Paseo por mis bosques
[Tercera postal de Oscar Dasí]
De: Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera
Paseo por mis bosques
[Tercera postal de Oscar Dasí]
De: Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera
Baile para una desaparición
[Segunda postal de Oscar Dasí]
De: Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera
En el proceso de creación de Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera me acompañan Jaime Conde-Salazar, Oscar Dasí, Cristóbal Pera y Carlos Marquerie. Con cada uno de ellos he mantenido un diálogo diferente, algunos se han producido cara a cara y otros en la distancia, las voces de todos ellos han ido dirigiendo los pasos de este trabajo. Nos ha parecido bueno desvelar algunas de estas correspondencias a la vez que vamos dando los últimos pasos de este proceso.
Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera es una aproximación al latido y a su ausencia, es una aproximación a lo vivo y a lo muerto.
Gracias a los cuatro.
* * *
Oscar Dasí me ha mandado una pequeña serie de postales a modo de respuestas a los diálogos que hemos mantenido en sala de trabajo. Aquí va la primera postal que Oscar encabeza así: un encuentro con el cuerpo (o la imagen) que ya no soy.
Notas de Mauricio González tras la colaboración con Tania Arias en infinito – besos = [Teatro Pradillo, abril 2014]
foto: Anxo Montero
Tania-Tania
Afinidad con Tania
Trasmutania
Fascinación por Tania
Los dos tenemos formación en danza académica y hemos bailado en compañías de ballet.
Aunque no la había visto actuar sabía de ella.
Tras la invitación a colaborar en su proyecto empezamos a coincidir en muchas cosas y una de ellas fue la idea de «Las preparaciones», dar protagonismo a los pasos que enlazan, impulsan o trasladan los grandes momentos de virtuosismo del ballet.
Ella confiesa haber enterrado su «pasado» balletístico pero desde el primer vídeo que me mostró -vivimos a 2.500 km de distancia por tierra y mar con lo que nuestra comunicación fue vía email- se hizo evidente su calidad como bailarina y a pesar de un cierto desinterés en un cuerpo que quiere olvidar el clásico, aquello se veía muy clarito.
El tanga y los tacones fueron también dos elementos que nos re-conocieron desde el principio.
Empiezo a tener el deseo de trasmutar en ella, de mezclarnos y comienzo a lanzar propuestas de cosas que yo había hecho en algún momento, y que Tania podría realizar con su cuerpo. Yo quiero ser Tania!!! Quiero que Tania sea yo!!!
Una vez más el cisne los port de bras del ballet la emoción del rostro que contagia al cuerpo y viceversa, la apertura de la mirada que busca por momentos complacer, el humor… van apareciendo.
Una deliciosa sopa rusa con arepas venezolanas que Tania me prepara en casa los port de bras de la Plisetskaya y la famosa ola wave de breakdance.
Me detengo,
Escribo una palabra y la borro y re-pienso y re-escribo y así vuelta a empezar y es que hay cosas, como una música de Bach, que no se pueden explicar con palabras.
Mauri 15/04/2014
Este texto lo leí en Pradillo en el mes de diciembre de 2013 dentro del ciclo La música en la escena que construyeron Claudia Faci y el Colectivo maDam. Lo cuelgo ahora en el blog de Pradillo, porque lo considero el primer paso del proceso en el que ando metida y que desembocará en el estreno en Teatro Pradillo, en octubre de 2014, de la obra Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera. Me gustaría ir reflejando aquí lo que se va produciendo en este camino. Gracias a Claudia y a maDam.
SOY UNA OBSTINADA CÉLULA DEL CORAZÓN
Y NO DEJARÉ DE CONTRAERME HASTA QUE ME MUERA
PENSAMIENTOS DE UNA BAILARINA QUE COMPRENDIÓ EL RITMO
CUANDO MIRÓ UN CADÁVER
La desaparición del ritmo es la muerte. Yo me di cuenta de esto mirando un cadáver, mirando un cuerpo en el que el latido ya no existía. Desde que lo vi con mis ojos de bailarina romántica que nunca hizo caso al ritmo, le tengo mucho respeto. Desde que vi la ausencia de todo ritmo dibujado en el cadáver quiero acercarme al ritmo, quiero entenderlo y quiero entregarle mi cuerpo y mis movimientos para que los siga bañando en la vida.
