Correspondencias alrededor de una obstinada célula del corazón # 7

DIÁLOGOS SOBRE EL COLOR III

La Una y La Otra siguieron sus caminos. Cada cual se dejó llevar por sus propias preguntas pensando que quizás esto les separaría. Pero, para su sorpresa, se volvieron a encontrar en el azul. Todo comenzó cuando La Una descubrió que el nuevo color tenía que ver con la falta de oxígeno, un fenómeno que se denomina «cianosis». El «cian» no es otra cosa que un tono de azul muy profundo. La Una se dio cuenta de que «cuando predomina la hemoglobina sin oxígeno, cuando nos falta oxígeno en alguna parte, percibimos un color azulado a través de la piel aunque la sangre sigue siendo rojo oscuro». Pero, ¿por qué se ve la piel azul si la sangre siempre es roja?

PIETÁ CARRACCIY en la respuesta llegó la revelación: «dicen que las propiedades ópticas de la piel distorsionan el color rojo oscuro de la sangre para que parezca azulada, en un proceso similar al de «radiación difusa» que hace que veamos el cielo azul. Azul y escarlata se vuelven pigmentos opuestos. Lo que me parece impresionante de esta movida es como color y función biológica están profundamente unidas y a su vez están profundamente ligadas a la luz y al oxígeno». Al leer esto, La Otra salió disparada a Viena y se metió como loca en el Kunsthistorisches Museum. Sabía que allí encontraría la demostración más bella de la oposición del azul de la muerte y el rojo de la vida en la pietá que Annibale Carracci pintó sobre una plancha de cobre hacia 1603. La obra está colgada en una de esas típicas salita-pasillo que utilizan en los grandes museos para amontonar los cuadros pequeños. Pared de terciopelo rojo granate. El formato alargado y el hecho de que esté pintado sobre cobre hace que la pintura tenga un brillo alucinante. Y las llagas son azules. Como si la sangre se hubiera desparramado por la pared y la escena dentro del cuadro se hubiera quedado sin posibilidad de rojo. El azul y las aristas cortantes de la losa sobre la que se vencen los cuerpos blandos. El azul del manto de María y el cuerpo azulado de Cristo muerto. Agua. Es una fuente. Y la losa implacable.

Ante aquella imagen, las Dos entendieron que el azul era el color de la horizontal. El cuerpo se hace objeto en el azul. El cuerpo muerto y azulado se posa sobre la tierra y se convierte en algo mineral, en una realidad material pesada y contundente. Aristas cortantes como las de la otra pietá que Annibale Carracci pintó unos pocos años antes y que ahora está en Capodimonte (Nápoles). Entonces, llegó el momento de volver a casa. Los tesoros del Prado esperaban ya impacientes.

ROMA NAPOLES JULIO 08 286

Jaime Conde-Salazar

De Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera

Correspondencias alrededor de una obstinada célula del corazón # 6

DIÁLOGOS SOBRE EL COLOR II

Como seguramente era inevitable, en su viaje juntas, La Una y La Otra llegaron a la cuestión de la luz. El color de la muerte tenía que ver con la luz y con cómo ésta se comportaba al encontrarse con los tejidos y fluidos orgánicos. La Una aprendió algo maravilloso: la sangre pesa y está sometida a la gravedad como cualquier otra realidad física. “Hay un principio mecánico que sucede en la sangre y que es el causante del casi inmediato cambio de color entre lo vivo (lo latiente) y lo muerto y que tiene que ver con ese impulso mecánico que proporciona el corazón al latir y que se llama «livor mortis»: la hemoglobina, una proteína roja de la sangre, se precipita bajo la fuerza de la gravedad una vez que el corazón no la impulsa y, como todo en el cuerpo muerto, tiende a yacer, la razón es mecánica es el componente más pesado de la sangre”. Abandonada a su propio peso, sin nada que la ponga en movimiento, la sangre yace con el resto del cuerpo muerto, dentro de las venas. Y eso es lo que hace que la luz cambie y se comporte de otra manera dando paso a otros colores. “Quizá ese color de muerte -comenzó a sospechar La Una- es un color al que le faltan todos los rojos y el rojo de la hemoglobina el color de la vida”.

