Lear, reaparecer

Entras, confundes a un chico muy amable con el acomodador, te entrega un periódico y mientras lo lees en la butaca comprendes que era uno de los personajes: te está pidiendo que entres con él en la historia, que dejes fuera lo que ya no necesitas, al menos durante las tres horas que te esperan. Oyes pasar las hojas al resto de espectadores que van entrando y, de pronto, te das cuenta de que el silencio y el sonido del papel son suficientes. No hace falta nada más. Juntos estáis leyendo todas las palabras de Lear. Levantas la mirada. ¿Cuándo empieza? Solo pasas las páginas. Una y otra y otra más. La obra lleva tiempo empezando. Ya estás dentro. ‹‹Todo lo que veáis hacer sobre el escenario podéis hacerlo vosotros también››. Los actores rompen el periódico, lo hacen tiras, lo lanzan y cae como nieve en el suelo. Parpadeas. ¿Qué se supone que debo de hacer? ¿Lo rompo? Miras a los demás. Escuchas. Alguien ha sido el primero. Después otro chasquido. Otro más. Miras el tuyo, lo abres, dudas, lo cortas con los dedos, lo destrozas. Y lo tiras al escenario, lo lanzas al aire, te pones en pie y es como serpentina, una fiesta llena de palabras que son de Shakespeare, de Tuñón, de Gon Ramos, tuyas también. El suelo es una alfombra de frases, diálogos, monólogos desordenados. Como cortar la memoria, hacerla pedazos y recrearla desde cero. Tomar azarosamente los papelitos es comenzar una nueva historia, construirla, tratar de desgranarla para poder contar algo que se ha olvidado en mitad de muchas otras historias. Y los personajes te llaman, necesitan tu ayuda, ven, baja con nosotros y nosotras, vamos a bailar sobre nuestra memoria o desmemoria, a ver si juntos nos acordamos de algo. Sales de tu butaca, bajas, te sientas con ellos, hablas, te mueves, tratas de reunir lo poco que se te ocurre en el momento. Entonces te preguntan ‹‹En mi reino veo…, ¿qué?››. Dudas. ¿Cómo continuarlo? Te invito a que completes la frase como quieras. Dices, decís lo primero que os viene a la cabeza. ‹‹En mi reino veo una cabaña en el bosque››. ‹‹En mi reino veo una biblioteca infinita››. ‹‹En mi reino veo todas las palabras que hemos pisado››. ‹‹En mi reino veo todas las palabras de Shakespeare››. Y ahora dime, ‹‹¿cómo te llamarías?››. Solo se te ocurre dar tu nombre. ‹‹¿Así te llamarías en un reino inventado? Puedes elegir el que quieras››. La reina de Francia. Cupido. Cuquiquí. Sigues levantándote, protestas, vuelves al escenario, a la butaca, te dejas hacer. Una mano te toma por la cintura, ¿me dejas que te cubra los ojos? Voy a acompañarte (…) Voy a llevarte al borde (…) hará falta que te (…) en mí* Y poco a poco el papel deja de sonar. El ritmo se calma, hay algo de nostalgia en tu cuerpo, como si tuvieras que marcharte ya, no quieres, silencio. Muy despacio alguien reparte sobres arrugados. Los pasas hasta que te toca el tuyo. Piensas en la pregunta: ¿qué hago? ¿Lo abro? Pero ya a estas alturas sabes que no hay preguntas que valgan. Lo abres. Sabes que todo esto ha llegado a su término. Pero nadie se ha movido. Todos seguís ahí dentro. Los espectadores, los personajes y tú. En silencio. Lees: puedes tomarte todo el tiempo que quieras. Ponte en el sitio de la sala que te apetezca, puedes tumbarte incluso, cierra los ojos y escucha esta música, hay muchos matices (arrimas el oído, no oyes nada, recuerdas: ‹‹La música es el silencio entre las notas››).

Tu experiencia de Lear (Desaparecer) ha terminado aquí.

*Solo conservo esas palabras en los recortes de periódico que pude guardarme en el bolsillo antes de abandonar la sala y pasar de lo que ya había olvidado hacer a continuación.