Por eso quiero ser una obstinada célula del corazón y no parar de contraerme con un ritmo sostenido.
Nunca le hice mucho caso al ritmo porque me lo enseñaron mal, me enseñaron a contarlo antes que a habitarlo. Los bailarines, bailábamos en frases de ocho tiempos, en las que al final todo debía equilibrarse. Era imposible dudar, era imposible el conflicto, era imposible, incluso, que se te fuera la olla de dominio y de placer, todo acababa con el numero 8. El ritmo era aquello que nos daba la sensación de controlar el tiempo, podíamos movernos y contar a la vez, contar el tiempo es lo mismo que matarlo, y contar a la vez que uno se mueve, además de ser infernal, es lo mismo que matar el movimiento y el tiempo a la vez. Y así pensé que el ritmo era el primer causante de las mentiras que nos enseñaban a hacer con el cuerpo al bailar, y lo desterré y no quise saber nada de él. Pero ahora como bailarina mayor quiero someterme a él, ahora que aumentan las debilidades de mi cuerpo quiero aprender a dejarme llevar por la continuidad de la vida.
Voy a preparar mi cuerpo para convertirme en una vieja fibrosa y obstinada como una célula del corazón. Obstinatus, me dice mi amigo Cristóbal Pera, significa: pertinaz, tenaz, contumaz, que sigue con empeño haciendo lo que lo hace, y que está decidida a vencer o morir. Yo, en mi obstinación, voy a preparar mi cuerpo para no tener que elegir entre vencer o morir, me voy a entrenar para vencer y morir a la vez, para que mi último latido sea una victoria, porque como decía D. Francisco de Quevedo morir vivo es la última cordura.
A veces pienso si el origen de la música es el canto o es el ritmo, y si el origen de la danza es el pulso o es el gesto. En el fondo son pensamientos que no me importan demasiado, pero me gustan porque me hacen darme cuenta de que cada vez que me acerco a mi oficio de bailarina me acerco al tiempo y a su suceder en los latidos del corazón.
Desde hace algún tiempo (no mucho, quizá desde este otoño) siento un cansancio peculiar en el cuerpo: en los dientes, en los ojos, en mi pelo, en mi aspecto, en mis músculos. Un cansancio que me dice que la cosa va a ir así, que este es un cansancio de alguien que ha vivido ya la plenitud de sus fuerzas. Y es complicado encontrar los argumentos para hacerlo visible, porque es complicado no querer ocultármelo a mí misma, y menos a quien venga a mirarme.
En el ritmo desaparece el pensamiento. Toda la sensibilidad se vuelve impulso, en él cada músculo escucha y responde. Los músculos sometidos al ritmo no juzgan sus actos y eso es estupendo. Sin embargo hay algo que se limpia en el cuerpo cuando bailas a ritmo, algo que vuelve los movimientos ciertos y precisos y me pregunto si podríamos seguir el ritmo de nuestro corazón en una danza que no se volviera cierta y precisa; y me pregunto si se puede seguir el ritmo mientras que se duda; y si sería la duda más profunda el sentir que quizá no haya un paso a seguir después del último que hemos dado, y que por eso el ritmo al asegurar, la continuidad del siguiente paso, borraría esa gran zozobra de no saber qué es lo que viene después, y que entonces duda y ritmo estarían reñidos y eso no me parece estupendo.
Existe un movimiento que empieza cuando se detienen nuestro corazón que empieza cuando uno se muere. Ese movimiento es vertiginoso, y es difícil de entender con nuestras ideas de movimiento. Es un movimiento que, no solo mueve las formas del cuerpo, sino que cambia su esencia, es un movimiento que huele, es un movimiento de una velocidad sin sonido, sin ritmo, de una velocidad suspendida. Un movimiento en el que he querido entrar con la cabeza, para transformar esas ganas de salir pitando que siento frente a la idea de lo muerto, en una comprensión tranquila de lo que ocurre cuando la vida se acaba. Por eso ahora trabajo sobre el latido. Para entender ese movimiento maravilloso y entender, así mismo, lo que produce su ausencia.
