Las ilusiones perdidas

por Elena López Riera

Hace unos meses, tras el estreno de Los ilusos escribí un texto que acababa así:

Él
Je suis cinéaste (Soy cineasta)

Ella
Pour le cinéma ou pour la vidéo? (¿de cine o de video?)

Él
Non, pour l’instant je veux que des titres que je voudrais faire. (No, por ahora sólo veo los títulos de lo que me gustaría hacer).

Era la transcripción de un de diálogo que Denis Lavant mantiene con Mireille Perrier en Boy meets girl de Leos Carax (1984). Él es un joven que escribe, corre, ama, baila, escribe, escribe y escribe sin parar. Y sin embargo, todavía no tiene una obra, sólo los títulos de aquello que le gustaría hacer. Como ese ejército de ilusos comandado por Jonás Trueba que el domingo también estuvo en La Pradillo hablando de escribir, de correr, de amar. De hacer películas.

Un director, un actor. Enfrentados cuerpo a cuerpo en un escenario que no era suyo, sino de la última década del siglo XX (porque los años 90, dijo Jonás, fue la última de las décadas). Secuencias proyectadas en una pantalla franqueando los cuerpos de Jonás y de Francesco Carril. El actor interpreta palabras que no son suyas sino que le fueron destinadas, en un momento en el que el director y el actor eran casi dos desconocidos.

Mes petites amoureuses, La maman et la putain, Paisa, Viaggio en Italia, Baisers de sécours, El muerto y ser feliz. Estar habitados por el cine. Aprender con él. Querer vivir como Eustache, como Garrel. Rodar como Rosellini. Saber, estar violentamente convencido, de que entre la vida y la pantalla no hay ninguna diferencia. Tener una cámara en lugar de corazón.

Historias de suicidios, primeros amores. Los últimos días de la adolescencia, los primeros de una madurez siempre impenetrable. Pulsión de amor y pulsión de muerte. Sábanas manchadas de sangre, arrugadas y sucias, testigos de la vida, de las vigilias, de la gente dormida. Me imagino una cama con sábanas arrugadas. Eso escribió el director al actor en uno de los primeros emails que le envío. Cuando su película, era sólo un deseo implacable. Cuando Los ilusos era invisible. Cuando solo existía (o quizá, si quiera) su título.

Continúan las imágenes y los mails del director se mezclan con fragmentos de un diario, con las notas de preparación de un rodaje, con citas de otros cineastas. Los textos se precipitan sobre las imágenes. Los suicidios, la desesperación, la vergüenza, el reproche. El amor. El amor. El amor en todas sus formas. Amar o ser amado. Hacer cine para una mujer, por una mujer, con una mujer. Hacer cine por ella, porque ella existe, para hacerla existir. Para petrificarla como el vacío de un cadáver en Pompeya, como Ingrid Bergman. Y hacer toda la lista de los volcanes o de los suicidios, de las mujeres que soñamos amar, de las películas que soñamos hacer. De amar como hacer películas. Sin viceversas.

Hacer una película sobre cine, sin enseñar a gente rodando. Contar el vacío que dejan los rodajes. Contar los pliegues en la piel y en la ropa. Los tiempos muertos entre las proyecciones. Hacer una película como la vida. Y exponerse ante nosotros como lo hizo ayer. Desnudo. Frágil. Abierto. Como esa primera imagen de una cama manchada de sangre, y que lo importante no sea la película sino los mails que escribió mientras la soñaba.

Jonás también habló de una de las mayores lecciones de cine que se hayan escrito jamás, las entrevistas que Jean Eustache dio a Cahiers du cinema en 1978 en donde hablaba, entre otras cosas, del trato aberrante de los distribuidores hacia su trabajo. La distribución, dijo, es el verdadero problema del cine. Jonás nos dejó ver algunos de los vídeos/diarios que rodó antes de Los ilusos. En uno de ellos, contaba un viaje en taxi para transportar las 6 latas que contenían su primera película (Todas las canciones hablan de mí), maltratada por sus productores, privando al cineasta la capacidad de decidir sobre su propia obra.

