Por un tiempo la escritura y la lectura ha sido aquello a lo que he dedicado más horas. Ahora llevo una temporada en crisis. Me falta movimiento. Leer y escribir me agobia porque quiero moverme. Por eso me fascinó Michel de Montaigne. Porque leí que la escritura le venía en movimiento. ¿Cómo lo hacía? Algunas veces, cuando hago cosas, las palabras en mi pensamiento se han ordenado de una manera ideal pero al pararme y querer registrar aquel orden abstracto y claro de alguna forma todo se ha desvanecido. A los que escribimos, las sillas nos mataran y yo no quiero morir sentada. Quiero ser Montaigne y escribir paseando sin tener que pasar por las horas y horas de quietud en la silla, frente a un cuaderno o el teclado. Por eso, desde hace poco, decidí que quería empezar a tropezarme con la danza y provocarme moratones porque estoy aprendiendo a moverme y no paro de caer. Me he dado cuenta que prefiero morir a causa de una caída que por absoluta quietud.
Así es como he empezado a aproximarme al universo de la danza desde una nueva perspectiva. Y en este proceso que inicio, va y con una de las primeras cosas con las que me encuentro es, justamente, con una serie de cuestiones sobre la falta de movimiento en la danza. Por ejemplo, he aprendido eso del voguing, aquel estilo de baile desarrollado entre los 60 y los 70 en Nueva York y que buscaba reproducir las poses de los modelos de las revistas de moda. La película Paris is Burning (1990), de Jenny Livingston, muestra cómo fueron especialmente las comunidades LGTB de afroamericanos que vivían en el barrio neoyorquino de Harlem aquellas que encontraron en el vogue una forma de expresión de sus identidades, subvirtiendo los cánones estéticos dominantes, los del hombre blanco americano. El film de Livingston da a conocer toda una escena a la que el artista Trajal Harrell también hace referencia en su obra Twenty Looks or Paris is Burning at the Judson Church(s). Esta obra, que tras girar por diversas ciudades europeas llegó a Barcelona el pasado domingo 19 de marzo, presentándose en el ciclo TRANSaccions, en la Sala Hiroshima, recupera aquella realidad para ponerla en diálogo con un contexto distinto pero coetáneo: el del colectivo Judson Dance Theater, formado por artistas, compositores y coreógrafos, con sede en la Judson Memorial Church de Nueva York, y que a mediados de los sesenta se dedicaron a trabajar unas prácticas que posteriormente se conocieron como danza posmoderna.
El título de la obra de Harrell indica claramente la referencia que el artista hace a ambas realidades, las dos vinculadas al mundo del baile en un contexto muy concreto, como es el del Nueva York de los años 60. Para recuperar ambas realidades y situarlas en el mismo plano, Harrell convierte el escenario en una pasarela plateada, acompañada de unas seis sillas colocadas de espaldas al público y en las cuales reposan zapatos, jerséis y unos pocos atuendos más. En un extremo también hay un ventilador. El público se sienta a lado y lado del camino que protagoniza estelarmente el escenario, tal cual se encontrara en la última presentación de la colección de este o aquel otro diseñador.
La simplicidad de los materiales con los que se construye el espacio por el cual esperamos ver a Harrell moviéndose, descubriéndonos esos 20 looks que anuncia en el título, nos habla de una suerte de urgencia por contar algo de forma clara. O por lo menos esto me pareció cuando entré en Hiroshima, ojeando la lista de estilos que nos habían dado y que se suponía que el artista iba a representar. Para mí, que no le conozco, me pareció que Harrell empezaba casi tímido. De las sillas tomó unas zapatillas, se las calzó e indicó un número en una libreta. El número correspondía al look que estaba representando y cuyo nombre aparecía indicado en nuestra lista. Aquel West Coast Preppy School Boy no se alejó demasiado de las sillas. No se movió mucho. Dio un vistazo sobrio y lento al público. Se mostró desde ahí, casi quieto. No entró en el espacio central del escenario, no anduvo por la pasarela. Al cabo de muy poco se cambió algún complemento para transformarse y mostrarnos el segundo look, el de un East Coast Preppy School Boy, según indicaba la lista.
