de lo “impropio” y lo “imprevisto” para emanciparse del mundo dado, quizá hoy, otras luchas consigan desabordar la realidad en la que se inscriben antes de irnos a Marte. O no, porque nada pasará si “rojos, azules, urbanitas, rurales, jóvenes, mayores, creyentes o agnósticos” nos dejamos de ver como trabajadoras y trabajadores.
A todo esto, ¿para qué vale hoy el arte? “Evidentemente, puede servir para cualquier cosa, esa es su potencia”. Por ejemplo, como termómetro o síntoma. En Madrid esta temporada hemos visto a miles de personas acercarse cada semana a teatros, centros de arte y otros espacios para encontrarse con creaciones desplazadas como alternativas: sensibilidades, estéticas, relaciones, mundos hasta ahora imposibles de sostener en la realidad. Aunque también, censura tras censura, autocensura tras autocensura, nos hemos topado con los límites de lo permitido. ¿Dónde está hoy lo impropio y lo imprevisto? Ni tan indiferente ni tan inofensivo, entonces, ¿para qué vale hoy el arte? Por ejemplo, todavía, “El espectáculo es la trampa donde atraparé la conciencia del rey” dice Hamlet. Hay shows como España ciudadana que pretenden atrapar nuestra conciencia para robárnosla, pero hay espectáculos que además por su propia condición de espectáculo nos invitan a quitarnos el jailaiter, tomar doble conciencia por si queremos liberarnos del papel que nos han dado, y ser así un poco menos «estúpidos». Algunos, como Le Direktør de L’Alakran dispara al arma que nos apunta vigilante: el mundo del trabajo. Y encima, nos reímos, no como Marta Sánchez.
Durante el mes de mayo, Naves Matadero celebró el 20 aniversario de L’Alakran, diseñando una suerte de ciclo con un taller, una instalación, una conferencia, un ciclo de cine y su última obra: Le Direktør (El jefe de todo esto). Un ciclo de justicia, la compañía de Oscar Gómez Mata afincada en Ginebra, antes fundador en el País Vasco de Legaleón, no se ha visto correspondida en este país ni después de su exilio y amplio reconocimiento internacional. Al ganar el irundarra el Premio Suizo de Teatro este año, nos llegaba un mail de Rodrigo García de asunto Albricias!: “Joder, qué emoción -emoción porque es Oskar quien dignifica el premio con su obra y su dedicación apasionada a este oficio-”. Por tanto, necesaria y oportuna la puesta en valor de Naves Matadero para acercar al público madrileño a uno de los artistas cruciales de nuestro teatro a través de dos semanas de actividades que culminaron con Le Direktør.
Basada en El jefe de todo esto de Lars von Trier, Le Direktør parece un trabajo atípico en la trayectoria de la compañía: una adaptación teatral del guion de una película. Una decisión, la de adaptar un guion, una historia, una trama que determina una construcción más clásica o cerrada que aquellos rotos, huecos, paradas, saltos, idas y venidas de la dramaturgia que acostumbra Gómez Mata, hecha más en el contacto con otros, estructuras nacidas de notas corporales, plásticas, literarias o ideas, construcciones abiertas a todas las contingencias. También, la película de Lars Von Trier responde por completo al género de la comedia, mientras que L’Alakran ha trabajado desde Legaleón la farsa o lo bufonesco, género menos constreñido a las imposiciones de género que les ha permitido inventarse y reinventarse a su manera en cada obra. Pues, decía, en contra de que pueda parecer un trabajo atípico, Le Direktør ha permitido a Oscar Gómez Mata centrar toda la atención a su verdadera y particular materia de trabajo: el intérprete, ya que a través de los dobles juegos que plantea el guion de Trier, juega con la esencia de su método interpretativo: el conflicto del intérprete con su personaje, en la obra, el del actor con el trabajador y, sobre todo, en consecuencia, el del espectador como intérprete y trabajador consigo mismo y su mundo. Poca inocencia en la decisión de Gómez Mata, conciencia y contundencia, todas.
La obra transcurre a partir del trabajador de una empresa que contrata a un actor para que interprete al jefe de la empresa. El motivo es sencillo, el trabajador es el jefe de todo eso y ha urdido un plan para que, sin saberlo, el actor venda la empresa, ya que, tras la venta, serán despedidos sin derechos los trabajadores que habían diseñado el producto marca de la empresa. Hasta que se vende, la comedia. La cual reside como casi siempre en caracteres especiales y la falta de información que a unos les falta de otros pero, sobre todo: la información o posibilidad de conciencia que falta de uno mismo en relación a los otros, por no llamarlo relaciones laborales. La conciencia del personaje-trabajador que cada uno de los actores porta y va recobrando a lo largo de la obra. Es decir, el recorrido del actor y la actriz que describía Camus: “Perderse para volverse a encontrar” hecho carne, verbo y metáfora con fuerza en cada uno de los actores para por si acaso los espectadores y espectadoras acortamos ese “camino sin salida que el hombre de la sala tarda toda su vida en recorrer” y tenemos un beef con nuestro jefe, nuestra “comedia de oficina”, nosotros mismos y nuestro mundo.
Gómez Mata traslada el cine al escenario y el escenario el patio de butacas, espacio posible de emancipación hacia donde los personajes desdoblados se dirigen toda la comedia. “El pensamiento va por dentro de la carne” y “el actor y el espectador piensan juntos”, son dos máximas del teatro de Oscar Gómez Mata que la decena de maravillosos actores activan en cada escena. Poco a poco, según vamos calentado juntas, “el arte, lo que yo hago, es un ejercicio para la vida”, la experiencia compartida de Le Direktør consiste en tomar posición sobre la comedia que estamos viviendo. La obra, como la vida hoy, es una triste comedia neoliberal donde nadie quiere responsabilizarse de las decisiones de los invisibles jefes de todo esto. Pero, ¿y si pudiéramos elegir? ¿qué pasaría si interrumpimos la representación? ¿y si como el actor-trabajador consciente pudiéramos parar el espectáculo? The show mustn’t go on es una de las respuestas de lo impropio y lo imprevisto en las artes vivas hoy, y Le Direktør una de las obras que mejor nos invitan a preguntarnos si es posible. Después de verla, soy un poco menos “estúpido”. Larga vida a L’Alakran.
Fernando Gandasegui