Me envía Cristóbal Pera la etimología de latir:
LATIR (Joan Corominas)
“Ladrar el perro en todo agudo o en forma entrecortada”, h. 1300, “dar latidos el corazón o las arterias”, 1490. Del verbo latino GLATTIRE con el significado de “lanzar ladridos agudos”.
DERIVADO: Latido, principios del siglo XIV
Soy una célula del corazón y soy la sangre que muevo con cada una de mis contracciones.
Yo lo vi, vi como detrás de la rigidez y del acartonamiento del cuerpo muerto se escondía el cambio de los cambios, un movimiento inexplicable. Los signos de la vida se alejan rapidísimo y transforman lo que era vivo en algo desconocido que cambia y cambia y cambia, y en todo este movimiento lo único que faltaba era el latido y el aire en el cuerpo.
Los ojos que ya estaban cerrados se le volvieron a abrir y me enseñaron que existe la nada.
Desde que miré el cadáver pienso que el amor y el ritmo son las formas más puras de conocimiento porque son ciegas e irracionales como todo lo que tenemos delante, la objetividad frente a lo que es misterioso, no sirve para una mierda y frente a lo que no es misterioso, tampoco. No quiero ser lúcida, la lucidez es terrible, no se puede ser lúcida y ser bailarina. No quiero ser lúcida, quiero ser obstinada como una célula del corazón y juntar en mi movimiento intermitente la victoria de mis latidos y la muerte de mis latidos, y así no tendré que imaginar ninguna de las dos, ni mi muerte, ni mi victoria. Y seguiré bailando.
El labio, primero de color azul y luego amarillento, se plegó más allá de donde podrían colocarse las palabras.
¿Tanto sujeta el corazón para que al detenerse aparezca el infinito?, ¿para que aparezca lo que no tiene forma ni explicación?. El corazón es el Atlas de los Atlas, el coloso de los colosos, por eso, después de haber sido el Gigante durante un tiempo, ahora quiero ser una célula obstinada del corazón y sujetar todo contrayéndome a ritmo. Lo mejor de morirse es que no te toca ver ni oler tu propio cadáver.
Al mirar despacio el cadáver entendí porque nos inventamos a Dios, pero no entendí porqué nos habíamos inventado un Dios inmutable, inmóvil y eterno. No pensamos bien, los hombres nunca hemos pensado bien. Nos consolamos en la posibilidad de lo que no somos, pensamos que la inmovilidad es un bien superior y la inmovilidad es desesperante. Es una putada saber que uno es un futuro cadáver, pero, si se trata de engañar a la muerte yo me inventaría otro Dios, un Dios lleno de sangre, húmedo y caliente, que latiera, que latiera sin parar, un Dios que me asegurara que después de muerta voy a seguir latiendo y voy a seguir bailando: Dios corazón, Dios latido, un Dios bailarín, cualquier cosa menos un Dios inmutable. Los Dioses del Olimpo soñaban con follar con los mortales, quizá porque teníamos un corazón que latía y cuando lates, a la fuerza tienes que follar mejor que alguien que no haya sentido dentro los golpes de la sangre.
Y todo esto es lo que se me va apareciendo después de mirar su cadáver, como si esa mirada fuera el punto de partida de un nuevo conocimiento.
Cuando bailo, algunas veces, no todas, puedo pensar en estas cosas de una manera carnal y a la vez sentirlas sin el vértigo que me dan ahora cuando os hablo.
El fisiólogo francés Xavier Bichat definía la vida como aquello que resiste a la muerte. Él seguro que habría mirado detenidamente muchos cadáveres, porque lo que hay después de la muerte del latido es la demostración palmaria de que el Sr. Bichat tenía razón, de que el corazón cose la vida con un ritmo obstinado, que la aprieta y que cuando se detiene comprendes la fuerza que tiene la muerte como estado. Por eso quiero ser una obstinada célula del corazón para resistirme a la muerte y además hacerlo bailando.