Cuatro horas y no hay tiempo

Bajazet es una obra arrolladora donde dos textos separados por tres siglos dialogan desde el conflicto y la necesidad de provocar y aspaventar. Frank Castorf convierte el escenario en un espacio donde colisionan la búsqueda del poder y del amor, reinventando la estética, alternando la dramaturgia clásica con formas que podríamos calificar – a riesgo de desgastar el concepto – de posmodernas. Las proyecciones audiovisuales (con las que fue pionero) permiten la simultaneidad en escena: por un lado, está lo que ocurre a ojos del espectador y por otro, lo que sucede fuera del escenario o dentro de estructuras cerradas, a las que solo puede acceder una cámara que se ocupa de reproducir en pantalla la acción que no vemos. Además, hay alusiones directas al espectador para desmenuzar el tiempo con la sacudida del presente.

Los diálogos se entrecruzan, suenan voces remotas mezcladas con una jerga tremendamente actual porque el tiempo ha saltado por los aires: el presente, el pasado y el futuro se anulan, se vuelven poliédricos, se quiebran con la irrupción de vídeos proyectados en pantalla, escenas cotidianas, un humor cercano, hasta despedazar el tiempo, que colisiona y se dilata. Y luego llega esa necesidad de mirarlo tranquilamente, rendirse ante él y sentirlo durante las cuatro horas que dura la obra.

Si bien toda comparación es odiosa, hay algo que nos recuerda a la ingravidez de la compañía Peeping Tom, al desbordamiento de Angélica Liddell o al movimiento canallesco de Mammón. Un poco a la manera de este teatro más mezquino y desarraigado, aquí los personajes hablan y ríen y se enfadan y gritan por el puro placer de pasar el rato, mientras algo tormentoso les inquieta. Se niega la búsqueda ansiosa de camuflar el paso de los acontecimientos y se reta al espectador a vivirlos sin más distracciones que el propio tiempo.

Es en esa reivindicación y revolución contra toda forma manida donde la palabra deja de tener únicamente la función de comunicar, sino de perturbar, herir, desafiar su valor, llevar al que la escucha a otros lugares menos comunes, al límite, para reconsiderar el uso que hace uno mismo del lenguaje. Por eso hay silencios que incomodan, ruidos, conversaciones simultáneas. La lengua se ha roto. Ya no queda un orden lógico y coherente, solo el agotamiento de los cuerpos que buscan algo y no lo encuentran del todo, como boqueando en la orilla de una playa.

Esta atemporalidad oscila entre la palabra y el tiempo porque el conflicto es uno y siempre el mismo, recogido en distintos siglos. Ahora podemos mirarlos reunidos: la grieta, la pesadilla, la pasión, la neurosis y la lucha por acapararlo todo porque nada es suficiente. Una batalla que no acaba nunca. Es la guerra que idiotiza al ser humano. A Roxane, la protagonista, solo le falta el amor de un hombre que no le corresponde. No puede librarse de aquello que no tiene. Es la náusea de haberlo probado todo sin que nada la sacie. El vómito, la suciedad, la comida y la saliva construyen y destruyen el espacio. Las pasiones son la escenografía, caótica y enferma.

Y estar sentada en la butaca, esperando a que pase algo, a que alguien diga dónde empieza y termina la historia, solo inquieta y confunde y dan ganas de salir porque nada queda claro. Pero hay un momento de inflexión, una anagnórisis que llega tarde y nos toma desprevenidos. En este tiempo que nos hemos ido moviendo incómodos en la butaca, el texto ha vuelto la mirada hacia nosotros y ahora vemos cómo nos habla y nos dice que somos débiles, que nos aterra mirar cara a cara el desorden, el vacío y la soledad, y aguantarla y soportarla. Al entrar al teatro uno tiene la convicción y el temor de que va a hablar de verdad.

Estamos, en fin, ante una propuesta que, más allá de romper el horizonte de expectativas y burlar las formas normativas del teatro, muestra un mundo que se cae a pedazos, donde nadie sabe qué amar, no conoce el deseo, pero desesperadamente lo busca.

 

 

Carla M. Nyman