La Otra necesitó un tiempo para responder porque nunca se había parado a pensar en el cadáver como un objeto físico. Hasta entonces para ella, el cuerpo sin vida había sido algo así como el lugar de la tragedia y la tragedia lo absorbía todo. Pero, a partir de los pensamientos de La Una, La Otra se quedó pegada a lo que pasaba en sus ojos y empezó a formular preguntas encadenadas. “Quizás ese proceso hacia el gris-azul que realiza el cuerpo tras la expiración, es un proceso de pérdida de luz. Si esto fuera así, entonces podríamos pensar que la vida-alma tiene algo que ver con lo lumínico… si es que no es lo mismo!! ¿Será que en lo luminoso se debate lo anímico? ¿o que lo anímico se debate en lo luminoso? ¿Qué es eso de que el cuerpo tenga un color? ¿Cómo un cuerpo de carne puede tener luz? Es un fenómeno de la piel que actúa como superficie reflectante… ¿o es algo más? ”.

Las dos comenzaron a imaginar la hemoglobina precipitándose dentro de las venas. En ese mínimo trayecto hacia la postura yaciente de las células, se producía el fenómeno de gradación lumínica que va del rojo al azul y en el que la carne pasa de la vida a la muerte. Habían encontrado el camino a seguir, el hilito del que tirar.

Manet

Cristo muerto con dos ángeles, de Édouard Manet (1864)
Las manos de Cristo con sus llagas secas, sangre que no corre, hemoglobina precipitada.

Jaime Conde-Salazar

 De Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera

Correspondencias alrededor de una célula obstinada del corazón # 4

La correspondencia que he mantenido con Jaime Conde-Salazar durante el proceso de creación de Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera, ha girado alrededor de la imagen, de los colores de la vida y de la muerte, de la sangre, de la luz, de la pintura. Pasado un tiempo él me la está devolviendo convertida en una narración que podríamos titular “Las cartas de La Una y La Otra”.

Aquí va la primera entrega

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DIÁLOGOS SOBRE EL COLOR I

Todo comenzó con una coincidencia: estando en dos lugares distintos, las dos llegamos al mismo tiempo a la misma imagen del misterioso pintor veneciano Giovanni Bellini (1433-1516). La Una perseguía los orígenes de la pintura moderna: Giotto, Masaccio, Fra Angelico… Y La Otra estaba en Milán donde había tenido la fortuna de encontrarse en la Pinacoteca Brera con la exposición dedicada a Bellini y al nacimiento de la imagen de devoción humanista. La imagen en la que tuvo lugar el encuentro muestra el cuerpo muerto de Cristo erguido sostenido por la Virgen y San Juan. La Una dio con un dibujo preparatorio, La Otra con el cuadro.

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El cuerpo de Cristo muerto se convierte en el paradigma del cadáver. En vez de mostrarse un cuerpo muerto tumbado, abandonado al peso, entregado a la horizontal, aparece erguido. Cuerpo muerto en postura de cuerpo vivo. De esta forma se convierte en objeto de contemplación como si la posibilidad misma de que ese cuerpo fuera una imagen pusiera en cuestión la propia idea de lo vivo y lo muerto.

La pintura hace evidente la cuestión: la clave está en el color, en la diferencia entre el color del cuerpo vivo y del muerto. A veces veo que lo que los separa es un matiz de temperatura, pero en otros cuadros los colores son tan diferentes que parecen cuerpos de naturaleza distinta, esas veces me parece que esas imagines se vuelven un vánitas, una forma de decirte: hoy sonrosado, mañana gris.

DetalleEl del muerto es un color con muchos matices. Aquella noche/mañana que La Una pasó junto al cuerpo de su padre, se dio cuenta de que el color fuera lo más cambiante de la muerte, lo que la delataba y lo que delataba cada uno de sus estados. Eso estaba en todas las representaciones de la muerte que vio en aquellos días de viaje por Italia.

Al volver a casa, las dos se dieron cuenta que la imagen de Bellini les había hecho pensar en el maravilloso cuadro de Antonello da Messina (1430-1479) que se conserva en el Museo del Prado. Aquello era una señal: el siguiente encuentro tendría lugar frente a aquella imagen.

