Sâlmon online_La T.V. y Háblame Cuerpo de Nazario Díaz por Lucho Moreno.
“Si buscamos nuestros cuerpos dentro de la casa, ¿dónde los encontramos? ¿En qué habitación? O para plantearlo de forma de adivinanza: ¿Cuál es la distancia máxima entre dos puntos en el interior del espacio doméstico?…” el horizonte semi pastoso de una cuasi simultaneidad sin barreras. Un ordenador conectado a la red no es una herramienta, como lo es un martillo, por mucho que nos permita resolver aveces problemas prácticos; tampoco es un territorio, por mucho que hayamos trasladado a su interior nuestras disputas y él mismo – sus redes inmateriales – esté en disputa, como lo están Gilbraltar o Las Malvinas.”
Ser o no ser un Cuerpo, Santiago Alba Rico.
Soy un mal televidente. Me aburro pronto. Le exijo bastante al aparato televisivo. Le pido que se posicione políticamente, por ejemplo. (Como si no lo hiciera). Transito mi relación con él desde la absoluta indiferencia hacia una insoportable molestia producto de su omnisciente presencia global y las detestables programaciones que opinan de todo y dirigen las opiniones de todxs, donde tampoco distinguen regiones, territorios o algo particular que identifique al respetable televidente. Obviamente, el problema pasa por la programación más que por el aparato en sí; pero más precisamente, esta sensación en mi, chata, está dada por lo que como experiencia supone: NADA. Sentarse a ver tele no es más que eso, sentarse a ver “la tele”. Igual que sentarse en el computador no es más que eso, sentarse frente al computador. Por más colores y destellos, y el hecho que esto implique una comunicación abierta, la verdad es que estar sentado frente al computador, es estar sentado frente al computador. Distinto es ir y prepararse un café, pan y huevos pal desayuno.
Es bastante obvia y típica la imagen de seres hipnotizados mirando tv, como en un proceso de vacío mental o algo así. Alienados ¿no? Ya, a estas alturas la imagen resulta caricaturesca… inverosímil de lo verosímil que es. En nuestro uso del computador heredamos esta relación que promete una interactividad que hará de ello una experiencia. Pues bien. Claro que la experiencia es la experiencia, la experiencia de estar sentado frente al computador como si estuviera accionando, pero no. Se configura una experiencia ¿pero cuál? Claro, que hay espacios en que sí, en que la relación con el computador y la tecnología implica actividad, aunque la mayoría de las veces, lo único que se produce es justo todo lo contrario: una interpasividad abrumadora. De ser espectador de una serie Netflix, pasamos a ser espectadores de la realidad política de propio territorio y de la usurpación así sin más de otros. Cuando me siento a ver una serie, si no me da risa la serie, no me preocupo, la serie se reirá por mí. Puedo atravesar una ciudad en caos matando gente, ocupando autos, matando incluso policías, todo sin moverme del sillón. También puedo tomar clases de inglés y aprender a cocinar. (Sobre esto leer Ser o no ser un cuerpo de Santiago Alba Rico).
Es innegable que la televisión ha sido el más influyente aparato de los desplegados y utilizados por el poder en la conformación de nuestra intimidad. Una intimidad creada para el espectáculo y el consumo. Proyecciones de nuestros deseos y nuestras necesidades que fueron configurándose históricamente con la aparición de la publicidad, la televisión y luego los medios tecnológicos, computadores, teléfonos e internet. Mucha de la violencia que habita como fantasma en el inconsciente de una comunidad y en cada uno de los habitantes de este territorio, ha sido instalada y autorizada por la gran circulación de imágenes cargadas de diversos tipos de violencia, autorizada por la propia circulación y lo que en su reiteración moldean.
“Estamos ahora inmersos en la representación. La distancia que permitía tomar conciencia de la ficción, se ha reducido drásticamente. Esto permite neutralizar las emociones dolorosas que experimentaríamos ante un hecho trágico si asistiésemos a él sin mediación y, consecuentemente, frenar los movimientos de rebeldía que nuestro rechazo pudiera generar. El peligro, el enorme peligro de la representación es que cualquier acontecimiento, sea éste de la naturaleza que sea, se recibe con una tasa de placer que viene a sumarse a la variante emocional que entra en juego. Ese es el poder de la ficción. Cuando asistimos a los acontecimientos como si fuesen un espectáculo porque se nos re-transmiten por los mismos canales y en el mismo formato que la ficción, nos llegan con ese plus de placer que caracteriza todo espectáculo. Los noticiarios se convierten entonces en capítulos de una serie televisiva y las historias de corrupción o el seguimiento del éxodo de las poblaciones, en sendos culebrones que se reanudan a diario a la hora prevista y que reconocemos por el titular “Crisis de refugiados”, “Ataques terroristas”, etcétera.”
Chantal Maillard, La razón estética, prólogo II edición, 2017.
11 mil kilómetros aproximadamente me separan del escenario de la obra que estoy viendo. 11 mil kilómetros que deberían ser suficiente para remarcar una diferencia territorial o al menos poder intuir que algo pasa allá y no aquí. Algo que no alcanzo a entender y que en ese no entendimiento cautiva mi atención por otra vía, sin que yo siquiera me entere de ser llevado por ese curso de lo que veo o a lo que asisto. La globalización parece ser otro de esos entes vivos que no requiere de nadie que lo ponga en funcionamiento. Algo que está ahí y sucede como consecuencia o como un devenir inevitable que simplemente avanza y se desarrolla. En algún punto, nuestros contextos, aunque globales, los lenguajes escénicos, aunque globales, son habitados por pulsiones de distinto orden, de particularidades locales. Lo político, inevitablemente se cuela o se ausenta según cuanto pulsa ese afuera, igual, pero diferente allá y acá.
