El no ser es real y no hay otra cosa; el Ser es real y no hay nada más” (Las contemplaciones de los misterios, de Ibn Al’Arabi)
La poesía como práctica sensible, ya sea desde lo cotidiano como en el arte, ha sido un medio para enriquecer el espíritu del hombre, y en consecuencia, sustrato de una ética que puede mantener en equilibrio la relación entre lo colectivo y el individuo, entre lo privado y lo político, entre el cuerpo y lo social. Reivindicar su presencia para potenciar la capacidad del espíritu, entendido como el componente sensible e intangible de los cuerpos, supone un acto político que resiste a su propia devaluación.
En la era de los medias, de la conectividad tecnologizada, del gran hermano, de las crisis económicas y el deterioro de la trama social ¿qué lugar ocupa la poesía? ¿Dónde se encuentra como práctica, como hecho no mediatizado por una editorial? ¿Seríamos capaces de reconocer un acto poético si lo viésemos? ¿Podríamos explicarlo? ¿Podríamos aplicarlo a nuestra cotidianeidad o se quedaría como un hecho aislado? ¿Yo puedo crear poesía, realizar un acto poético? ¿O es acaso prerrogativa de unos pocos? ¿Es mi intimidad una poética? ¿Mi dimensión pública puede ser considerad como un acto poético? ¿La poesía necesita mediadores o cada uno somos vehículo de ella? ¿La poesía se aprende? ¿Cómo? ¿Dónde comienza la poesía y dónde termina?
Es bien conocido el enunciado de Adorno “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Entre otras cosas, quiere decir que hay un tiempo para la poesía. Que ese tiempo ha sido o será. Quiere decir también que hay tiempos en los que el espíritu del hombre no ha tenido ni tendrá valor, que no tiene precio de compra y venta, por lo que no se comercian poesías ni espíritus. Quiere decir que lo que no es rentable en los mercados puede ser eliminado de lo social por su inutilidad. Quiere decir fragilidad y exterminio. Quiere decir que existe una relación en la que podemos tirar una línea y unir poesía, espiritualidad y sociedad con un gesto y su opuesto.
Todas esas preguntas y esos pensamientos tenía, mientras contemplaba el rostro proyectado de Ziad Chakaroun y escuchaba su voz que, cadenciosamente, relataba un diálogo de hermosa y enigmática poética, sobre el ser y el conocimiento. Esta invitación de Fernando Renjifo me llevó a un tiempo suspendido en la imagen de un desierto, un desierto metafísico, espacio prácticamente erradicado de nuestras occidentales posibilidades, recreado al interior de la caja negra de Pradillo, con delicadeza y sin desestimar la capacidad del espectador de entrar en ese espacio y tiempo.