El otro día leía en la prensa, estupefacto, la siguiente sentencia: “Retirar un nombre para poner un número es un ataque a la creación”. Lapidaria declaración atribuida a una autora teatral indignada por el cambio de nombre de las salas Max Aub y Fernando Arrabal de las Naves de Matadero Madrid, que recientemente iban a recuperar su nombre original, Nave 10 y Nave 11, lo que causó un revuelo que aún me tiene maravillado. Después de desternillarme de risa en el sofá de mi casa, recuperé mis damnificadas conexiones neuronales y me dije: como se entere Daniel Tammet…
Llevo días leyendo La poesía de los números de Daniel Tammet, un matemático escritor de 38 años, que he descubierto recientemente porque viene a Barcelona al Kosmopolis, y me tiene totalmente fascinado por varias razones. Para empezar, por su historia personal. Tammet está diagnosticado como Asperger. Es autista, vamos. Pero su Asperger es del tipo savant, una variante que solo padecen el 1% de los Asperger y que también se conoce como el Síndrome del Sabio. Los savants tienen una memoria prodigiosa, están especialmente dotados para las artes y disponen de una increíble capacidad de cálculo. Él, además, por si fuera poco, es sinestésico: puede escuchar colores, palpar sabores y cosas por el estilo. No tenía ni idea de que existiese un síndrome como el savant. Más que un síndrome parece una bendición, aunque me imagino que, desgraciadamente, tendrá sus complicaciones para la vida diaria.
Por lo que he leído, Tammet comenzó a superar esas complicaciones cuando conoció a la persona en la que se basó la película Rain Man. Poco antes, en 2004, lo cuenta en el libro, batió un record europeo al recitar de memoria 22.514 decimales del número pi. El recital duró casi 6 horas. Tammet relata en el libro cómo fue esa performance insólita, aunque leyéndole uno descubre que en Japón, por ejemplo, hay una legión de recitadores de este estilo. Aprovechándose de sus excepcionales dotes, Tammet se pone delante de una hoja con todos esos decimales del número pi y ve colores y patrones que convierte en paisajes, en su mente. Eso le ayuda a memorizarlos, como si fuese una partitura musical, imagino. Aún y así, no debió ser fácil. Estuvo tres meses memorizando el número pi. Imagínate aprenderte una partitura, o una coreografía, que dura casi 6 horas. En esa maravillosa performance, unos matemáticos sentados en primera fila iban revisando, con papel y boli, que realmente dijese todos esos miles de números correctamente, uno detrás de otro, a veces de corrido, otras veces lentamente, con dificultad, como arrancándoselos de lo más recóndito del cerebelo.
La performance contó con la presencia de un numeroso público atraído por la cobertura previa que hicieron los medios de prensa. El público, un domingo, aguantó las casi 6 horas escuchando, sentado ante él. Tammet iba bebiendo agua y comiendo fruta, de vez en cuando, para no morir en el intento. Si necesitaba ir al baño, alguien de la organización le acompañaba, como un preso, para vigilar que no hiciese trampa. Se quedó en blanco alguna vez. Tuvo que parar y buscar el camino correcto entre las diversas posibilidades que, por momentos, le ofrecía su memoria. Solo uno de esos caminos, solo un número, era el correcto. Remontó. Dice Tammet que veía el rostro del público, al principio con caras serias, como escrutándole, como un mono de circo. Al final algunos acabaron llorando de la emoción. ¿Por qué? Porque los números también pueden ser poesía. Porque entre los números podemos encontrar belleza. Belleza, un concepto muy repetido entre los matemáticos al referirse a la demostración de un teorema, por ejemplo. Si la demostración no es suficientemente bella es que algo falla. Entre los miles de números que iba recitando, Tammet sospecha que la gente podía reconocer algunos números ligados a sus vidas, del momento presente o del pasado. Quizá el inicio de un número de teléfono, o el número de la calle de la casa donde viviste un tiempo, o tu fecha de nacimiento, tu DNI… Estamos rodeados de números y los números nos hablan. Pero no de la misma manera a todo el mundo. En este maravilloso libro, Tammet cuenta cómo los islandeses tienen muchas maneras diferentes de referirse a los cuatro primeros números (uno, dos, tres y cuatro), dependiendo de la ocasión y de lo que estén hablando. No son los únicos: los chinos no numeran igual las cosas redondas que las cuadradas. De hecho, según el dialecto, no utilizan la mismas palabras para numerar sandías que cuando se refieren a granos de arroz. Y en otros puntos del mundo, en la Amazonia, por ejemplo, hay tribus que no hacen planes más allá de un día porque no saben contar. Y no saben contar porque no tienen manera de conservar los alimentos: cazan lo que necesitan ese día y recolectan lo que se van a comer ese mismo día. Luego se reparten la comida en puñados, por familias. Si una familia tiene más hambre le pide a su vecino, hasta que todos se quedan satisfechos. Los números nos cambian la vida y la manera como vivimos nuestras vidas cambian la manera como hacemos uso de los números.
En el último capítulo, Tammet dice que las matemáticas y el arte contemporáneo pueden ser una pareja extraña a ojos de cierta gente. Pero él no lo ve así, claro, y cita al matemático Paul Lockhart, quien dice: “Nada hay tan onírico ni poético, ni tan radical, subversivo y psicodélico como las matemáticas”. Lockhart cree que la idea de las matemáticas como algo frío y sin alma se debe a cómo se enseñan en las escuelas, de manera técnica y repetitiva, en vez de incidir en la “experiencia privada y personal de ser un artista que intenta abrirse paso”. Será por eso por lo que Tammet está volcado ahora en la creación artística, en la escritura concretamente, y nos habla en este libro de creación literaria, por ejemplo, de las infinitas posibilidades a las que se enfrentó Nabokov a la hora de escribir Lolita, que podía haber acabado escrita de muchas otras maneras (según los cálculos de Tammet existen más posibilidades que átomos en el universo) si Nabokov hubiese ordenado de forma diferente la infinidad de fichas separadas que fue escribiendo y combinando como le dio la gana, o de cómo le afectó a Shakeaspeare, a la hora de escribir su obra, el hecho de ser de los primeros estudiantes europeos a quien se les enseñó la existencia del cero, un concepto que los árabes ya manejaban desde hacía un tiempo.
La escritura de Tammet está llena de referencias y de ideas y reflexiones, propias y ajenas, pero también de infinidad de historias que aterrizan constantemente en la realidad que nos envuelve permitiéndonos tomar consciencia de cómo nos afecta el universo numérico en el que se ha desarrollado nuestro mundo, tal y como lo conocemos (desde calendarios a proverbios, religiones o juegos) y desmontando mitos y dogmas comúnmente aceptados alrededor de las múltiples manifestaciones de lo numérico (desde la dictadura de las estadísticas mal interpretadas hasta la existencia de seres extraterrestres pasando por el concepto de infinito).
Para vivir en Matrix sin volverse medio tonto hay que saber leer el código. Y, como bien saben los hackers (aunque aún no se hayan dado cuenta algunos de los más eminentes personajes de la cultura), code is poetry.
qué buen artículo.
Gracias por estas cosas tan suculentas!
Simplemente me ha encantado.
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