Siempre había pensado que la percepción más pura del tiempo se producía cuando era capaz de frenarlo, cuando sentía en el cuerpo una duración suspendida, casi infinita. Pero ahora pienso que mi vida nada tiene que ver con la inmovilidad y menos con el infinito; y que si entrego mi cuerpo al ritmo, si escucho los golpes de los latidos entenderé mejor este tiempo loco, el que me empuja por dentro a la vez que me desparrama por fuera. Ahora pienso que voy a golpes y a contracciones como las células obstinadas del corazón y que mi vida no cae, ni por asomo, con la suavidad con la que cae la arena del reloj. John Berger decía que el alma es simplemente la percepción de otro tiempo. Y yo, al Sr. Berger le cambio la palabra percepción por la palabra invención y digo: el alma es la invención de otro tiempo, y la emparejo con la idea de la eternidad y de todo lo que nos hemos inventado para alejarnos del latir, y del cadáver.
Y al ver el cadáver también comprendí que la sabiduría es una mezcla de consciencia y de olvido. La consciencia de que vas para allá a quedarte inexplicablemente muerto, feo y frío y el olvido necesario para agarrarte a cada latido y pensar solo lo justo en esa imagen de tu cuerpo feo y frío. Y al ver el cadáver, me entraron ganas de bailar porque al bailar (bien), como al follar (bien) hay algo que te dice que ese acto perfecto es efímero e irrepetible y, además, que es perfecto porque es efímero e irrepetible, y hueles entonces (por un instante) que perfección y eternidad son palabras antagónicas. Y que el precio a pagar por ese super polvo o por ese bailazo es tu cadáver feo y frío. Como decía mi amada Szymborska “Por tener cuerpo se paga con el cuerpo”.
¿Sabéis que un corazón fuera del cuerpo sigue latiendo si cuidas su equilibrio salino? ¿Hay algo más obstinado y más absurdo que olvidar que te has muerto?
Por eso quiero ser una obstinada célula del corazón y no dejar de latir y de bailar hasta que me muera.
Elena López Riera
¿Seremos capaces de bailar, ahora que todo el mundo está triste, ahora que ya nadie nos necesita, sólo por el placer de ir a contracorriente?
La primera vez que oí esta frase, hace ya más de un año, en el estreno de El sur de Europa. Días de amor difíciles sentí la tierra temblar bajo nuestros pies. Primero fue la perturbación, después la rabia. Quisimos salir de allí y correr hasta que nos desintegráramos, hasta que ya no quedara de nosotros más que la incertidumbre. Quisimos desgarrarnos y empezar a querernos de nuevo, ésta vez un poco mejor de lo que lo habíamos hecho. Pero siempre y a cada paso, irrumpía esta frase de manera implacable: ¿Seríamos capaces de bailar ahora que ya nadie nos necesitaba?
Hace unas semanas La tristura nos convocó en la sala Pradillo para celebrar 10 años de vida. Nos convocó como se convocan las revoluciones, los amantes y los fantasmas, usando un pretexto cualquiera para llegar a otro lugar. Hoy, por fin, sabemos que lo que allí sucedió durante esos días fue mucho más que un acto de celebración. Fue el principio de un futuro virgen y asumido, fue la conjura de la fuerza, la intersección de las cosas que se quieren olvidar, de lo que se calla y de lo que a veces se escupe.
Durante esos días hablamos de amor y hablamos de política (si es que a caso uno puede pensarse sin la otra), seguimos bailando la música de Europa; aunque estuviera rota o dispersa, aunque ya ni siquiera fuera nuestra.
La música de Europa se quebraba, y sin embargo, nosotros seguíamos bailando. Bailando, bailando, bailando.
