César Vallejo escribió un poema, que tituló Masa, en donde narra la historia de un combatiente muerto al que van pidiendo, primero uno después cientos, miles, que vuelva a la vida, pero el cadáver, ay, siguió muriendo. Sólo al final, cuando todos los hombres de la tierra lo rodean, el cadáver se incorpora lentamente, abraza al primer hombre como si abrazase a todos y se echa a andar. Cuando nos ponemos de acuerdo en algo, aunque sea un imposible, parece que nos dice César Vallejo, no hay nada que pueda interponerse entre la realidad y el deseo común. Ahora bien, nada dice de cómo los hombres de la tierra se pusieron de acuerdo para abrazar al muerto rodeándolo con sus cuerpos y así conseguir que volviera a la vida.
Recordé este poema ayer, mientras subía por la Calle Amparo al salir de La Casa Encendida, después de dejarme caer por We are still watching (Seguimos mirando) de Ivana Müller, dentro del festival, comisariado por Victoria Pérez Royo, Ser público. Al igual que Vallejo, “el festival parte de la base de la reunión de personas que se han juntado porque cada una, individualmente, ha decidido hacer lo mismo”, en este caso “comprar una entrada e ir a ver la pieza que esta noche está programada”, pero, al contrario que en el poema, donde hay una solución, Ser público nos deja una pregunta: “¿Es eso lo único que tenemos en común?” Vallejo escribió su poema el 10 de noviembre de 1937, desde entonces ha vuelto a arder y sigue ardiendo el mundo. Ser público intentará arrojar luz a su pregunta, y por qué no al vacío del poema, con piezas, encuentros y conciertos hasta el 20 de noviembre.
Al entrar en el patio de La Casa Encendida nos dan un número que indica nuestro asiento. Las sillas están colocadas a cuatro bandas, cada una de dos filas, numeradas sin seguir ningún orden aparente. Lo primero que tenemos que hacer es encontrar nuestro lugar. Cuando estamos acomodados, se leen las instrucciones que ponen en marcha el mecanismo de la pieza: los que están sentados en determinados asientos deben coger un guion que está debajo de su silla y leer en voz alta cuando les toque. Las réplicas están subrayadas en amarillo. Más tarde el guion irá cambiando de manos, tal y como pide el texto, y se sacarán nuevos hasta que todos tengamos el nuestro.
El espacio posibilita las miradas. El guion nos indica las claves de la conversación que podría darse entre nosotros. ¿Qué hacemos aquí?, ¿cuándo salen los actores? Yo he venido porque venían mis amigos. Yo he venido a enamorarme. Yo no quiero leer. Lee tú. Seguro que hay una cámara que nos está grabando. ¿Y si escribimos otro guion? No tenemos tiempo para escribir un guion mejor que éste. Decidimos entrar en el juego y representar la conversación, acotaciones de silencios incluidas. El público suele ser obediente. En ocasiones demasiado. No sé qué hubiera pasado si alguien hubiese decidido salirse de la marca y convertir el juego en realidad. Ninguno lo hicimos. Al poco tiempo, lo que comenzó con cierta dosis de vergüenza, se convierte en algo natural; y la conversación, pautada, avanza entre describir la situación, plantear interrogantes, aventurar los posibles conflictos del grupo y alguna otra parte más teatral como un monólogo de una persona a punto de saltar al abismo. En el texto hay humor y pocos temas realmente espinosos. La sonrisa es uno de los mejores y más simples mecanismos para estar juntos.
Mediado el texto se marcan las réplicas sin asignárselas a nadie en concreto y la máquina continua funcionando. El público lee, tiene ganas, nos pisamos entre nosotros. Poco a poco la conversación evoluciona en coro. Una vez que todos tenemos un guion entre las manos leemos al unísono un texto que acaba convertido en canción. Antes hemos votado si queremos leerlo con o sin metrónomo, ya se prevé que la primera lectura no nos saldrá del todo bien. Que está bien marcar un ritmo. Una respiración. Votamos que sí, que mejor con metrónomo. Llegados casi al final nuestras voces se empastan. Hemos conseguido hacer algo juntos, algo pequeño, marcado, pero juntos. Íbamos a jugar y hemos jugado. Fechamos la lectura. Nos aplaudimos, con timidez.
Dicen que el poema de César Vallejo habla de la fraternidad. Yo también creo que nos habla de dos imposibilidades: la resurrección y que todos las personas de la tierra nos pongamos de acuerdo en algo; y de una esperanza: que sean posibles las imposibilidades. La pieza de Ivana Müller, pienso, trabaja con esa esperanza. Con la ficción de un nosotros. El arte, la literatura, son un buen campo de entrenamiento donde los imposibles pueden ser. Es uno de los objetivos del festival: “¿Son las artes escénicas un espacio privilegiado para experimentar con dinámicas de articulación del nosotros?” Probar modelos y bordear preguntas. ¿De qué nos sirve ponerlo a prueba en un teatro cuando cosas parecidas, por ejemplo, se hacen también los domingos en las iglesias o los estadios de futbol con algo más de libertad? De momento el cadáver, ay, sigue muriendo.
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