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Años 90, nacimos para ser estrellas
por Elena López Riera
Ayer, cuando salimos del teatro me preguntaste ¿Si hubieras podido elegir que no cayeran las torres gemelas, habrías detenido los aviones? Me callé porque los dos sabemos, que el final de los siglos no se puede elegir, y porque ese día comprendimos, que ya teníamos memoria.
Minutos antes de que empezara Años 90. Nacimos para ser estrellas, una pantalla anunció un trayecto en la máquina del tiempo. Dijo que nuestros ojos se abrirían después de 6 años y que podrías verte pensando como pensabas, bailando como bailabas, amando otra vez y para siempre, pero siempre mal, siempre a la misma persona. Dejándote querer peor aún. Hablaban entre ellos, de cosas suyas, pero hablaban mirándonos a los ojos, y yo creí de nuevo que hablaban sólo de nosotros y de nadie más.
Dos chicas, dos chicos, dos chico-chicas, qué más da. Dijeron llamarse Itsaso y Violeta, arrancaron el viaje a hostia limpia, sin piedad con ellos ni con nadie. Obligándonos a mirar lo qué éramos y en lo que nos hemos convertido. Recordándonos que nacimos para ser estrellas, recordándonos un tiempo en el que podíamos permitirnos pensar en imágenes pop como el espacio, las noches inconmensurables, las estrellas de rock. Cuando fuimos, por un breve espacio de tiempo, luminosos. Supernovas.
«Una supernova es una explosión estelar que puede manifestarse de forma muy notable, incluso a simple vista, en lugares de la esfera celeste donde antes no se había detectado nada. Las supernovas producen destellos de luz intensísimos que pueden durar desde varias semanas a varios meses. Posteriormente su brillo decrece de forma más o menos suave hasta desaparecer completamente». Esto me explicaste uno de aquéllos días, después de ver esa película del director húngaro que ayer La tristura convocaba, proyectando en una pantalla esta secuencia como si fuera un espejo. Y el cine, dijo Itsaso, nos apartó de la vida.
Anoche no fue el 25 de Enero del 2014, sino una de esas noches crueles, amarillas y ominosas en las que se formulan los actos de juventud, los atentados. En las que una estrella no es más que el reflejo de la luz que emite muchos años después de su desaparición. Esos años, ya sabes, en los que también llegamos a una capital cualquiera pensando que allí podríamos hablar con gente, encarnando el futuro que otros habían inventado para nosotros y que nunca se cumpliría. Aguantamos como pudimos la versión de Que no sea Kang por favor, desgañitada, a capela, que las chicas-chico cantaron para nosotros. Y todos pensamos que éramos ese alguien del futuro que algún día, como el de ayer, venía para escuchar aquéllo. Pero no pudimos salvar a nadie, porque claro, quisimos salvarnos a nosotros primeros. Comernos los unos a los otros, salpimentar nuestras heridas, arrancarnos la carne a dentellada seca. Los malos, como siempre, siguieron venciendo.
Y entonces, destellos de recuerdos en la televisión y canciones de ésas que a la gente ya no le gustan, que los amigos de mi hermano pequeño ni siquiera conocen. The Verve, Radiohead, Los planetas, Nacho Vegas, Kurt Cobain. Y ya lo he vuelto hacer, joder. Pensar que aquéllos que vimos anoche éramos nosotros, porque los siglos nos pertenecen. A nosotros y a nadie más. Y naranjito y la victoria socialista. Y mi padre leyendo Diario 16 y la imagen verde y titileante de un muro que caía a cachos y que queríamos romper porque éramos niños y ya queríamos romperlo todo. Y murales en las clases de prescolar y de EGB de una nueva España descrita en círculos concéntricos y números y conjuntos. Y bollicaos. Y la muerte de un gitano que se llamaba Camarón.
Hasta que llegamos a las imágenes de gente que se precipitaba a un vacío inconmensurable en Manhattan del 2001. Y mientras los otros caían, fuimos por fin, estrellas. Fue una tarde gloriosa porque el mundo, la historia y el siglo, de repente y para siempre, nos pertenecía. Porque nosotros habíamos sido elegidos para ser testigos de la catástrofe, porque habíamos nacido para triunfar. Y después vino la noche de anoche, como si en el medio no hubiera pasado nada más que eso que ya no podemos contar. Que habremos olvidado. Que callaremos para siempre.
En 1990, Hervé Guibert escribió un libro titulado: Al amigo que no me salvó la vida (À l’ami qui ne m’a pas sauvé la vie). En él, hablaba de promesas, de futuros asfixiados por una circunstancia histórica. De familia, de amantes, de amigos. Del sida. De la amistad seropositiva y latente que puede estallar en cualquier momento arrasándolo todo, incluso la vida. Ayer La tristura gritó de rabia (no el sentimiento sino la enfermedad de los perros). Gritó que habíamos sido capaces de superar a los fascistas, a los países, a todas las catástrofe, al asesinato de Lorca, al de Pasolini, a nuestro deseo de trascender, de ser estrellas, de querer revolucionarlo todo. A nuestro empeño por desear revolución.
Que pudimos superarlo todo o casi todo, y entonces… Entonces ¿qué es un virus para nosotros?
Quise agarrarte la mano muy fuerte, más fuerte que nunca y lo hice. Y te pedí que me dijeras que todo iba a salir bien, que saldríamos allí igual de amnésicos y de miopes que habíamos entrado. Pero entonces dime ¿Podremos también superar un virus como el nuestro, que está tan profundamente inoculado en la historia? ¿De verdad, tenemos cura, ahora que ya no somos pop, ni jóvenes, ahora que sabemos que nunca fuimos tan guapos como los demás, ahora que ya nunca seremos estrellas?
Callaste. Y anoche comprendí que ya no puedes agarrarme la mano por vergüenza, porque sabemos que ninguno de nosotros cumplió la promesa que hicimos cuando quisimos salir corriendo y destruirlo todo, que ninguno de nosotros fue capaz de ir a la guerra. Que nos conformamos con contemplar las catástrofes ajenas desde la televisión, con soñar los conflictos de los otros. Y que no, ninguno fue capaz de practicar el terrorismo como la única forma de vida posible.
Cuando salimos no pudimos hacer otra cosa que bailar las canciones que ya nadie sabe bailar. Por ese amigo que no nos salvó la vida, por la catástrofe que nos embelesa cada vez que encendemos la televisión, por las estrellas muertas que siguen emitiendo luz, por los planetas, por la cobardía, por todas las películas.
Bailamos como bailaban las chicas-chico en medio de un bosque, en un beso infinito que anoche besamos, todos los que soñamos en los noventa. Bailamos porque no sabemos hacer otra cosa cuando nos asalta el pánico, bailamos por nosotros y también por los mediocres. Bailamos porque ya nunca seremos estrellas.