Las vidas que no se sostienen con actos son basura, le dice el chico a la chica en la primera parte de la obra. Aún no los vemos, sólo intuimos sus cuerpos. El motor de un coche, niebla, el ruido del mediterráneo al fondo. El chico ha vuelto para decirle a la chica que aún la quiere, para comprobar que nada ha cambiado desde que él se fue. Que sus vidas (compuestas por actos repetidos un millón de veces, por gestos copiados de cuerpos ajenos, por los besos que otros se daban en las películas) no podían ser una basura. Que ellos no, no estaban haciendo playback. Que si cantaban, lo harían de verdad. Hasta desgarrarse las entrañas.
Algo así se decían un chico y una chica, que se encuentran después de mucho tiempo para demostrarse que no se parecen en nada a aquello que dijeron que serían. Para decirse que aún se quieren. Para mentirse brutal y necesariamente (¿Existe otra manera?). Y esas dos voces, de repente, fueron también las nuestras.
Un dos tres. Shhhh. Escucha. Un dos tres. Sígueme. Un dos tres. El mar.
Estoy aquí, cantando mientras todo se hunde. Estoy cantando mal. Estoy cantando para molar. Cantando para no besarte. Besándote. Cantando para cambiar el mundo. Estoy cantando como el acto más primitivo, el más bello, el más salvaje y el más revolucionario.
Un dos tres. Un paso a la izquierda, dos pasos a la derecha. Un dos tres. Chasquido de talón. Un dos tres, los edificios se desmoronan. Vuelta y media. Un dos tres, las olas del mar quieren tragarnos. Vuelta entera. Un dos tres salto con impulso. Un dos tres. El amor. Un dos tres. El miedo, los temblores. Un dos tres. Joe Crepúsculo. Un dos tres. Johnny Guitar. Un dos tres, sobre todo sigue bailando, no pares, agárrame fuerte la mano.
Un dos tres. Miénteme, dime que nosotros no tenemos la culpa.
Pero no dices nada y ya sólo escuchamos los pasos de un baile que se va aplacando mientras cae el telón, al acabar la noche, y pienso que éste podría ser el retrato de nuestra generación: determinada y melancólica, pero no decadente. Cubierta de oro y de mierda. Una generación feroz.
Después, el silencio. Aparece una mujer arrastrándose sobre una escalera de terciopelo y coge un teléfono. Ciao amore, sonno Chiara. Y su voz suena como la más antigua del Mediterráneo. Chiara se instala en el aire como un temblor eléctrico y susurra ¿Qué se dirá dentro de 100 años de España, de Italia? ¿Qué se dirá de Europa?
Callo. Sigo sin poder dar una respuesta a un pasado que nos llega roto, pero mis pies empiezan a moverse y me pregunto qué pasará si de verdad todo se hunde, que pasará cuando nos hayamos consumido la garganta, el vientre y las entrañas. Cuando ya no quede más de nosotros, que nuestros cuerpos febriles. Que pasará, si de verdad un día, dejamos de bailar.
Y sólo ahora, sólo hoy, después de muchos bailes, estoy segura de que ése sería el auténtico final. La desintegración.
Elena López Riera
El ciclo que La tristura organizó para celebrar su décimo aniversario (un aniversario que fue en parte, un canto a los primeros pasos, a los primeros actos, a las primeras convicciones) se selló con la presentación de la última pieza de El canto de la Cabra tras un tiempo ausentes de la escena madrileña. El suelo negro horadado de tijeras, una langosta apostada en una lámpara, una mujer con los ojos vendados, el ruido de mil canicas deslizándose. Ésa fue la participación de El canto de la cabra a aquéllos días intensos de La Pradillo, una toma de posesión determinada, una declaración de principios generacional (Y sí ¿Por qué no iban a estar ellos en el mismo sitio que nosotros?).
Empezamos escuchando una voz que hablaba de un invierno en el exilio, de Ávila, de perros que rodean una casa muy grande, del campo. De cómo se ven las cosas desde el otro lado, de pasar las mañanas en un lugar donde no se oyen los coches. Del quinto invierno. De repente la imagen de una cafetera gigante irrumpe la pantalla y sólo vemos las manos de una mujer y las manos de un hombre, una caja de tabaco de liar y el trabajo de la creación como un desayuno, la intimidad como trabajo. Quizá, y por qué no, también el amor por las mañanas.
