Sobre Maquinal, de Sofía Montenegro

Maquinal es el proyecto expositivo de Sofía Montenegro que se puede ver actualmente en La Capella hasta el 7 de julio y que resulta de la convocatoria Barcelona Producció 2023. Maquinal interviene el espacio central de La Capella a la luz del día. 

A través de la colocación estratégica de diferentes planchas de metacrilato, los reflejos de la calle, de las ventanas y los tragaluces se cuelan dentro de la oscuridad de la nave de manera imprevista, en forma de imagen translúcida. Estos espectros aparecen, se deforman y desaparecen al mismo tiempo que paseamos entre ellos, como si de nuestro caminar dependiera la forma en la que se presentan estas visuales. El ruido de la calle se mezcla con las grabaciones de campo de lo que parece ser la misma calle en otro momento del día, como si ese momento encapsulado nos remitiera a otro posible espacio. La voz de una persona recorre los altavoces de la sala describiendo situaciones de cotidianidad y nos pone en contacto con ese afuera: una chica que cruza, un perro que ladra, un coche que pasa.

La exposición se presenta como un dispositivo visual minimalista. Aunque la apariencia nos habla de un espacio casi vacío de contenido, la experiencia nos devuelve una realidad entretejida por engranajes de naturalezas muy diversas que proponen un viaje intensivo entre rutas cuánticas y portales interdimensionales. Este viaje sucede a través de una reciprocidad entre el público y las piezas expuestas, donde quienes observan pueden influir en las imágenes de la sala con su movimiento, como si nos encontráramos en una exposición de arte interactivo.

Hablar de arte interactivo puede resultar confuso, ya que en Maquinal no encontramos cables, ordenadores, sensores de movimiento o luces LED, pero iniciar un análisis de la obra desde este marco puede hacernos repensar dicha clasificación. Además, puede darnos pistas de por qué las artes digitales interactivas se programan cada vez más para públicos masivos, privilegiando el atractivo tecnológico de las piezas interactivas digitales y no dejando hueco a las propuestas cuya interacción se da en otros términos quizás menos rentables.

Entendemos por interacción la acción recíproca entre dos o más elementos sea cual sea su naturaleza. La palabra interacción es usada ampliamente durante todo el siglo XX en el mundo de las ciencias humanas y sociales para describir los procesos de intercambio y comunicación entre diferentes agentes, definiendo diferentes tipos de relación entre causa y efecto, estímulo y respuesta, o estableciendo modelos de comunicación entre emisor y receptor. A partir de los años 60, con la llegada de las primeras computadoras, la palabra «interacción» empezó a asociarse específicamente con la relación entre humanos y computadoras, lo que dio origen al campo conocido como «Interacción Persona-Computadora» (HCI, por sus siglas en inglés), que estudia cómo las personas interactúan con las tecnologías digitales, incluyendo el diseño de interfaces, para facilitar esta relación. Será en 1990 cuando lo interactivo aparezca asociado al arte como categoría en los Prix Ars Electronica de Austria para  referirse a aquellas piezas de media art que proponen una relación dialógica de reciprocidad entre la acción del espectador y el resultado de la pieza en tiempo real. 

El furor por el arte interactivo se extiende a nuestros días, desplegándose como una categoría artística limitada a la interacción tecnológica y abriéndose al gran público en el mundo del márketing y en propuestas inmersivas como las típicas exposiciones acerca de la obra de Dalí o Van Gogh, ejemplos que hacen disminuir mucho la capacidad de agencia de estos espectáculos y que han convertido la interacción en un mero instrumento para el entretenimiento.

Haciendo una comparación entre este tipo de pieza de arte digital interactivo y la pieza de Sofía, podemos observar cómo sus similitudes se distancian ontológicamente para abrir el concepto interactividad hacia otros significados.

En las artes interactivas digitales se propone al espectador una lógica cerrada de funcionamiento, caracterizada por el binarismo entre la acción que genera el público y el resultado de la pieza en vivo. Esta dinámica de interacción se fundamenta en una resistencia productiva, donde la persona debe comprender cómo funciona previamente la pieza tecnológica para utilizarla, actuando de acuerdo con patrones predefinidos cuya estructura está determinada por la lógica computacional. Así se genera una distancia que sitúa a quien observa en el plano de la efectividad. Cuando el espectador, ahora convertido en usuario, consigue con éxito modificar el resultado esperado, experimenta una liberación de dopamina, dirigiendo su atención a un enfoque más productivo en el que repetir la acción significa conseguir una recompensa.

