- Texto: Óscar Cornago.
- Fotografía: Javier Marquerie Bueno.
La Pradillo es una ficción colectiva, también, según dicen, una gran cagada. Aunque este término “ficción colectiva” resulta ya redundante, así como lo de cagada y grande; toda ficción es colectiva, a pesar de que la literatura y la historia nos hagan pensar que son resultado de un solo autor, y toda cagada aspira a una dimensión considerable, aunque prefiramos obviarla para no caer en la vulgaridad. También es posible dar la vuelta a la ecuación y afirmar que toda colectividad es una ficción, al menos el tipo de colectividades identificadas con esa idea tan manoseada de comunidad. Las comunidades como la de Pradillo y tantas otras convocadas desde un deseo de colectivo a través de los afectos generan espacios de placer, oportunidades de acción, intercambios y sensibilidades; con esas comunidades se discute de arte, se bebe y se come, se ríe y se folla, se llora y se odia, pero no sirven ni para solicitar una subvención ni asistir a una reunión ni hacer bien las cuentas o recoger la sala después de un bolo. No son efectivas para el trabajo, aunque indirectamente lo hagan soportable, lo alienten y hasta parezca que le dan un sentido. Detrás de estos espectros comunitarios siempre hay dos o tres personas que son las que hacen las cosas. Si queremos que una comunidad sea operativa a nivel laboral o a nivel de política oficial, hay que transformarla en asociación, plataforma, empresa o partido. Una cosa no excluye la otra. Parece que se puede ser hasta comunidad y Estado, al menos así lo decía Anderson en su estudio sobre la formación de los Estados nacionales Comunidades imaginadas.
Todas las comunidades son imaginarias, la de Pradillo no es una excepción. Ricardo Piglia nos da una versión más perversa de estas comunidades que compara con un estado mental, término que luego ha dado tanto juego. El estado mental es una realidad imaginaria creada por unos pocos, pero sostenida por muchos, como todas las ficciones que terminan teniendo credibilidad. Por comparación, la dimensión afectiva de las comunidades artísticas nos llevaría más bien a hablar de un estado anal, es decir, una dimensión imaginaria creada desde un delicado espacio de tránsito identificado con lo digestivo. También fue Piglia quien dijo que la desintegración es una de las formas persistentes de la verdad. No hay que tomar aquí la comparación por su lado soez, hacer una cagada, en sentido coloquial, tiene también algo de positivo, una cagada no es solo una cagada, sino que suele ser además una buena cagada. Es decir, no solo la jodimos, sino que la jodimos pero bien. Esto último nos salva, al menos algo se hizo bien, o como dicen los del L´Alakran en el fracaso está la solución. En la Pradillo se han hecho y se están haciendo muchas cosas bien, sobre todo muchas cosas que tienen que ver con ese tránsito afectivo-digestivo, muchas cosas que han alimentado a toda esa gente que más de una vez se lo ha pasado muy bien en la Pradillo, o antes de la Pradillo o después, o incluso durante. La obra no es cuestión baladí. En ocasiones esas noches parecen venir como un impulso a seguir festejando esa celebración colectiva de las debilidades humanas que es el teatro. La obra se proyecta más allá de la obra, o quizá solo sea la excusa, una excusa necesaria para que pasen otras cosas, y en la Pradillo han pasado muchas cosas antes, durante y después de las obras. Es un espacio que permite que el hecho artístico, a pesar de su tendencia inevitable a lo absoluto, se reconcilie con la terrenalidad que le da un sentido, con un contexto real y vivo, le abre un hueco en una historia, al menos hay una historia. La Pradillo, entre otras cosas, tiene eso, una historia, y no me refiero a un relato que trata de reducir lo que pasó entre un principio y un final, sino de todo lo que queda entre medias, lo que sostiene y alimenta esa historia y lo que nunca saldrá en ella. En ese medio informe de cosas que están pasando y se nos escapan descansa la fuerza oculta de una historia, la potencia de una ficción colectiva. Lo vimos con el Alakrán y esa recuperación de los orígenes de la que nos hablaban a raíz de su actuación ahora en la Pradillo y con tantas otras obras; pasar por la Pradillo es confrontarse con esa historia, una forma de entender y entendernos a través de la escena, un espacio que no ha dejado de cambiar y sigue cambiando. Esto no solo es cuestión de mucho o poco público, sino de una cierta solera, no es cuestión de cantidad, sino de cualidad de un espacio de gente conectadas por el estómago, aunque a veces duela, es cuestión de un estado más anal que mental, y eso siempre ha favorecido el teatro.