En su texto de presentación para esta pieza, Elisa y Juan escribieron: «El momento que atravesamos no se parece en nada al lugar en el que estamos. Los cuatro cachorros que han visto cómo dos perros destrozaban a su madre siguen vivos, juegan, juegan todo el rato. La vida, esa cosa que queremos tener cuando se nos escapa, nos está dejando en blanco” y sus palabras, podrían haber sido las de cualquiera de los que nacimos después de la dictadura. Las repito muchas veces seguidas y pierden sus significado. La vida nos está dejando en blanco. La vida nos está dejando en blanco. La vida nos está dejando en blanco. Y no sé si la idea de que todas las vidas se repiten a lo largo de la historia me aterra o me tranquiliza.
Después me acuerdo de un pasaje de Pedro Páramo en el que un padre llevando a su hijo a hombros en una noche muy cerrada, le pregunta si puede oír a los perros. El hombre más viejo no puede oír durante el camino porque las piernas del hijo le tapan las orejas. Que un padre le pregunte a un hijo si puede oír a los perros susceptibles de desgarrarles las entrañas, es como decirle que él también tiene miedo a la muerte. A los malos. Es como admitir que la suerte de los padres y de los hijos se repite a través de los tiempos, de las generaciones. Pero el hijo no (nunca) oye a los perros. No sé por qué hablo de Rulfo para hablar de El quinto invierno, pero creo que algo parecido pensé cuando la voz del hombre en el teatro hablaba de una vida que se escapa y también cuando hablaba de cachorros.
En 2009 cerraron su espacio escénico tras 18 años de vida negando el cansancio con una nota en la que decían que les habían dado por muertos y por culo. Hoy la he leído para escribir este post y he pensado que es una manera más que elocuente de resumir el estado de la creación contemporánea madrileña. De la oficial y de la oficiosa, de esa ciudad capaz de provocar todos los amores y todos los odios. Después de esto, El quinto invierno, me parece un título distinto y siento un poco más de frío que cuando los vi en la sala Pradillo, a pesar de que algunos dicen, que ya es primavera.
Elena López Riera
Escribo esto desde una ciudad Europea, una cualquiera. Una de ésas que ahora me parecen tan lejos de Madrid, tan lejos de todos nosotros; y me escucho preguntándote, si seremos capaces de bailar cuando se acaben las ciudades, cuando todo esté arrasado. Y tú, que no estás aquí, que no estás en ninguna parte, me respondes con las palabras de otro: «nunca empezar desde los buenos, viejos tiempos, sino desde éstos, miserables».
La chica le habla al chico sobre su miedo al suicidio y luego se ríe. Y pienso que todas las películas deberían empezar así, como la vida (nosotros, los más tontos, los que parecemos siempre dormidos, lo sabemos), con la explosión de ese instante sublime, como un movimiento constante entre lo trágico y lo ridículo. Las ganas de reír tapizada con las ganas de besarte. Con el deseo inevitable de desaparecer. Con el amor, con la muerte. Con esas ganas precipitadas de bailar hasta morir.
Mañana vendrá la bala y con la bala vendrá el olvido. Vendrá el olvido. El olvido. Y pienso que ojalá viniera para arrancarnos todo lo que hicimos, lo que aprendimos, lo que nos hicieron creer. Para olvidarnos de los tiempos que vendrán, de esas caras que tendremos dentro de unos años, de los pies cansados, de las decepciones, de la oscuridad que no han parado de anunciarnos desde que tenemos memoria. Hoy quisiera que viniera el olvido pero sólo ha venido la bala. Y aquí está. Y la bala son ellos dos corriendo en la noche, escapando por las esquinas de una ciudad desierta, marcando el ritmo del apocalipsis a golpe de pasos robados. Huyendo. Deshaciendo el camino que otros marcaron para ellos. Sembrando la furia por las esquinas.
La bala son ellos dos y somos nosotros. Todos nosotros. Y entonces pienso que deberíamos dejar de hablar de amor, pienso que siempre hablo de amor y me propongo firmemente hablar de la guerra. Veo al chico y a la chica correr, perseguirse, huir de los malos y me digo que a partir de ahora hablaré sólo de guerra. Y entonces me doy cuenta de que no hay ninguna diferencia.