Sin embargo, esta economía productiva de la atención no se da en el tipo de interacción que propone Maquinal. El espectador no debe reconocer a priori un funcionamiento específico de la pieza para poder activarla. En lugar de eso, es el encuentro inesperado con el reflejo curvo del metacrilato lo que despierta un deseo de alterar la imagen que se le presenta. Mientras que en las artes digitales el juego está definido por el razonamiento de la usabilidad tecnológica, aquí surge de manera espontánea, sin necesidad de una mediación racional operativa, dándose una suerte de relación de igualdad entre dispositivo y la persona que actúa. Como si, desprovista de reglas y códigos tangibles, la experiencia interactiva pasara de ser acumulativa por compensación a intensiva por insistencia.

Podemos aprovechar esta situación para actualizar el concepto de «aparato» según la definición de Flusser, que trata las interacciones entre individuos y tecnología. Flusser sugiere que la influencia de la tecnología va más allá de su uso práctico, ya que modifica la manera en que percibimos la realidad. En su tesis, esta noción puede interpretarse como una crítica a la tecnocracia, que tiende a enfocarse excesivamente en el poder dominante de la tecnología como una amenaza total. Considerar Maquinal como un aparato podría desactivar este miedo a la interactividad, pasando del dispositivo rígido computacional del arte digital masivo, que moldea la subjetividad del espectador a través de una economía asimétrica y productivista, hacia otro dispositivo que propone, desde el encuentro azaroso, una actualización del modo de recepción de la imagen que se le presenta, promoviendo otro tipo de atenciones más diversas y orgánicas.

Otra similitud lejana entre artes digitales interactivas y la propuesta Maquinal sería el plano temporal que ambas proponen.

En las obras digitales observamos, además de una interacción entre espectadora y pieza, una sincronización visual y sonora, siendo este un recurso ampliamente utilizado. La relación entre sonido e imagen aparece pegada a un tiempo común, similar al momento del flash y el sonido del obturador al tomar una foto. Esta sincronicidad afirma una temporalidad alineada con una realidad cotidiana y cronológica, en la que nuestra experiencia de presente se da como un flujo lineal de acontecimientos. El presente a través de este efecto se convierte en un evento asible, una ilusión que nos impide acceder a la experiencia de otras temporalidades como la memoria, la imaginación o el sueño. Esta característica se encuentra de manera más explícita en la expresión “en tiempo real” usada en las artes digitales para definir la inmediatez de la experiencia interactiva y que, por definición, condena cualquier otro tipo de tiempo a la irrealidad. 

Sin embargo, en Maquinal observamos otra modalidad temporal diferente. La sincronicidad como unidad aparece a través del delay entre la imagen y el sonido, algo así como pasa con el relámpago y el trueno. Este destiempo surge de la relación que hay entre la grabación de campo que ambienta la exposición y las imágenes que se presentan en los reflejos del metacrilato. Vemos pasar una moto en el reflejo de la calle, pero no es hasta tiempo después que escuchamos el sonido de un motor; la voz nos habla de alguien que cruza de acera y recordamos que hace un rato que vimos esa misma imagen reflejada. La distribución no hegemónica del tiempo alienta una actualización especulativa constante que no promueve la verificación, haciéndonos dudar por ejemplo sobre el tiempo que ha pasado desde que entramos a la exposición, o detonando imaginaciones y memorias de eventos pasados. Este “no estar a tiempo” también abre un espacio de disponibilidad para el deseo de sincronicidad, que hace que el evento casual o azaroso constituyan un paisaje de posibilidad.

