Desde la pregunta, ¿Qué puede un coche?, veinte coches aparcados frente a las naves 15 y 16 de Matadero sonaron el otro viernes, desde los mp3s y iPods de distintos colectivos madrileños, enchufados a las radios. Parkineo, un proyecto de Andrea González y Paula García-Masedo, retomaba el dispositivo arquitectónico del parking de la discoteca, reclamado como un territorio de resistencia normativo.
Parkineo parte de una genealogía de las prácticas que en un primer momento aparecieron de forma espontánea dentro de la cultura de club en el marco ibérico, fundamentalmente dentro del contexto valenciano. El propio devenir de ésta fue derivando también en una cultura del coche, que si bien, con anterioridad ya existía, con el parkineo adquirió una nueva dimensión generando una suerte de autonomía con el auge del tuning en la década anterior.
Hoy, la manifestación en cierto modo improvisada de la que surge el fenómeno del parkineo se sigue dando, aunque de forma más minorizada y sin el sentido marcadamente cultural que llegó a alcanzar durante los 90, como ocurrió, también, con otras prácticas de las subculturas vinculadas a la electrónica.
Desde mediados de esa década se fue asociando, no solo el parkineo, sino también la parte más visible y demonizada de la cultura de club en España, con las clases sociales más bajas y en ocasiones con ciertas afinidades a movimientos de corte fascista o ultranacionalista. Esto implicó que durante la segunda mitad de los 90 y la primera década del siglo XXI sus prácticas sufrieran una fuerte demonización, no solo por los medios de masas, sino sobre todo desde aquellos espacios culturales que pretendían buscar una suerte de distinción cultural Sólo hace falta pensar en el underground o en la reacción de los seguidores del rock para encontrar un claro ejemplo de cómo se producía este marcaje frente a esas otras subculturas como la del bakala. Sin embargo, la década actual ha supuesto una puesta en valor de la cultura de club en toda su amplitud, unida también al paulatino desvanecimiento de los espacio de diferenciación cultural, que ha implicado la disolución de las bajas y gran parte de las altas culturas. El sentido de pertenencia a un grupo o subcultura determinada ha ido muriendo conforme las dinámicas de internet han ido penetrando en lo cotidiano permitiendo una mayor interrelación entre formas discursivas.
El Parkineo que ocurrió en Matadero no fue una transcripción directa de la práxis del parkineo tal y como se entiende normalmente. La forma en la que se construyó y el limitante marco en el que se desarrolló, un espacio institucional, no pretendían que fuera una restauración del mismo. El proyecto abordó la génesis y la deriva que fueron tomando estas prácticas hasta lo que queda en la actualidad. Incorporó hibridaciones que pudieran estar descontextualizadas, desligándose en gran medida de la esencia de lo que fue en su momento. El elemento queer fue bastante visible y si bien, la relación de la cultura de club con la homosexualidad ha sido un continuo, el origen del house es uno de los mejores ejemplos, hasta época reciente en el contexto español, no se habían generado estos espacios de confluencia con una consciencia política más evidente.
La propuesta desarrollada en Matadero Madrid se ejerció en gran medida como un ejercicio curatorial, desarrollado por Lorenzo García–Andrade, donde cada coche presentado operaba como una discoteca en si misma donde las sesiones eran completamente diferentes, abordando distintos espacios; por un lado distintas variaciones la música de club, pero también de la música popular, cañí, y otras formas de hibridación sonora. Una de las referencias a lo nacional la encontramos en el Seat Ibiza IV que ocupaba el colectivo Homo Velamine, cuyo coche de serie, sin modificaciones, sería en cierto modo el que mejor representaría el origen del parkineo.
En este sentido, Parkineo ha funcionado como un lugar de confluencia de comunidades que normalmente no están juntas, y en un modo más evidente en el intercambio entre las comunidades vinculadas a la música, con los aficionados al coche.
En el espacio arquitectónico del parkineo ordinario, los coches habían ido evolucionando en discotecas móviles donde el sonido era un aspecto fundamental, pero que no dejaba de lado toda una suerte de elementos estéticos que otorgaban un sentido diferenciador respecto a los vehículos producidos en serie. El paso del tiempo llevó a un agotamiento de estas prácticas y el culto al automóvil entró dentro de otra dimensión. Se extendieron modalidades mucho más discretas como el racing, que defiende modificaciones de carácter técnico por encima de lo que en ocasiones, y de forma despectiva se conoció como tuning barroco. Esto en gran medida fue causa de dos factores: por un lado la crisis económica que comenzó en 2008 y por otro, los problemas burocráticos derivado de las nuevas políticas de homologación en la modificación de vehículos.
Esta otra comunidad, la del tuning, participó en el evento a través de 17 de los coches, que trajeron algunos miembros de KDD Madrid, una asociación que realiza quedadas de coches. Entre los pocos que no eran suyos, sería muy destacable la presencia del Volvo 240, un vehículo que era todo lo contrario, se convirtió en emblema de esa suerte de resistencia subcultural de transición acusada de neoliberal, los hípsters contemporáneos. Y es que, si bien se podría reprochar cierto grado de apropiación e incluso descontextualización cultural, esto sería especialmente visible en las propias dinámicas que se generaron en torno a la cuestión de las clases sociales durante los años noventa.
La recuperación parcial, la memoria y la puesta en valor de espacios de cultura que hasta hace poco eran denostadas son plenamente legítimas y necesarias. Es cierto que ajustarse a marco institucional juega dos papeles importantes, por un lado puede legitimar, pero por el otro juega a ser una suerte de doma que mata las posibilidades performativas y descontextualiza los procesos.
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