Me despierto completamente sobrecogida. Tengo el cuerpo estremecido. El pecho me duele, de dolor. No siento presión, no es opresión. Es más como una expansión ramificada que se desparrama por mi torso, que huele-sabe a dolor. Del gordo. O sea, de esos que tocan fibra, que no llevan imágenes con él, que son solo carne abierta (carnaza). Me he quedado como congelada contemplándola a ella, me he ido con su pena, me he unido a ella. Mi cuerpo de mujer ha sido invocado por otra, se ha desnudado en otra, se ha mostrado con ella, y estoy crujida. Demasiada exposición, tal vez, demasiada toma de conciencia, en corto plazo, demasiada luz, oscura.
Ayer, vi el trabajo de Bárbara Sanchez.
Se me desplegó la carga. Toda la carga que encarna mi cuerpo. De mujer. Se me desplegó el peso de la moral, el padre, la imagen, el icono ideal, la doctrina, el trato, los anhelos culturales… con los que me exploto, cual ganado cada día. Luz de gas en mis carnes, en esas conexiones históricas que conforman mi memoria, y que generan la cualidad relacional con la que me nombro, me narro, me permito.
Ayer solo deseaba bajarme las bragas con ella. Como símbolo de que ella, allí partida en dos, desviada, deforme en el dolor, gárgola, puta, fea, de cuerpo blando, amorfa… éramos muchas y muchos, por intrínseco a lo humano, a lo celular (por mucho que nos empeñemos en la huida).
Ayer, me di cuenta, que hace mucho, mucho tiempo, que no veía algo en escena que me impresionase tanto. Que generase Historia en mi historia. Esas obras que se marcan con chincheta, en el puto mapa de la memoria. Y, me di cuenta, que hacíaa mucho que había dejado de soñar con chinchetas. Que ya no las esperaba. Y me pareció algo horrible. No puede ser. ¿Qué sentido tiene si no la escena, mas allá de convertirse en chincheta en mapa ajeno?
Ayer, al acostarme, me sobrevino la profunda alegría que sentía en mi niñez al bailar. Tumbada en la cama, sentí el resonar de mi ombligo, que se expandía por la parte baja de mi estómago, y se lanzaba a mi boca. Me pregunté cuándo había dejado de creer que eso ya era suficiente. Que era eso, poco más, lo que justificaba mi cuerpo. Me pregunté cuándo la alegría de enfundarme un tutú comenzó a avergonzarme. Qué había pasado para que, hoy en día, la alegría no me parezca una respuesta suficientemente buena por la que bailar y dedicarme a esto. ¿Qué coño me ha pasado?
En realidad, lo vivo como un proceso de devolver el derecho a lo primario. Después de años, de de-construcciones, de herramientas, de conceptualizaciones, de metodologías, de tendencias, teorías y demás, de las cuales, en realidad, no me arrepiento. Empiezo a preguntarme si lo siguiente (en mí, por lo menos, creo que lo es) es devolverle al cuerpo el derecho a la alegría. Sin tapujos, con descaro. Como la mayor arma contra la modernidad. Los ombligos resonantes, vibrando a lo loco y permitiéndose ser (sin justificaciones terciarias) como el mayor acto de deserción.