Las calles de esta ciudad están llenas de basura, de huellas de cadáveres, de noche. Las calles están llenas de mierda y de silencio. Algunas veces se escuchan los disparos, se siente la pólvora, pero eso no es la más grave. Lo más grave es el miedo, siempre el miedo. Ese miedo idiota y aniquilador que ha conseguido acabar con nuestros pasos, con nuestros besos, con nuestras ganas de salir corriendo y arrasarlo todo. Ese miedo que ha convertido las calles en salidas de emergencia, en ruinas prematuras, en lugares donde ya no se puede bailar. Y me digo que deberíamos pensar el principio de siglo como el miedo que ahogó el ruido, que aplacó la furia.
Mañana vendrá la bala es una película furiosa porque existe contra la voluntad de los otros. Es una película que existe cuando nos han dicho que nosotros ya no tenemos nada que decir, que no supimos hacer la revolución, que somos una derivación de lo frívolo, que ni siquiera llegaremos un día a ser malditos. Esta película se ha hecho con 4 personas y la cámara de un teléfono, se ha formulado desde la furia, como el canto desesperado de quienes no quieren ir a dormir. Desde el gesto más urgente: el de una generación que no quiere asumir la derrota, ahora que los otros dicen que ya nada merece la pena. Que ya lo hemos perdido todo, hasta el derecho a contarnos.
Rafa y Jimena son el chico y la chica que huyen de los malos por la noche como si la única salida posible fuera seguir corriendo y corriendo hasta la extenuación: No volver a casa hasta caer rendidos, perderse en la noche, entre los árboles, los adoquines, los karaokes. Mañana vendrá la bala es un homenaje a los estados de excepción, a las economías de guerra, al amor en los minutos previos al apocalipsis. El chico y la chica hablan de invasores, de la gente triste del medio día, de la diferencia entre pasear (por placer) y deambular (porque se te cae la casa encima), y entonces todos sus movimientos y con ellos, también los nuestros, se convierten en un acto revolucionario. El chico y la chica hacen mucho ruido y entonces me doy cuenta de que el ruido es la única manera de vencer, de que si seguimos bailando, si contradecimos las órdenes de aquéllos que quieren someternos, si no aceptamos esta nueva condición de fantasmas endebles, de niños pijos sin oficio ni beneficio, si no aceptamos ser el final de una raza, quizá, todavía haya una salida.
Te llamo para decírtelo, aunque ya hace demasiado tiempo que no hablamos y no sé si vas a contestar. Te llamo y te digo sólo esto: no digas nada. No quiero que digas nada. Salgamos a bailar. Sígueme hasta el final de noche. Sígueme hasta el final de mi locura. Y aunque tú sabes que es sólo la letra de una canción muy vieja, obedeces. No dices nada y empiezo a escuchar tus pasos sobre el suelo. Son los primeros sonidos del baile y entonces comprendo que ha empezado el viaje.
¿Pero seremos capaces de bailar ahora que ya nadie nos necesita? (pregunta La tristura en el El sur de Europa). Y entonces el acto más sencillo, el más primitivo, se convierte en el más revolucionario. Te acercas a mi oído y me dices con una voz muy suave pero muy determinada: Ahora es cuando bailaremos hasta desaparecer y ésa será nuestra revolución.
¿Cómo éramos al principio? ¿Quién se acuerda?
El sábado escuchamos con la respiración entrecortada algunos de los textos más hermosos que se han escuchado durante estos días de exposición salvaje en la sala pradillo. “Al principio, vivíamos a golpes. Llego y te digo. Necesito una formación ¿puedes dármela? Y entonces empezamos a golpearnos. Llegará un día en el que alguien dirá: se han acabado los golpes ¿alguien sabe por qué? Pero no lo sabremos y empezaremos a golpearnos otra vez. Estamos juntos porque estamos en vuelo. Los vencejos tienen las patas muy débiles. Y cuando se posan, se las quiebran. Somos vencejos y debemos volar sin detenernos porque el mundo nos ha prometido que nuestras patas se quebraran cuando nos posemos.”