MILÁN 042Jaime Conde-Salazar

Correspondencias alrededor de una célula obstinada del corazón # 1

En el proceso de creación de Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera me acompañan Jaime Conde-Salazar, Oscar Dasí, Cristóbal Pera y Carlos Marquerie. Con cada uno de ellos he mantenido un diálogo diferente, algunos se han producido cara a cara y otros en la distancia, las voces de todos ellos han ido dirigiendo los pasos de este trabajo. Nos ha parecido bueno desvelar algunas de estas correspondencias a la vez que vamos dando los últimos pasos de este proceso.

Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera es una aproximación al latido y a su ausencia, es una aproximación a lo vivo y a lo muerto.

Gracias a los cuatro.

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Oscar Dasí me ha mandado una pequeña serie de postales a modo de respuestas a los diálogos que hemos mantenido en sala de trabajo. Aquí va la primera postal que Oscar encabeza así: un encuentro con el cuerpo (o la imagen) que ya no soy.

Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera

Imagen: latido de células aisladas del corazón. Cortesía de Cristóbal Pera.

 

Este texto lo leí en Pradillo en el mes de diciembre de 2013 dentro del ciclo La música en la escena que construyeron Claudia Faci y el Colectivo maDam. Lo cuelgo ahora en el blog de Pradillo, porque lo considero el primer paso del proceso en el que ando metida y que desembocará en el estreno en Teatro Pradillo, en octubre de 2014, de la obra Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera. Me gustaría ir reflejando aquí lo que se va produciendo en este camino. Gracias a Claudia y a maDam.

SOY UNA OBSTINADA CÉLULA DEL CORAZÓN
Y NO DEJARÉ DE CONTRAERME HASTA QUE ME MUERA

PENSAMIENTOS DE UNA BAILARINA QUE COMPRENDIÓ EL RITMO
CUANDO MIRÓ UN CADÁVER

La desaparición del ritmo es la muerte. Yo me di cuenta de esto mirando un cadáver, mirando un cuerpo en el que el latido ya no existía. Desde que lo vi con mis ojos de bailarina romántica que nunca hizo caso al ritmo, le tengo mucho respeto. Desde que vi la ausencia de todo ritmo dibujado en el cadáver quiero acercarme al ritmo, quiero entenderlo y quiero entregarle mi cuerpo y mis movimientos para que los siga bañando en la vida.

Por eso quiero ser una obstinada célula del corazón y no parar de contraerme con un ritmo sostenido.

Nunca le hice mucho caso al ritmo porque me lo enseñaron mal, me enseñaron a contarlo antes que a habitarlo. Los bailarines, bailábamos en frases de ocho tiempos, en las que al final todo debía equilibrarse. Era imposible dudar, era imposible el conflicto, era imposible, incluso, que se te fuera la olla de dominio y de placer, todo acababa con el numero 8. El ritmo era aquello que nos daba la sensación de controlar el tiempo, podíamos movernos y contar a la vez, contar el tiempo es lo mismo que matarlo, y contar a la vez que uno se mueve, además de ser infernal, es lo mismo que matar el movimiento y el tiempo a la vez. Y así pensé que el ritmo era el primer causante de las mentiras que nos enseñaban a hacer con el cuerpo al bailar, y lo desterré y no quise saber nada de él. Pero ahora como bailarina mayor quiero someterme a él, ahora que aumentan las debilidades de mi cuerpo quiero aprender a dejarme llevar por la continuidad de la vida.

Voy a preparar mi cuerpo para convertirme en una vieja fibrosa y obstinada como una célula del corazón. Obstinatus, me dice mi amigo Cristóbal Pera, significa: pertinaz, tenaz, contumaz, que sigue con empeño haciendo lo que lo hace, y que está decidida a vencer o morir. Yo, en mi obstinación, voy a preparar mi cuerpo para no tener que elegir entre vencer o morir, me voy a entrenar para vencer y morir a la vez, para que mi último latido sea una victoria, porque como decía D. Francisco de Quevedo morir vivo es la última cordura.

