Jan Martens dice que se han acabado los días perros pero yo opino que los días perros están siendo y que, si no cambiamos en algo las cosas, muchos otros días perros están aún por llegar. Sólo hace falta echar un vistazo alrededor para darse cuenta de ello.
La expresión “hace un día de perros” proviene de los días más calurosos del año. En esos días en el cielo mediterráneo aparece una constelación, la del Perro Mayor, que no es visible en ningún otro momento. Es entonces, al caernos la canícula encima, que el tiempo nos deja como perros jadeando. Cansados, agobiados y sin aliento buscamos una sombra bajo la que cobijarnos. Pero eso era al principio. La jodienda del tiempo meteorológico estival se nos quedó corta al lado de la impuesta por nuestras propias actividades y el significado de dicha expresión se ha ido ampliando. Actualmente un día de perros es un mal día. Y para mí un mal día sigue teniendo que ver con el tiempo. Y el tiempo tiene que ver con la prisa.
Llego al Mercat de les flors rápido. Vengo del Graner. En moto. Me engaño a mi misma diciendo que yendo en moto voy más tranquila porque gano tiempo. No es verdad. No lo gano. No hay manera de ganar tiempo. Ni de perderlo. El tiempo en forma de minutos que le resto al trayecto es el tiempo que pongo en tener un par más de conversaciones a medias, en un par más de abrazos fugaces y en ir al lavabo. Todo lleno. Todo rápido. Entro. Al fondo de la escena, sobre un linóleo de color gris pautado con marcas de cinta blanca, ocho bailarines hacen como si nada mientras el público se acomoda en las butacas de la sala MAC. No es que estén haciendo nada sino que hacen como si lo hicieran porque ya hay espectadores de sus gestos amortiguados y de sus conversaciones silenciadas por la distancia. Y lo saben. Hacen que calientan los tobillos, hacen que conversan, hacen que hacen. Pero lo único que me parece que hacen en realidad es estar expuestos. Aún apuro para comentar “qué del norte de Europa todo” antes de que se apaguen las luces.
Empieza. Bajo una iluminación de cancha deportiva se instala de nuevo el tiempo. En forma de cuentas en ocho y geometría simple, en un trazado de líneas longitudinales y transversales por las que los cuerpos se mueven a saltos al unísono. Son un ejército vestido a la última, con esa mezcla perfecta de ropa deportiva con animal print, encajes y brillos metálicos, son un videojuego, son una especie de ritmo electrónico bajo sus pies que tocan-no tocan el suelo. Pim pam pim pam pim pam que es igual a “efficient workflow with time optimization». Ese flujo de trabajo eficiente con optimización del tiempo me hipnotiza. Como quien observa el pasar de los palos del tendido eléctrico mientras va en tren, como quien oye cómo imprime una impresora LaserJet, como quien se daba a fondo en una sesión de Jeff Mills. Escucho más que miro. Lo que veo me da un poco igual. Sé que esos cuerpos están entrenados para saltar durante el rato que haga falta. Tengo la seguridad de que ninguno de ellos va a sucumbir y con esa certeza me abstraigo en el ritmo. Me gusta que se desplacen por el espacio porque hacen que la composición funcione a modo de mesa de mezclas. Lo que se oye en primer término, lo que se oye al fondo, los chasquidos de las suelas de goma, el retroceso, el avance. 1, 2, 3. Premio.
Podría ser así todo el tiempo. La mecánica me hace pensar en discursos contemporáneos disruptivos, en modos de producción y en el lugar de las artes en todo esto. Vale. Lo tengo. La insensibilidad del plan ejecutado a la perfección me hace insensible pero lo disfruto. Ahora parece que sólo me queda esperar hasta que pasen los sesenta y cinco minutos que, según el programa, dura la pieza. O hasta la extenuación de los cuerpos que tengo delante. Cosa que dudo que ocurra. Porque está claro que se cansan pero también que van a llegar, con un amplio margen, hasta el final.
La acción sigue y podría haber seguido de la misma manera. Así todo el tiempo. Pero no es lo que ocurre. Un cambio de luces y el inicio de una combinatoria algo más compleja de movimientos y gestos dan fin a esa primera sección. Suena una versión de una sonata de Bach tocada a la guitarra y ante mis ojos todo se convierte en una versión cool, descompuesta y minimalista del Michael Flatley’s Lord of the Dance. Alguien que está sentada en la misma fila que yo aplaude, ríe, comenta y jalea a lxs bailarinxs cuando completan con éxito una proeza combinatoria de pausas y ataques. Parece extasiada por el virtuosismo coral y ahí es cuando empiezo a no entender nada. La primera impresión de que lo único real es que están expuestos vuelve. Como monos en el zoo. “Joder, ¡qué bien lo hacen los bailarines!, ¡cómo aguantan!, ¡cómo sudan!”. El atisbo de crítica que creía entrever al principio me parece ahora una ficción secundada por esos cuerpos al servicio de. Los errores, los pocos que cometen, sólo un par que pueda recordar, no tienen repercusión alguna en un sistema blindado. No afectan. Lxs intérpretes son extremadamente hábiles, si pierden el ritmo se reenganchan rápido. Y siguen.
Hay una acepción más para días perros. Días de pereza. No es el caso. En eso el título acierta. Los días perros se han acabado para esos cuerpos y para muchxs de nosotrxs que ocupamos, en mayor o menor grado, lugares de precariedad. Con The Dog Days Are Over Martens no llega a desmantelar nada. Más bien lo reproduce. Absorbe un modo que se nutre de sudor, que deja a los cuerpos sin alternativa discursiva más allá de lo gimnástico quedándose a medio camino de algo en esa representación de la explotación. ¿Al servicio de qué nos ponemos? ¿Y de qué manera? Si no cambiamos en algo las cosas, muchos otros de esos días perros, de los de la primera acepción, están aún por llegar.