Puede que esta digresión parezca excesiva para hablar del trabajo que la semana pasada presentó Nyamnyam, Comida, pero ciertamente no lo es. Allí estuvimos todos los que estábamos, bebiendo, comiendo, charlando, bailando o jugando (a mí me tocó el día de los niños), mientras que hacíamos como si hojeábamos unos cincuenta libros que se habían traído Iñaki Alvárez y Ariadna Rodríguez de su casa y que habían colocando de uno en uno a lo largo de una mesa, o mientras refrescábamos la memoria con los títulos de las obras que han pasado por la Pradillo en los últimos años y que se proyectaban al fondo, o escuchábamos las grabaciones con historias raras o momentos de subidón de la Pradillo, o tratábamos de llenar una vez más el cuenco con comida o beber del porrón sin mancharnos. Todo junto y al mismo tiempo, el estado mental y el estado anal, los libros y la comida, el recuerdo y los afectos, el pasado de ese espacio y su presente. El domingo a medio día no había mucha gente, la mitad habituales, la otra mitad quizá familiares que aprovecharon para venir con los niños, y me gustó que me dejaran un espacio en medio de ese lío de obras y libros y pasados que no se sabe si van a algún sitio. Tras un amago de construcción de la caja escénica, con el público sentado, una luz cenital iluminando la nevera con las bebidas y una proyección que decía “COMIDA y bebida para todos”, finalmente se levanta alguien (yo hubiera mantenido un rato más la tensión) y coge una cerveza, y tras él el resto con un suspiro de alivio por la disolución del momento. Ahí se empiezan a mover las gradas, preparar la mesa en el centro, colocar los libros, ponerle a cada uno una hoja con el título de esas obras, los niños montando su fiesta, los demás intentándolo mientras rescatábamos de la memoria obras y libros, algunos bien conocidos, otros solo de oídas, otros totalmente desconocidos, la enciclopedia cultural y artística de una generación; en otro espacio o con creadores distintos los títulos hubieran sido otros, pero comparables, un montón de obras escénicas que ha visto poca gente y con frecuencia siempre los mismos, un montón de libros que habrán leído muchos más, en todo caso otra minoría, otra comunidad imaginaría, más grande pero da lo mismo, otro estado posiblemente más mental, y aquí sí salen perdiendo. Las cagadas hay que vivirlas, y qué sería de Madrid, qué hubiera sido de muchos de los que estábamos allí o no estaban pero podrían haber estado, si no tuviéramos ese agujero negro para ir a despotricar del teatro, ver obras, encontrarse con la gente y discutir de qué iba lo que acabábamos de ver. Siendo generosos más de la mitad de esas obras no se hubieran hecho o no hubieran pasado por Madrid sin un espacio como la Pradillo, ni antes ni después de Carmena. Pero no solo es cuestión de más o menos obras, en torno a estas se genera una producción cultural, crítica y afectiva que funciona como horizonte de identificación y rechazo para seguir pensándonos a través de las prácticas artísticas. Es un punto de referencia vivo en el mapa cultural y artístico de este país.
En el trabajo de Nyamnyam decidir de qué iba es fácil, iba de nosotros, los que estábamos ahí en ese momento, unos más atravesados por esos títulos rescatados del pasado, a otros les sonaría a chino, en cualquier caso ahí estábamos los que estábamos y a nosotros nos tocaba decidir, caso de que quisiéramos meterle cabeza además de estómago, si aquello tenía algún sentido o era una pérdida de tiempo; para los que conocíamos de cerca muchas de esas obras y las referencias que se hacían en las grabaciones, era fácil transpolar la pregunta sobre el sentido de la obra a toda la Pradillo, ¿ha tenido algún sentido toda esta aventura o ha sido solamente una pérdida de tiempo, un proyecto tan dado por otra parte a eso de la bebida (hubo una época en que a la gente se le olvidaba hasta pagarla) y la comida —¿hay algún teatro que pueda llevar este nombre con la deshonra que merece donde no se termine comiendo y bebiendo como un modo de solucionar el mundo?—. ¿Aparte de activar el estado anal, de encontrarnos y reconocernos, seducirnos y odiarnos, aparte de todo lo que pasa por el estómago, y te lo deja encogido, te lo suelta o te lo expande, tiene todo esto otro sentido? Está claro que ha tenido muchos, pero esto ya, como en la obra de Nyamnyam, que lo decida cada uno, que cada uno se haga cargo de su obra, de su lugar en la fiesta. Yo, personalmente, el día que vi el trabajo volvía de Cuenca, y todavía con la resaca de La situación, agradecí que nadie me dijera para donde tenía que mirar, ni lo que había que hacer, ni cuánto tiempo había que estar en un sitio y cuándo había que ir a otro, ni tampoco si aquello tenía que tener mucho sentido o poco o ninguno, me bastó con estar una vez más en ese agujero negro, con las puertas cerradas (un domingo a medio día con el solecito de otoño y las puertas abiertas no hubiéramos durado mucho), y con toda esa mochila de obras, libros y pasados a cuesta, todo eso bastó para sentir aquello de que en la desintegración se esconde la verdad en su máxima persistencia. Y no digo esto porque a la Pradillo le vaya a impactar un misil, sino porque desintegrándose e integrándose, en esa cuerda floja, está todo lo que está vivo, y en ese sentido podemos decir que la Pradillo, efectivamente, está muy viva, justamente porque da la impresión de colgar de un hilo, de no ser más que el ensueño de una imaginación colectiva, una ficción más de esa máquina de hacer ficciones que es cualquier agujero negro. Uno terminaría concluyendo que las historias –y perdón por la grosería- se hacen con el culo, por eso siempre huelen tan mal, el único consuelo que nos queda es que efectivamente haya sido una buena cagada, y ahí parece que sí han estado a la altura.