A veces pienso si el origen de la música es el canto o es el ritmo, y si el origen de la danza es el pulso o es el gesto. En el fondo son pensamientos que no me importan demasiado, pero me gustan porque me hacen darme cuenta de que cada vez que me acerco a mi oficio de bailarina me acerco  al tiempo y a su suceder en los latidos del corazón.

Desde hace algún tiempo (no mucho, quizá desde este otoño) siento un cansancio peculiar en el cuerpo: en los dientes, en los ojos, en mi pelo, en mi aspecto, en mis músculos. Un cansancio que me dice que la cosa va a ir así, que este es  un cansancio de alguien que ha vivido ya la plenitud de sus fuerzas. Y es complicado encontrar los argumentos para hacerlo visible, porque es complicado no querer ocultármelo a mí misma, y menos a quien venga a mirarme.

En el ritmo desaparece el pensamiento. Toda la sensibilidad se vuelve impulso, en él cada músculo escucha y responde. Los músculos sometidos al ritmo no juzgan sus actos y eso es estupendo. Sin embargo hay algo que se limpia en el cuerpo cuando bailas a ritmo, algo que vuelve los movimientos ciertos y precisos  y me pregunto si podríamos seguir el ritmo de nuestro corazón en una danza que no se volviera cierta y precisa; y me pregunto si se puede seguir el ritmo mientras que se duda; y si sería la duda más profunda el sentir que quizá no haya un paso a seguir después del último que hemos dado, y que por eso el ritmo al asegurar, la continuidad del siguiente paso,  borraría esa gran zozobra de no saber qué es lo que viene después, y que entonces duda y ritmo estarían reñidos y eso no me parece estupendo.

Existe un movimiento que empieza cuando se detienen nuestro corazón que empieza cuando uno se muere. Ese movimiento es vertiginoso, y es difícil de entender con nuestras ideas de movimiento. Es un movimiento que, no solo mueve las formas del cuerpo, sino que cambia su esencia, es un movimiento que huele, es un movimiento de una velocidad sin sonido, sin ritmo, de una velocidad suspendida. Un movimiento en el que he querido entrar con la cabeza, para transformar esas ganas de salir pitando que siento frente a la idea de lo muerto, en una comprensión tranquila de lo que ocurre cuando la vida se acaba. Por eso ahora trabajo sobre el latido. Para entender ese movimiento maravilloso y entender, así mismo, lo que produce su ausencia.

Me envía Cristóbal Pera la etimología de latir:
LATIR (Joan Corominas)

“Ladrar el perro en todo agudo o en forma entrecortada”, h. 1300, “dar latidos el corazón o las arterias”, 1490. Del verbo latino GLATTIRE con el significado de “lanzar ladridos agudos”.

DERIVADO: Latido, principios del siglo XIV

Soy una célula del corazón y soy la sangre que muevo con cada una de mis contracciones.

Yo lo vi, vi como detrás de la rigidez y del acartonamiento del cuerpo muerto se escondía el cambio de los cambios, un movimiento inexplicable. Los signos de la vida se alejan rapidísimo y transforman lo que era vivo en algo desconocido que cambia y cambia y cambia, y en todo este movimiento lo único que faltaba era el latido y el aire en el cuerpo.

Los ojos que ya estaban cerrados se le volvieron a abrir y me enseñaron que existe la nada.

Desde que miré el cadáver pienso que el amor y el ritmo son las formas más puras de conocimiento porque son ciegas e irracionales como todo lo que tenemos delante, la objetividad frente a lo que es misterioso, no sirve para una mierda y frente a lo que no es misterioso, tampoco. No quiero ser lúcida, la lucidez es terrible, no se puede ser lúcida y ser bailarina. No quiero ser lúcida, quiero ser obstinada como una célula del corazón y juntar en mi movimiento intermitente la victoria de mis latidos y la muerte de mis latidos, y así no tendré que imaginar ninguna de las dos, ni mi muerte, ni mi victoria. Y seguiré bailando.

El labio, primero de color azul y luego amarillento, se plegó más allá de donde podrían colocarse las palabras.