Tal y como sucede con el tiempo, las presencias en la sala también se organizan desde el desorden, obligando a quien asiste a este bosque espectral  a actualizar su posición constantemente para entender qué camino ha de tomar. La materialidad de las piezas alimenta este desorden desde la transparencia, que las hace aparecer y desaparecer dependiendo de la luz o la posición del visitante. Es curioso observar cómo la superficie brillante del metacrilato consigue anular la naturaleza invisible del material y cuestiona las posibles declinaciones de lo transparente, que autores como Byun Chul Han han destacado en sus obras. Para este autor, lo transparente aparece como la tendencia contemporánea hacia la visibilidad total y la ausencia de opacidad en muchos aspectos de la vida social, como la exposición en redes o la vigilancia digital. Chul Han argumenta que esta transparencia oculta formas más sutiles de control y dominación. Si para Chul Han lo contrario a transparencia es opacidad en Maquinal podemos pensar otro tipo de oposición basada en el reflejo del metacrilato, que ofrece una opacidad translúcida en forma de imagen distorsionada de la realidad.

Estas imágenes translúcidas hacen convivir dos estados de la realidad, uno estable y reconocible, que vemos a través del metacrilato, y otro virtual y grotesco, que se presenta a modo de los espejos del callejón del gato en los que Valle-Inclán se inspira para definir el esperpento en su obra Luces de Bohemia. El ojo está en dos lugares a la vez reconstruyendo la arquitectura, mediando entre estos dos mundos para entender cómo habitarlos. Esta visualidad cuántica está habilitada por el deseo de quien mira, haciendo surgir la posibilidad de un espejismo o el renderizado de una imagen dentro de una bola de cristal. Deseamos ver otro mundo desconfiando de la verdad del otro lado del metacrilato, aunque la realidad que se nos muestre no sea bella y organizada, podemos intuir que está más cerca del mundo en el que vivimos.

Las idas y venidas, los rayos de luz transformándose en el suelo, el sonido de todas las calles posibles, los reflejos de personas encima de las otras personas que visitan la exposición, los espectros y la posibilidad del acceso a otros mundos, pertenecen a un elaborado trabajo de amplificación de la experiencia. Sin embargo esta amplificación no se hace palpable hasta que asistimos a su negación en la sala contigua: atravesando una de las puertas se encuentra una sala completamente blanca, sin intervención sonora, con dos ventanas abiertas desde las que se puede ver el verde de los árboles moviéndose hacia el cielo. Aunque hay algunos metacrilatos en los poyetes de las ventanas, la atención ya no especula sobre su función en esta sala. Aquí todo es quietud y suspenso. La calle ha desaparecido, solo se oyen los pájaros y el viento. La luz ya no se cuela por rendijas, ahora es libre de rebotar en las paredes cegando de imprevisto a quien accede a su interior. Se trata de un momento de reconfiguración, un silencio, un volver a empezar. Para terminar de ver la exposición, tenemos que volver sobre nuestros pasos hacia la nave central. Al salir de esta sala, el espacio se ha vuelto a transformar de nuevo, como si alguien hubiera cambiado las cosas de sitio, o el momento del día fuera otro, o fuera otro día de la semana, o no estuviéramos en Barcelona.

Hay una luz blanca en el suelo que resplandece como un río. Se mueve con fluidez como un pez plateado que sigue mis pasos. Choca contra las piedras, se deshace en cuatro hilos luminosos y vuelve a formarse. Formas brillantes pixeladas en el suelo parecen querer emerger hacia arriba. Ondas se mezclan con geometrías. En esta mezcla las formas no quieren ser una sola, por eso se multiplican. El trozo que falta de una lo pone la otra. Todas se mueven con calidad oleosa, su parpadeo a veces las hace desaparecer. Hay otra luz blanca pegada al suelo que solo está para desvanecerse. Ver que existe es saber del tiempo. La luz se alarga y acorta como si tuviera vida. Resplandece muy bajito para no molestar a la vista. Cuando parece desaparecer, se forma en otro hueco para seguir existiendo. Nunca llega al final, siempre persiste en quedarse.

Salir de la Capella ahora para ir a trabajar, o ir a encontrarse con una amiga, o correr porque se llega tarde a una obra de teatro, o dar un paseo por la ciudad o a ir a tomar un café. Los coches te devuelven tu imagen deformada proyectada encima del que conduce. Y sonríes un poco, como si supieras algo que los demás no saben aún.

Jose

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