Estamos en 1994. Sentimos cierta resaca política y económica, social. Recién pasaron las olimpiadas. Recién pasó algo que hoy ciertamente plantea bastantes dudas de base, la celebración del quinto centenario del “descubrimiento” de América. Estamos en el inicio de una crisis.
La mayoría de los aficionados a la música electrónica en España consumen sonido mákina.
Muchos se desplazan a lo largo de una ruta en el paisaje dunar de la costa valenciana, haciendo sonar sus casettes y las emisoras de radio en R5, Seat Pandas, Ford Fiesta. El sonido Valencia se consume en movimiento, circulando en una línea, a un lado el mar, al otro lado un extenso paraje natural. Los ruteros paran en los parkings de Barraca, de Chocolate. El espacio está configurado a partir de los cuerpos, los químicos y los decibelios, a partir del paisaje de la carretera de El Saler, de la temporalidad expandida de los turnos de 72 horas, y del borrado de lo normativo.
En 1994, dos músicos y un periodista musical interesados en sonidos como el house, el techno de Detroit o el trance que se oyen más allá de los Pirineos (ellos son Sergio Caballero, Enric Palau y Ricard Robles) inauguran un festival de electrónica para músicas avanzadas, esas “ligadas a los nuevos descubrimientos tecnológicos”.
Estamos en 2017. Más que resaca política, hoy tenemos sobredosis de todo. La crisis ha sido fuerte, la ilusión breve. Seguimos oyendo música, existe youtube.
Hemos pasado el día en Sónar Día, que desde 2013 está en la Fira de Montjuic. Se llega a través de la escenografía nacionalista, colonialista que se preparó alrededor de la exposición internacional de 1929. El display monumental a base de columnas, escaleras y fuentes que desciende desde el Museo Nacional de Cataluña se combina con el edificio que da origen al movimiento moderno: el pabellón de Barcelona del arquitecto Mies van der Rohe.
Ya dentro del extraño recinto ferial, el espacio abierto acoge lo más icónico de la sesión de día, el escenario exterior, el SónarVillage. Sobretodo, me fascina el césped artificial. Leo por ahí (en Playground) que desde el principio la colocación del césped dio lugar a un ambiente más relajado, el de un tiempo pre–fiesta, pero también, de forma simultánea, un espacio de descanso after–hours. La extensión verde es irónica desde 1997. La pradera artificial es un sintético irresistible que anuncia a gritos el carácter de rave bajo control y de consumo fácil que es el festival. La efectividad de ese gesto arquitectónico, la única acción de diseño clara, es radical.
Sobre la superficie verde, cuerpos poco vestidos, mucha piel, ropa rara, gente sentada, gente en circulación. Gente guapa, gente normal, sudor. Bad Gyal va vestida y desnuda como ARQA el día anterior.
Hemos cenado como hemos podido y hemos llegado al Sónar Noche, en un autobús junto a otros asistentes. Al entrar, enorme frontera de chequeo de pulseras. Los seguratas miran qué llevamos en las bolsas, bolsos y riñoneras, y luego, eso, nuestras pulseras. Es una frontera de personas, vallas y mesas. Desde la bienvenida volvemos a comprobar que aquí estamos de nuevo en ausencia de cualquier gesto voluntario por la belleza. La belleza está en que queremos entrar ya, y podemos. Todo es pragmático en este festival, y el resto es casualidad, vemos justo pasar a esa chica de plateado que es nuestra amiga.
Entramos con nuestras pulseras cashless cargadas de euros electrónicos para comprar cervezas o botellas de agua. Nos esperan 4 espacios longitudinales, en la siguiente secuencia: interior, exterior, interior, exterior. Suelo de hormigón, estructura de hormigón, bóvedas de cemento. Los coches de coche. Luces violeta, una referencia naif a alguna película futurista. Transporte fluido con música y sin sentido. A un lado el SónarClub. Es el mayor escenario, al entrar ya está atronando.
El Sónar Noche es también en la Fira, la Fira Gran Vía: infraestructura gigantesca, 240.000 metros cuadrados, al borde de Barcelona con l’Hospitalet de Llobregat, años 90. Tiene una fachada rara de ondas blancas. Es de un arquitecto japonés muy conocido, Toyo Ito.
Voy a suponer que en el Sónar Noche tiene lugar una condición de metafísica infraestructural. Ito decía en los 90 que el cuerpo aspira a un espacio geométrico transparente y euclidiano. Pienso en una genealogía de arquitecturas modernas que fabrican un interior artificial. Un interior sintético donde no existe lo externo. La orientación, la ubicación o cualquier otra cosa dan igual. Ciudades electrónicas, producidas a través del control de la luz y del aire, y por grupos de personas o por la concentración acentuada de información. El Sónar es una ciudad tecnológica no formal donde se disponen las condiciones del habitar para un placer sónicoquímico.