Ginebra tienen 9 años la primera vez que interpreta este texto. Está a un lado de la sala cuando lo hace, pero yo me imagino que lo hace mirando a cámara, en fin, mirándome a mí. Y que habla de nuestra primera hostia, que habla del momento preciso en que empezamos a hacernos daño, que habla de un vuelo inconsciente emprendido un día y que dura ya demasiado tiempo. Y entonces, las palabras que salen de ese cuerpo que está tan lejos de los nuestros, se convierten en las más brutales que hayamos escuchado jamás.
La tristura encontró a Siro, Gonzalo, Candela y Ginebra cuando tenían 9 años, y los miraron de frente. No como si fueran sus superiores, como si sus cuerpos y sus recuerdos de adultos pudieran enseñarles algo del camino que les quedaba, sino al tratando de imaginar que eran simplemente las mismas personas en momentos distintos. Ser uno en la piel del otro, en un cuerpo ajeno, más pequeño, más flexible, y sin embargo… Sin embargo saber que ese cuerpo de 9 años, de 10 años y hasta de 12 años está tan manchado de historia como éstos, ya un poco cansados, de 30. Que el cuerpo del padre, está tan manchado como el del hijo y que, como el padre, no sabremos dónde estaremos dentro de 10 años. Que no sabremos hacerlo mejor, porque así lo ha escrito la historia.
Supongo que en algún momento de la vida a todos nos gustaría encontrar ese último instante de pureza, en el que la belleza es imperturbable y las palabras te hacen daño de una manera muy distinta a la de ahora, en el que todavía no estamos rotos. Ese momento en el que la fragilidad no representa una amenaza, y todavía podemos creer que todo saldrá bien. Ese momento en el que nunca serás objeto de la culpa. ¿A caso alguien puede imaginar que un niño se convertirá en un artista, un banquero o un asesino? ¿Podemos realmente ponernos en su piel cuando la memoria tiene ese implacable mecanismo que nos obliga a olvidarlo casi todo y a guardar sólo las cosas que nos hacen daño?
En una de mis películas preferidas de todos los tiempos, Mes petites amoureuses, de Jean Eustache, el director intenta apropiarse del momento más inaprensible, quizá el más misterioso de la vida. Ese momento en el que de manera imperceptible se pasa de la infancia a la adolescencia. El larguísimo verano. Ése que definirá el resto de tu vida, el que marca el primer atisbo de cansancio, el primer golpe consciente. Ese instante fugaz, en el que un gesto sobre la piel, se transforma en caricia. Cuando el sábado vi Materia prima por primera vez, no pude parar de pensar, como cuando vi la película de Eustache, que ese gesto casi imperceptible, esa hora y media en que los niños-adultos bailan, se pelean, se anuncian traiciones, amores, noches infinitas, se reprochan cosas que si quieran sospechan que sucederán, era el gesto más importante de la historia. Siro, Gonzalo, Ginebra y Candela nacieron en el año 2001, “cuando el mundo no sabía nada de ellos, pero ya los estaba esperando”. El momento preciso en el que terminó el siglo en que nacimos, en el que cayeron las torres gemelas, en el que empezamos a traicionarnos. El sábado durante la representación de Materia prima, las voces y los cuerpos de 12 años, fueron sin duda, el gesto histórico más determinante, el que nos hace pensar que el vuelo (hasta el de los vencejos) es discontinuo. El que confirma que un día terminaremos quebrándonos las patas.
Cuando salimos del teatro el sábado, lo hicimos en silencio como casi todos estos días. Quise preguntarte si era posible parar, posarse aunque con ello se nos quebraran las patas y el alma. No te pregunté dónde estaríamos dentro de 10 años porque dentro de 10 años es ahora. Porque esa pregunta nos la hacíamos cuando aún volábamos. Cuando éramos más sanos, más estúpidos y menos frágiles, cuando todavía nos hacíamos esa clase de preguntas.