¿Tanto sujeta el corazón para que al detenerse aparezca el infinito?, ¿para que aparezca lo que no tiene forma ni explicación?. El corazón es el Atlas de los Atlas, el coloso de los colosos, por eso, después de haber sido el Gigante durante un tiempo, ahora quiero ser una célula obstinada del corazón y sujetar todo contrayéndome a ritmo.  Lo mejor de morirse es que no te toca ver ni oler tu propio cadáver.

Al mirar despacio el cadáver entendí porque nos inventamos a Dios, pero no entendí porqué nos habíamos inventado un Dios inmutable, inmóvil y eterno. No pensamos bien, los hombres nunca hemos pensado bien. Nos consolamos en la posibilidad de lo que no somos, pensamos que la inmovilidad es un bien superior y la inmovilidad es desesperante. Es una putada saber que uno es un futuro cadáver, pero, si se trata de engañar a la muerte yo me inventaría otro Dios,  un Dios lleno de sangre, húmedo y caliente, que latiera, que latiera sin parar, un Dios que me asegurara que después de muerta voy a seguir latiendo y voy a seguir bailando: Dios corazón, Dios latido, un Dios bailarín, cualquier cosa menos un Dios inmutable. Los Dioses del Olimpo soñaban con follar con los mortales, quizá porque teníamos un corazón que latía y cuando lates, a la fuerza tienes que follar mejor que alguien que no haya sentido dentro los golpes de la sangre.

Y todo esto es lo que se me va apareciendo después de mirar su cadáver, como si esa mirada fuera el punto de partida de un nuevo conocimiento.

Cuando bailo, algunas veces, no todas, puedo pensar en estas cosas de una manera carnal y a la vez sentirlas sin el vértigo que me dan ahora cuando os hablo.

El fisiólogo francés Xavier Bichat definía la vida como aquello que resiste a la muerte. Él seguro que habría mirado detenidamente muchos cadáveres, porque lo que hay después de la muerte del latido es la demostración palmaria de que el Sr. Bichat tenía razón, de que el corazón cose la vida con un ritmo obstinado, que la aprieta y que cuando se detiene comprendes la fuerza que tiene la muerte como estado. Por eso quiero ser una obstinada célula del corazón para resistirme a la muerte y además hacerlo bailando.

Siempre había pensado que la percepción más pura del tiempo se producía cuando era capaz de frenarlo, cuando sentía en el cuerpo una duración suspendida, casi infinita. Pero ahora pienso que mi vida nada tiene que ver con la inmovilidad y menos con el infinito; y que si entrego mi cuerpo al ritmo, si escucho los golpes de los latidos entenderé mejor este tiempo loco, el que me empuja por dentro a la vez que me desparrama por fuera. Ahora pienso que voy a golpes y a contracciones como las células obstinadas del corazón y que mi vida no cae, ni por asomo, con la suavidad con la que cae la arena del reloj. John Berger decía que el alma es simplemente la percepción de otro tiempo. Y yo, al Sr. Berger le cambio la palabra percepción por la palabra invención y digo: el alma es la invención de otro tiempo, y la emparejo con la idea de la eternidad y de todo lo que nos hemos inventado para alejarnos del latir, y del cadáver.

Y al ver el cadáver también comprendí que la sabiduría es una mezcla de consciencia y de olvido. La consciencia de que vas para allá a quedarte inexplicablemente muerto, feo y frío y el olvido necesario para agarrarte a cada latido y pensar solo lo justo en esa imagen de tu cuerpo feo y frío. Y al ver el cadáver, me entraron ganas de bailar  porque al bailar (bien), como al follar (bien) hay algo que te dice que ese acto perfecto es efímero e irrepetible y, además, que es perfecto porque es efímero e irrepetible, y hueles entonces (por un instante) que perfección y eternidad son palabras antagónicas. Y que el precio a pagar por ese super polvo o por ese bailazo es tu cadáver feo y frío. Como decía mi amada Szymborska “Por tener cuerpo se paga con el cuerpo”.

¿Sabéis que un corazón fuera del cuerpo sigue latiendo si cuidas su equilibrio salino? ¿Hay algo más obstinado y más absurdo que olvidar que te has muerto?

Por eso quiero ser una obstinada célula del corazón y no dejar de latir y de bailar hasta que me muera.