Si no recuerdo mal, la primera referencia de la que el director le habla al actor es La mamain y la putain. Jean Eustache realizó la película más revolucionaria y también la más maldita de su generación (una película contra su época, y sin embargo, aquélla que la marcaría definitivamente). Una película dificilísima de ver durante años, con contadas proyecciones, sin edición de dvd, arrastrando a su paso una multitud de problemas sobre derechos de distribución que llegan hasta hoy. Una película que muchos soñaron antes de ver. Un título que se convirtió en un auténtico objeto de deseo. Un hombre y dos mujeres (una madre y una puta que nunca aparecerán como tales en la película) se encuentran y se desencuentran sin rumbo fijo en camas, calles, atardeceres. Como los hijos de esa generación maldita, que llegó después de una revolución. Como los protagonistas perennes del amour merdique. Del amor de mierda.

En 1981, Jean Eustache se suicidó disparándose una bala en el corazón, en la puerta de su cuarto dejó escrito:

“Frappez fort. Comme pour réveiller un mort.”
(Llamen fuerte. Como para despertar a un muerto)

 

 

BUCLE DE VERGÜENZA AJENA

Unas reflexiones acerca de la intervención de Jonás Trueba 

Alejandro G. Ruffoni / Observadores!

Captura de pantalla 2014-01-28 a las 00.21.52

(Ten Minutes Older, Herz Frank, 1978 | haciendo clic en la imagen, el cortometraje)

MAQUILLARSE, afeitarse, colonia mejor no. Elegir cuatro prendas, despeinarse con precisión o ponerse tacones, salir de casa. Llegar y cruzar algunas miradas, intercambiar afectos, eludir cierto saludo incómodo, dar una colleja a un colega o aferrarse a esa mano tierna cuyo contacto hace vibrar la propia mano. Colarse con algunas gominolas o tajarse, sentarse en un patio de butacas, exhalar, echarse hacia adelante y ceder. Confiar. Entregar nuestra atención a aquél en quien hemos delegado la tarea de enmarcar un tiempo suspendido entre ciertos paréntesis, la realidad -o nuestra capacidad de componerla- hipertrofiada en el ejercicio estético de esa confianza. Alguien ha debido pasar un tiempo preparando algo para nosotros, preparándose para exponerse ante nosotros a través de ciertas elecciones, elementos que resuenan entre sí, ideas, imágenes, gestos. Cedemos nuestra atención, prestamos atención, la prestamos y nos estimula. Nos ensancha. No sé si estaba hablando de cine o de teatro pero da lo mismo y no.

Es placentero mirar ante la pantalla. La dermis de la pantalla, una caricia de luz: ningún sujeto percibe ni juzga las convulsiones de nuestra mirada. Estamos protegidos ante la pantalla, no escupe babas. No nos ve mirar, no nos ve mirarla. El film, devenir criogenizado, intima religiosamente con la muerte. La pantalla hace de relicario, sarcófago para el cuerpo del actor. Nos fascina como el fuego a la polilla o como dios, nos quema, ardemos en un éxtasis ante la luz. La mirada y la muerte. En cambio en escena el actor respira conmigo, conoce mejor que yo mis reacciones, contenemos juntos la respiración o el bostezo. Una voz real, un cuerpo se desfigura ante nosotros, la atención lo atraviesa, deificándolo y reificándolo, sujeto que es objeto artístico a un tiempo. Si el actor hace el ridículo yo inevitablemente lo reflejo, y me ve reflejarlo. Ponerse ante un actor vivo, contemplarlo, es arder con el, exponerse ante él, expirar con él un poco. Toser o no toser, la gestión del sueño o la respiración contenida, todo deviene decisión, posicionamiento. El bucle de la vergüenza ajena se da cuando no puedo contenerme y querría. Cuando mi actuación como espectador está afectada, horadando el terreno del exceso, dejando huellas en los cuerpos que me rodean. Cuando respiro incomodidad y me paso a mi pesar y me ven pasarme y me pesa y ven que me pesa, me ven los otros pero ante todo me ve el actor que tengo delante, despertando en mí el ridículo que creo suyo pero que es nuestro. Lo compartimos el uno ante el otro. En el cine, es la película quien se expone en nombre del espectador. Ir al teatro es asumir el riesgo de caer en el bucle de la vergüenza ajena. También es apostar por el bucle erótico del reconocimiento mutuo, la confianza, el placer atroz.