Esta lista de nombres construye una especie de juego literario, casi un cadáver exquisito, casi una obra de poesía conceptual: de West Coast Preppy School Boy a East Coast Preppy School Boy a Old School Post-Modern a American Casual Sport hasta Sporty Contemporary y luego Sporty Contemporary with a Twist hasta el dramático y final Alt-Moderne feeling the French Lieutenant’s Woman después de haber pasado por Serving Old School Runway, Serving, o Serving Superhero. Contrasta con el ritmo que vocalmente podríamos dar a esta sucesión de categorías el hecho que la serie de presentaciones de looks a la que se dedica la obra no generó, por otro lado, una cadencia gestual que hipnotizara, que permitiera seguir un compás, bailar al lado del artista. La música, el silencio, los gestos, se alternaban rompiéndose los unos a los otros. Parecía que se cortaba todo en el intervalo menos clave. Nos encontramos frente a pedazos de cosas, recortes unos más grandes que otros, pequeños chistes, largos gestos, un catálogo. Eso es: un catálogo. Un catálogo de fragmentos de distintas cosas muy conectadas entre ellas a nivel conceptual.
A lo mejor el ritmo faltó porque Harrell empezó a mostrarnos algo, una idea rápida, que pillamos casi al instante y no se alargó, se cambió, disfrazado de otro similar pero distinto, Legendary, y nos lo mostró y volvimos a pillarlo rápido, y volvió a cambiarse, Legendary Face, y entonces nos reímos porque le habíamos vuelto a pillar y volvió a las sillas y se cambió y aquí se explayó un poco más, venga, que le gustaba este gesto pero ya, ¡basta! otro cambio, otro look que aparece de aquel rincón, este se alarga un poco más, lo presenta con una música, tres segundos, dos y cambia el tema musical y hace unos gestos diversos y hasta aquí, que de éste tuvimos ya bastante, de este otro que sucede directamente bajo las sillas, un gesto rápido que hizo reírnos como casi al mismo instante en que empezó a encarnarlo y es que era bueno, ¿verdad? Eau de Jean Michel, lo sabía y otro look, otro número, otro disfraz, otra manera, esta vez toca Moderne, y luego Legendary with a Twist, pero ¡fin! pasó al siguiente, avanzando rápido para presentarnos en poco menos de una hora su repertorio de 20 gestos, de los cuales lo que más vimos fue el pasaje de uno a otro. Una hora de tránsito arrítmico entre 20 gestos. O una hora de 19 tránsitos entre 20 puntos clave.
Vimos lo que de normal no vemos. Vimos la puesta a punto de cada personaje, el proceso de transformación, por sutil que sea. El backstage, los camerinos, estaban frente a nosotros. Y al terminar pensé que habían ocurrido pocas cosas, que cada look me había parecido solo una anécdota, que había sido bonito cuando se había cambiado escondido tras las sillas, en el suelo, y solo intuíamos unas piernas que se ponían unos pantalones. También pensé, sobretodo, que había faltado movimiento, que esperaba más movimiento, por más que el artista no había parado quieto. Resultó ser que eso era parte de su crítica y, de hecho, tenía mucho sentido que fuera así. La danza postmoderna, según la cual todos los gestos son susceptibles de ser interpretados como danza, se pone en relación en la obra de Harrell con el voguing.
Pero, ¿qué significa moverse y qué significa pararse? Algún profesor de fotografía me contó una vez que el movimiento se compone de puntos clave y traslaciones. Las traslaciones ocupan el tiempo y el espacio que hay entre un punto clave y otro. Las fotos típicas de los álbumes familiares recopilan justamente los puntos clave de la vida de los miembros de una familia. Todo apunta a que los hábitos fotográficos del presente son un poco más complejos que eso pero hubo un tiempo en el cual las fotografías se hacían en momentos que llamábamos importantes. Teóricamente aquellas imágenes marcaban un antes y un después en el transcurso de unos hechos. Las tecnologías de visualización de la imagen en movimiento abrieron la posibilidad de conocer aquello a lo que, en realidad, nos dedicamos la mayor parte del tiempo: a los gestos intermedios necesarios para trasladarnos de lo que más tarde interpretaremos como un punto clave a otro.
No sé cómo se entendía el movimiento antes del desarrollo y la popularización de la fotografía. En cualquier caso, imagino que nuestra idea actual tiene mucho que ver con la publicidad y los selfies. Hace algunas semanas, de hecho, vi en la exposición «HerSelves», en Blueproject Foundation, de Barcelona, el vídeo Selfie Stick Aerobics, de Arvida Byström y Maja Malou Lyse. Éste consistía en una especie de tutorial de movimientos para hacer con un palo selfie y reproducir una serie de poses, en las cuales el gesto se mantiene unos instantes, se pulsa el botón adecuado y se hace ¡Click! justo en aquel momento, cuando todo el cuerpo está listo para la cámara. Cada imagen de un gesto, como cada texto, es la ilusión de una definición ilusoria de algo que no llegamos a ser del todo y que nunca más seremos. La apariencia de una forma clara en el desierto de lo fugaz.