El Sónar Noche se puede utilizar, claro, de muchas maneras. Muchísimas personas caminan dentro de este macroedificio de hormigón, en grandes grupos guiados por los horarios de los conciertos. Decenas de personas están sentadas en el suelo. También ocupan las mesas para comer, las colas de los baños. Hay personas que intentan acercarse a los escenarios y ver al DJ. Otras bailamos esta noche a las afueras de cada escenario. Hay cuatro, todos con lo mismo: los trusses y la pantalla de fondo. Sólo el SónarCar se configura como un espacio delimitado dentro del recinto mayor de la Fira. Es un interior circular dibujado por una cortina roja que arropa una mágica sesión de 6 horas. Probablemente todos piensen en David Lynch. El delirio surreal de los cuerpos ordenados accediendo rítmicamente en paralelo a la cortina del Car probablemente apoye esta idea. Pero también pienso que mucho más cerca, al lado del Sónar Día, hay una cortina roja, la del Pabellón Barcelona, que caracteriza la imagen petrificrada de la modernidad.
Toda la noche me invade una sensación de tranquilidad. Chill. Una sensación de estar bien, de estar en el cuerpo y en el lugar, un tiempo contenido en ese espacio en la música y de estar bien con los otros con los que estoy.
Tengo un flashback y es de 1969. Uno de los más importantes exponentes de la arquitectura radical, Archizoom, presenta una nueva metrópolis utópica. Una ciudad que se caracteriza por la disposición de una retícula infraestructural de posibilidad tecnológica. Una ciudad interior, climatizada, homogénea, extensible y no formal. Se llama Non–Stop City. Dentro de la retícula, los humanos y no humanos habitan. Islas de vegetación. La ambición de Non–Stop City era la de ser tan grande como el mercado. Una vida artificial de consumo acelerado. De repente, aparece junto a los radicales italianos el arquitecto Rem Koolhaas, que está presentando su proyecto de fin de grado. Tengo claro que está contestando a Non–Stop City. Ha dibujado una ciudad contenida entre muros, arrasando con el centro de Londres. Se llama Exodus. Unos prisioneros voluntarios habitan un interior intencionalmente perverso, un interior magnético en el que deshacerse de placer.
Dentro del Sónar estamos prisioneros de la arquitectura brutalista, homogénea y ambiental. El Sónar es una excepción a los espacios sobrediseñados de nuestra contemporaneidad. Se me aparece como una Non–Stop city habitada por los usuarios ansiosos por entrar en Exodus. Habitantes posmodernos que sienten el cuerpo y circulan dentro de esas paredes de hormigón, controlados y consumiendo a través de una pulsera, que nos da acceso a la música, la bebida y la comida. Ciudadanos de una rave legal donde las normas se relajan. Aunque bueno, es bastante normal poder comprar una pastilla al lado del baño, para un ciudadano contemporáneo en una metrópoli capitalista.
El Sónar es un condensador, quizá. Un complejo, un distrito o incluso una ciudad entera, de condiciones del habitar intensificadas, que podría presagiar una arquitectura y urbanismo del futuro distópico. Un sitio de arquitectura mínima a la vez que maxima. De intensificación de la tecnificación y del efecto. De desaparición del diseño.
El Sónar es un espacio de contradicción. Un dispositivo capitalista de consumo acelerado, lleno de cuerpos en busca de placer, que se han despedido de la búsqueda de cualquier finalidad u objetivo político. Pero es también un reducto apasionante que encierra un colapso de experiencias no centradas en la mirada. Un lugar donde lo visual no necesita de actualización, donde no es necesario el cambio y la novedad. Un espacio descomunal para estar en el cuerpo y con cuerpos, uno de los pocos productos occidentales que plantean un tiempo no productivo, de conexión corporal y abandono normativo, sin futuro. El Sónar es la materialización pragmática de las ideas expuestas por una genealogía de arquitecturas radicales donde la arquitectura no tenía representación, sino escala; no tenía imagen, sino información. Quizá esté domesticado dentro del sistema capitalista en el que estamos, pero el Sónar no deja de ser una rave: un ritual de enajenamiento mental y encarnamiento en lo físico. Por ello, la arquitectura puede ser una sola cosa, un plano horizontal para deambular en un estado más allá. Es la excepción de un espacio–tiempo vivido desde el cuerpo que dura hasta que no sea posible más.