Llega el proyeccionista, el primero que llega a la ciudad. Llega Jonás Trueba, se expone, nos habla, se sienta ante el ordenador frente a Francesco Carril, que lee muy bien sobre las imagenes que mezcla en vivo, que recorre alante y atrás, las imágenes en las que se detiene el cineasta. El primer proyeccionista de Madrid carga una película a vista, lo hace ante el público, no suena nada, un pianista añade ciertas notas, impone afectos ineludibles -no hay párpados para los oídos-, pero respira como nosotros. Francesco lee sin ver aquello a lo que pone voz, desfases en la relación en el tiempo de las resonancias que se establecen entre lo dicho, lo visto, lo que evocan las palabras que escuchamos, la respiración del que las ejecuta o la Historia. Cine primitivo, teatro de vanguardia, transmedialidad, metalenguaje, un ensayo, live cinema, cuerpos ante cuerpos, imágenes ante imágenes o simplemente un encuentro. Juntarse a contemplar. Jonás escribe algo así como que el mal teatro es insoportable, y que al mal cine no le ocurre lo mismo. Estoy de acuerdo, es por aquello del bucle de vergüenza ajena. También habla de cierta idea del amor. Que en el amor se ocupa el lugar que deja algo, sustitución de una ausencia. De pronto pienso que el amor es todavía ausencia, aquello que hay entre dos cortes, dos imágenes, dos cuerpos. Resonancia, vibración. Quizá Eisenstein no supiera que en el fondo hablaba de amor cuando hablaba de montaje de atracciones. Quizá el teatro sea la mesa de un montaje de afectos, yuxtaposición de cuerpos que resuenan y vibran inevitablemente, como un plano en el siguiente. Montaje, atracciones, montaje de atracciones, personas que se atraen, yuxtapuestas, unas al lado de las otras. Una pantalla atraída por la voz de un actor atraído por las palabras de un cineasta atraído por los ordenadores que disparan una luz que atrae la atención del espectador por el que se ve atraído el cineasta que se expone. Que se entrega al riesgo del bucle de vergüenza ajena. O del goce, en nuestro caso.

Soon in theatres, dicen los americanos. No sé si se refieren al cine o al teatro; pero sí sé que no vamos a asumir la idea de dejar de ir. Que no vamos a continuar con la puja de una sociedad que quiere dejar de juntarse a pensar el mundo, contemplar el pasado, atisbar el futuro y amar. Reconocernos o arder, perdernos en las resonancias entre montaje y atracción o aquello que vibra entre cine y teatro: si querías saber más de lo que hizo Jonás para este ciclo, haber venido. Ambos mundos resuenan de forma intensa en el presente compartido. Menos mal que LOS ILUSOS ya no está disponible en filmin, sería un poco raro vérsela en internet después de haber escrito todo esto. Pero no faltan ganas.

 

 

Años 90, nacimos para ser estrellas

por Elena López Riera

Ayer, cuando salimos del teatro me preguntaste ¿Si hubieras podido elegir que no cayeran las torres gemelas, habrías detenido los aviones? Me callé porque los dos sabemos, que el final de los siglos no se puede elegir, y porque ese día comprendimos, que ya teníamos memoria.

Minutos antes de que empezara Años 90. Nacimos para ser estrellas, una pantalla anunció un trayecto en la máquina del tiempo. Dijo que nuestros ojos se abrirían después de 6 años y que podrías verte pensando como pensabas, bailando como bailabas, amando otra vez y para siempre, pero siempre mal, siempre a la misma persona. Dejándote querer peor aún. Hablaban entre ellos, de cosas suyas, pero hablaban mirándonos a los ojos, y yo creí de nuevo que hablaban sólo de nosotros y de nadie más.

Dos chicas, dos chicos, dos chico-chicas, qué más da. Dijeron llamarse Itsaso y Violeta, arrancaron el viaje a hostia limpia, sin piedad con ellos ni con nadie. Obligándonos a mirar lo qué éramos y en lo que nos hemos convertido. Recordándonos que nacimos para ser estrellas, recordándonos un tiempo en el que podíamos permitirnos pensar en imágenes pop como el espacio, las noches inconmensurables, las estrellas de rock. Cuando fuimos, por un breve espacio de tiempo, luminosos. Supernovas.

«Una supernova es una explosión estelar que puede manifestarse de forma muy notable, incluso a simple vista, en lugares de la esfera celeste donde antes no se había detectado nada. Las supernovas producen destellos de luz intensísimos que pueden durar desde varias semanas a varios meses. Posteriormente su brillo decrece de forma más o menos suave hasta desaparecer completamente». Esto me explicaste uno de aquéllos días, después de ver esa película del director húngaro que ayer La tristura convocaba, proyectando en una pantalla esta secuencia como si fuera un espejo. Y el cine, dijo Itsaso, nos apartó de la vida.