Han pasado semanas desde el Festival Sâlmon (extrañamente el tiempo; en este tiempo extraño, lo lento, se hace rápido a veces o viceversa).
Vi dos obras completas, y a ratos, el resto de la programación del festival. Evidentemente no asisto a lo que ahí acontece, pero hay algo de eso que me toca, que me afecta. Ver la transmisión online del vivo de la obra me acerca afectivamente a lo que allá sucede. Es una información que asocio con el pasado, una especie de nostalgia, quizá, en el sentido de que algo de eso que hay en la pantalla es parte de un pasado que aún resuena en mí, más allá de ser ese festival en específico o esas personas, o, esas obras; que asocio con el hecho en sí de ir a un teatro a ver una obra en vivo o de que aún en este contexto global, gente de algún lugar, pueda ir al teatro y sentarse a ver una obra en vivo. Ese pasado y los afectos que me conectan con lo que allí sucede; la pantalla hace nítida en mí una mancha de experiencia inaccesible, que ahora toma forma. Es cierto, también, que podría estar viendo un registro de algo que ya sucedió, pero de todas maneras, asistir o saber que se está asistiendo al vivo hace diferente la experiencia.
Dos de las obras que vi por el streaming del festival, ya las había visto en vivo. Psycho en una sala de ensayo hace un año y Háblame cuerpo, varias veces desde el inicio de su proceso. Ambas obras las vi sin todo el “aparataje” que supone o transforma en espectáculo. Asistí a los dos trabajos en proceso, en la sala de ensayo, previo a lo que las definiría finalmente como obra escénica, a más de 11 mil kilómetros de lo que resultaría como transmisión por streaming. Reconozco que antes de ver esta versión en streaming no me había planteado lo visto como algo incompleto a lo que le faltase una capa técnica, por decirlo de alguna manera, pues me parecía que ambas obras, sobre todo Háblame cuerpo, se sostenían en ese vacío en exceso al que invita un cuerpo solo como espacio para la escena. (Lo que sería en palabras de Silvio Lang, “una puesta en cuerpo”).
Lo que puedo apreciar en Háblame cuerpo (y que me gusta, me mola, me atrapa, me interesa) es un transitar por el vacío de sentido que propone el hacer del cuerpo y el universo sonoro que va emergiendo durante la obra. El cuerpo suena y hace. Ambos materiales transitan por dos sentidos paralelamente, haciendo difícil reconocer la forma de alguno (palabra o gesto), pero que por instantes muy fugaces se juntan formando algo que la percepción pueda identificar, algo similar a una palabra acompañada por una imagen corporal, las cuales se transforman en las pistas de sentido del tránsito de la obra. El juego perceptivo que me propone la obra parece ser ese: ofrecer manchas sonoras y balbuceos corporales indescifrables, que en un instante conjugan ambos elementos: palabra + imagen corporal, y hacen sentido en mí. No tanto en el cuerpo de la escena, sino que en mí, que entre tanto, deambulo por otras dimensiones: las compras necesarias para mañana, qué hacer después al salir del teatro, las luces, la vida, etc. … todo este viaje que es la experiencia viva de la obra en vivo.
La obra me hace pensar en la fugacidad extrema del instante presente y las formas identificables que emergen en él como representación. El modo en que ya inasible se esfuma eso que era y como entonces el tiempo va avanzando sin sentido, mientras lo único que me retiene es la resonancia de la última figura que pude capturar. Presenciar la obra me sube a un vértigo del presente en dónde el cuerpo de Nazario resulta fundamental para intentar tomar ese pedazo de algo sonoro que adquiere sentido junto con la imagen que emerge. La palabra es un salvavidas en el vacío de lo que hay ahí.
La transmisión en vivo de esta obra hizo otra obra en mí. Resulta innecesario argumentar e insistir en el porqué el streaming no es la experiencia en sí y que la comparación entre una transmisión de una pieza escénica y la obra resulta imposible. No deja de llamar mi atención que el contexto pandemia haya hecho posible que el espectáculo sobreviva sin espectadores o la experiencia sin cuerpo o el mercado sin vida pública. Encuentros sin contacto. Pienso en espectáculo, porque lo que me llega de la transmisión es un espectáculo y justamente Háblame cuerpo al jugar con esa especie de vacío en la representación, se vacía también de espectáculo.
El streaming inevitablemente enmarca una perspectiva, me impone un recorte y un tiempo de lo que transcurre en escena. Las decisiones de transmisión no sólo hacen visible la obra, sino que también lo que comunica. Es un elemento más en la construcción de eso como un sentido y quizá como un discurso. En el Festival Sâlmon hay propuestas y hay riesgos. Hay un intento de hacer particular cada transmisión de cada obra. En los tiempos entre obras, aparece una escritura en vivo que ayuda a no perder el tiempo, a no tener que ver las cosas que suceden en el teatro real: cambios de escena, comienzos con retrasos, problemas técnicos, etc. Con unas letras grandes aparece un relato, que ahora, pasado el tiempo no recuerdo bien, pero que creo haber asumido como eso, algo más bien pasajero, ligero que lograba mantener mi atención en ese intermedio. Las letras blancas grandes que iban tapando lo que sucedía al fondo, me dicen algo sobre la razón puesta sobre algún tipo de contemplación posible. Como contraparte, la imagen que quedaba del oso en el río cazando salmones, desde mi perspectiva una genialidad, pues contenía bastante. Es curioso que lo humano haya hecho de la pesca un tiempo de ocio, mientras que para el oso es el modo de obtener alimento y sobrevivir.