Sobre «el otro aquí», exposición de Valentina Alvarado Matos y Carlos Vásquez Méndez, hasta el 21 de abril en La Capella.
Entonces…
tú no inscribes más en la memoria
porque ya está allí,
toda blanca,
la pantalla blanca…
Jean Luc Godard,
frente a la pantalla en blanco
en Scénario du Film Passion
Dice el neurocientífico David Eagleman que si se representase con un solo fotón de luz todos los pulsos de intercambio neuronal necesario para, por ejemplo, procesar un recuerdo en nuestro cerebro, el resultado sería un haz de luz blanca de tal intensidad que nos cegaría.
Sabemos aún poco sobre cómo generamos los recuerdos: codificamos, almacenamos, recuperamos y modificamos. Recordamos en imágenes en movimiento pero nos resulta complicado describir esos recuerdos en términos cinematográficos. ¿A qué resolución recordamos? ¿Con qué encuadre? ¿Con qué profundidad de campo? Compartir un recuerdo se parece más a contar un sueño, es un proceso de traducción imaginal impregnada de emociones asociadas no visibles.
«Todo lo que pertenece al pasado necesita ser revivido, aclarado, para que no detenga nuestra vida.» escribía María Zambrano desde su exilio. Ella pensaba con Bergson que si la memoria es duración, el pasado se extiende, acumulándose en el presente. Zambrano iba más allá y proponía la no existencia del pasado, engullido por un presente cada vez más inmenso en su actualización de la memoria. Cuando pasado coincide con allí, la estrategia de hacer el pasado presente es traer el allí a aquí para que sean dos aquís, esa es la materia del recuerdo en la migración y el exilio (¿qué migración ahora no es exilio?). Pero el aclarado del pasado en el presente es un proceso cegador por acumulación; Zambrano llama al exiliado y por tanto también a ella misma “extravagante como un ciego sin norte, un ciego que se ha quedado sin vista por no tener a dónde ir”.
En una entrevista al músico Ray Charles al preguntarle si deseaba volver a ver (bonita pregunta para un ciego), contestaba que no especialmente, que ya había visto el sol, las estrellas, la luna y que ya había visto a su madre. Como si haber visto un día fuese suficiente para imprimir un recuerdo definitivo, indeleble, inalterable. Con la certeza del registro cinematográfico en un almacenaje cuidadoso libre de humedad, polvo y rascaduras. Hay en esa respuesta una austeridad de la memoria que nos impresiona en la era de la registrofagía.
«20%, incluso menos» me responden Valentina y Carlos cuando les pregunto sobre el porcentaje de imágenes. «el otro aquí» es sobre todo luz, luz blanca. Propone antes que cualquier otra cosa mirar las proyecciones como un acontecimiento lumínico en un blanco que siempre nos deja la duda de si es grado cero de la imagen o la acumulación de todo lo visible. Pero aquí la imagen es la excepción. La imagen es el acontecimiento. Andrea Soto Calderón siempre dice que en contra de lo que creemos en la actualidad hay muy pocas imágenes. Mucho ruido visual pero pocas imágenes de verdad. Hay una elección política en esa economía del 20%. La excepcionalidad les devuelve el peso necesario para recuperar la condición de imagen. Los fogonazos de materia visible entre blancos a los que asistimos en la exposición generan un ritmo no regular, asíncrono, mutable, que nos genera una tensión en la espera. Por fin, el deseo de imagen.
El verbo “asaltar” suele ir unido a la memoria; los recuerdos nos “asaltan”, nos sacuden de improviso. Observando los 16 loops que componen la muestra de Alvarado y Vásquez, pareciera que lo que está en permanente movimiento es el blanco y lo que se detiene como un relámpago es la imagen. El pasado como detención de la vida, Zambrano. Al revés que el animal paralizado en la carretera lo que nos deslumbra no es la luz blanca de los focos, sino la imagen. Lo que nos detiene es el asalto concreto de un recuerdo (paisajes sin cuerpo, cuerpo sin paisajes, paisaje interrumpido por cuerpo).
Y en el otro 80% restante, la pantalla se deja en blanco aquí también porque es abierta. A cruces, ritmos, ecos y coincidencias; el espacio en blanco es sumatorio en memoria compartida y esto es de nuevo una decisión política. Aquí la persistencia retiniana es un acto común y superpuesto. Blanco abierto a memoria sin autoría, a asaltos de instantes que no son nuestros y sí, porque todos tenemos una caja de herramientas que añoramos profundamente. Enyor, saudade, magua, guayabo. Las palabras que nombran la añoranza son precisas porque son líquidas. Como si siempre hubiera una frontera de aguas entre los aquís que nos conforman. Y «archipiélago» nombran las artistas al recorrido de islas/proyecciones que componen la muestra. Porque es en ese tránsito entre imágenes donde sucede la percepción.
Pasear entre las pantallas/luz de «el otro aquí» es como asistir en vivo al trabajo de una red neuronal centelleante. Es un espacio donde no se ve, sino que “sucede” el recuerdo. El lugar del acontecer de la memoria, el espacio no solo donde mostrar lo que fue allí, sino donde se performa el acto de recordar. Como aquellos Teatros de la Memoria, el intento renacentista de almacenar todo lo conocido en formato de imágenes y signos en un teatro físico, transitable, paseable. Teatros como «Theaters», la conocida serie de fotografías de Sugimoto tomadas en salas de cine que fueron teatros, donde el fotógrafo deja abierto el objetivo lo que dura la película y la pantalla resplandece blanca con la suma de los fotogramas. Es la síntesis aditiva, la que rige la luz y por tanto en el cine, allí donde la suma de todos los colores es igual a blanco.
Los que vuelven de la muerte hablan de una intensa luz blanca, más blanca que el blanco, dicen. Como la acumulación de todos los fotogramas de lo vivido: un autorretrato al modo de Hiroshi Sugimoto. Parece entonces que esa será nuestra última imagen, un haz cegador de luz blanca. La misma que centellea para Eagleman cuando activamos las neuronas que transforman imágenes en recuerdos, deseos en imágenes, allís en aquís. Los cuerpos que se desplazan son archivos móviles de aquís, también de imágenes, su escena es un archivo de memoria que gira en bucle. El espacio intervenido en luz de la Capella se parece ahora no solo al teatro de la memoria de nuestros cuerpos, la escena de todos los aquí posibles, sino a la secuencia de cómo aprendimos a recordarlos.
Marta Azparren
*Imágenes de Pep Herrero