Si la obra se hubiera cerrado reconstruyendo otra vez la caja escénica, es decir, sentando al público nuevamente en las gradas para contemplar en silencio el estado en el que quedaba la escena con los restos de comidas, bebidas y plantas aromáticas entre los libros, vasos y botellas, y en ese momento en lugar de los títulos de las obras hubieran empezado a aparecer las cuentas de cada mes, hubiéramos tenido una alegoría perfecta que condensaría toda una historia. Ciertamente en la Pradillo no solo es un lugar de encuentro, obras y fiestas, también están los que, supongo que acordándose de la bendita comunidad, se hacen cargo cada semana del trabajo que no se resuelve solo con afectos y buen rollo; que conste que a día de hoy nadie cobra en la Pradillo. En este espacio no solo hay obras, también hay números, no solo hay criterios artísticos, también decisiones económicas que hay que tomar delante de un callejón al que no se le ve salida. En un artículo ya clásico Claire Bishop arremete contra la famosa estética relacional de Bourriaud y ese tipo trabajos que el crítico francés coloca en el pódium de la modernidad para terminar llevándose la medalla él como curador, trabajos que consisten en provocar un encuentro en el que se termina encontrando gente que ya se conocía para hacer lo que hacen habitualmente, conversar un rato, tomar una cerveza o comer algo. Esta ausencia de conflicto, de fisuras o tensión, es el argumento que Markus Miessen retoma en La pesadilla de la participación para ahondar en la crítica de un tipo de participación que se exhibe como tal, pero que no genera nada que no esté dentro de lo previsible. El conflicto que recorre la Comida, además de la batalla campal que terminaron montando los niños defraudados por un teatro en el que no había nada que ver, es el provocado por el peso de un pasado de obras, acciones e imágenes, pero también de cuentas que no cuadran porque no pueden cuadrar, de responsabilidades y deberes difíciles de asumir—si en lugar de títulos se hubieran proyectados las cuentas mes a mes esto se vería claro como el agua, ¿por qué las obras no hablan de lo que valen, ni los espacios de lo que cuestan?—; confrontar ese horizonte con la fragilidad del presente de una tarde de domingo, a una semana del comienzo de una nueva legislatura del PP, te hace sentir que lo que quiera que sea esa obra o esa historia no hay más remedio que sostenerla por nosotros mismos, porque ni la una ni la otra dan más de sí, y nadie va a venir a contarnos lo que nos está pasando. Nyamnyam te regala eso, todo y nada; un grupo de personas rodeadas por un pasado de libros y arte, saberes y sabores con los que pareciera que no sabemos qué hacer aparte de deleitarnos el paladar. De esa forma anodina y aparentemente insustancial se hacen los momentos, se tejen comunidades y se sostienen ficciones en las que ni uno mismo seguiría creyendo si no fuera por esos mismos momentos de estar haciendo y no hacer nada, de estar siendo parte sin moverse del sitio, de estar cagando y verlo todo claro, muy claro, esa claridad que dura solo un instante de gloria y alivio.
El arte, dijo, es parte de la historia particular mucho antes que de la historia del arte propiamente dicha. El arte, dijo, es la historia particular. Es la única historia particular posible. Es la historia particular y es al mismo tiempo la matriz de la historia particular. ¿Y qué es la matriz de la historia particular?, dije. Acto seguido pensé que me respondería: el arte. Y también pensé, y ese fue un pensamiento afable, que ya estábamos borrachos y que era hora de volver a casa. Pero mi amigo dijo: la matriz de la historia particular es la historia secreta.
Gracias a Mar, a Roberto, a Antón, a Fer, a Paulina, a Javi, a Getse, a…