César de Urbino, pequeño y ficticio reino italiano de Manos blancas no ofenden, una de las obras del ciclo italiano de Calderón, ha sido criado ajeno a sus atributos masculinos por una madre sobreprotectora, de modo que el chico, a su pesar, ha salido algo afeminado.
Lejos de traumarle, el príncipe sabe como sacarle partido a su tara, para colaborar en el enredo cortesano que se trama alrededor de su prima lejana, la condesa de Ursino. En un golpe de la fortuna, se viste de mujer y llega de ser la mejor amiga y confesora de su secreta amada, la condesa Serafina, y aprovecha para apoyarla en el litigio que ésta tiene con los variados pretendientes que la acosan como heredera del torno de Ursino. Y, como el roce hace …, las «amigas» se terminan por encariñar.
Para desenredar el nudo gordiano, durante una representación teatral palaciega, nuestro travestido se debe volver a travestir, esta vez de actor masculino (?), pirueta de la historia, la cual pretenderá utilizar para poder revelar su verdadera identidad.
Ocurre que a pesar de ser un hombre, disfrazado de hombre, nadie le cree y, siguen prefiriéndolo como personaje femenino y se ríen de ella considerándola una loca.
Nuestro héroe, desesperado ante la idea de quedarse atrapado por pícaro, en su papel ficticio, les reúne y les enseña a toda la corte, sus partes.
Anoche, lo vimos en el Teatro Pavón de Madrid.
D.