Este artículo de Oihana Altube Lorea se escribió para el primer número de la nueva etapa de la revista Ajoblanco. Finalmente, por problemas de espacio, no pudo incluirse en la revista por lo que hemos decidido publicarlo aquí. Más información sobre la colaboración de Teatron y Ajoblanco aquí.
La danza, en realidad, de raro, no tiene nada. Basta con acercarnos un poco a la historia evolutiva de nuestra carnalidad para apreciar que danzar (algo así como poner nuestros cuerpos en relación directa con/junto al mundo) es algo que nos ha acompañado siempre. Basta con empezar a comprendernos como seres intrínsecamente coreográficos para comprender que la danza, en realidad, ya la tenemos adherida en piel, célula y hueso: cuerpo.
Habitar un cuerpo y empujar con él, de raro, no tiene nada. Tampoco tiene nada de raro sentirse en peso, desplazarse en espacio, y vivirse en tiempo. O desear, aplastar, hacerse pequeño, pensarse en pasado, imaginar mundos, percibir el frío, soñar con océanos y acariciar el cielo. Succionar, morder, torsionar, contraer, relajar, deslizar, detener, iniciar, oscilar, alumbrar, saltar, embestir… tampoco tienen nada de raro.
En realidad, si algo apesta a raro en todo esto, yo, me atrevería a extender el brazo, apretar suavemente la mano en puño y dirigir el dedo índice, hasta dar con el sistema del capital (cartesiano y patriarcal por igual) que nos rodea. Justamente como el responsable de que aquello que, en potencia, se escabulle de sus normas y sentidos, la danza, se nos aparezca (en su ser ordinario, y en su manifestación extraordinaria) como algo sospechosamente raro.
Tal vez, la única excentricidad de la danza sea exactamente eso: su capacidad esencial de sortear y subvertir las hegemonías políticas, económicas, sexuales, raciales, científicas, afectivas, filosóficas, clasistas y demás. Convirtiéndola así en esa partisana marginal, a la que no se sabe dónde colocar, ni cómo gobernar.
Pero, insisto: la danza, en realidad, de raro, no tiene nada.