Lo que somos, el yo, nuestra existencia no es más que una construcción mental, a base de autoengaños para esconder miedos y traumas y alguna que otra adicción compulsiva.
Pero de vez en cuando, los traumas se resuelven de golpe, casi a la fuerza. En esos momentos clave, la vida se nos muestra como un espejo, deformado o no, y nos devuelve nuestra imagen patética, frágil y verdadera.
Dos películas que acabo de ver recientemente giran en cierta manera sobre esta idea. Antagónicas en su género, La Familia Savages es un drama cargado de humor negro, y Rebobine, por favor es pura comedia de humor amable. En ambas, vemos a gente que intenta escapar de una drepimente realidad al acecho, con fantasía, inevitable inmadurez y otras estrategias fallidas.
En ambas, también, se nos reconforta al final de la cinta: las dos redimen a sus héroes en la pantalla, personas normales incluso vulgares, demostrando que si bien podemos ser patéticos y torpes, que nuestra vida es absurda y a veces esperpéntica, nuestra existencia está construída sobre la memoria de lo que hemos sentido.
Nuestros sentimientos, sean los de unos hermanos que deben hacerse cargo de su anciano padre que les maltrató durante su infancia, o la de dos jóvenes chalados que construyen su realidad a base de escarbar en la memoria de las películas que vieron y que son tan suyas y tan reales como la vida misma, son confusos pero auténticos.
Y es esa capacidad de arrastrar el dolor y el amor en nuestra alma la que nos hace ser humanos.
D.