Anoche no fue el 25 de Enero del 2014, sino una de esas noches crueles, amarillas y ominosas en las que se formulan los actos de juventud, los atentados. En las que una estrella no es más que el reflejo de la luz que emite muchos años después de su desaparición. Esos años, ya sabes, en los que también llegamos a una capital cualquiera pensando que allí podríamos hablar con gente, encarnando el futuro que otros habían inventado para nosotros y que nunca se cumpliría. Aguantamos como pudimos la versión de Que no sea Kang por favor, desgañitada, a capela, que las chicas-chico cantaron para nosotros. Y todos pensamos que éramos ese alguien del futuro que algún día, como el de ayer, venía para escuchar aquéllo. Pero no pudimos salvar a nadie, porque claro, quisimos salvarnos a nosotros primeros. Comernos los unos a los otros, salpimentar nuestras heridas, arrancarnos la carne a dentellada seca. Los malos, como siempre, siguieron venciendo.

Y entonces, destellos de recuerdos en la televisión y canciones de ésas que a la gente ya no le gustan, que los amigos de mi hermano pequeño ni siquiera conocen. The Verve, Radiohead, Los planetas, Nacho Vegas, Kurt Cobain. Y ya lo he vuelto hacer, joder. Pensar que aquéllos que vimos anoche éramos nosotros, porque los siglos nos pertenecen. A nosotros y a nadie más. Y naranjito y la victoria socialista. Y mi padre leyendo Diario 16 y la imagen verde y titileante de un muro que caía a cachos y que queríamos romper porque éramos niños y ya queríamos romperlo todo. Y murales en las clases de prescolar y de EGB de una nueva España descrita en círculos concéntricos y números y conjuntos. Y bollicaos. Y la muerte de un gitano que se llamaba Camarón.

Hasta que llegamos a las imágenes  de gente que se precipitaba a un vacío inconmensurable en Manhattan del 2001. Y mientras los otros caían, fuimos por fin, estrellas. Fue una tarde gloriosa porque el mundo, la historia y el siglo, de repente y para siempre, nos pertenecía. Porque nosotros habíamos sido elegidos para ser testigos de la catástrofe, porque habíamos nacido para triunfar. Y después vino la noche de anoche, como si en el medio no hubiera pasado nada más que eso que ya no podemos contar. Que habremos olvidado. Que callaremos para siempre.

En 1990, Hervé Guibert escribió un libro titulado: Al amigo que no me salvó la vida (À l’ami qui ne m’a pas sauvé la vie). En él, hablaba de promesas, de futuros asfixiados por una circunstancia histórica. De familia, de amantes, de amigos. Del sida. De la amistad seropositiva y latente que puede estallar en cualquier momento arrasándolo todo, incluso la vida. Ayer La tristura gritó de rabia (no el sentimiento sino la enfermedad de los perros). Gritó que habíamos sido capaces de superar a los fascistas, a los países, a todas las catástrofe, al asesinato de Lorca, al de Pasolini, a nuestro deseo de trascender, de ser estrellas, de querer revolucionarlo todo. A nuestro empeño por desear revolución.

Que pudimos superarlo todo o casi todo, y entonces… Entonces ¿qué es un virus para nosotros?

Quise agarrarte la mano muy fuerte, más fuerte que nunca y lo hice. Y te pedí que me dijeras que todo iba a salir bien, que saldríamos allí igual de amnésicos y de miopes que habíamos entrado. Pero entonces dime ¿Podremos también superar un virus como el nuestro, que está tan profundamente inoculado en la historia? ¿De verdad, tenemos cura, ahora que ya no somos pop, ni jóvenes, ahora que sabemos que nunca fuimos tan guapos como los demás, ahora que ya nunca seremos estrellas?

Callaste. Y anoche comprendí que ya no puedes agarrarme la mano por vergüenza, porque sabemos que ninguno de nosotros cumplió la promesa que hicimos cuando quisimos salir corriendo y destruirlo todo, que ninguno de nosotros fue capaz de ir a la guerra. Que nos conformamos con contemplar las catástrofes ajenas desde la televisión, con soñar los conflictos de los otros. Y que no, ninguno fue capaz de practicar el terrorismo como la única forma de vida posible.

Cuando salimos no pudimos hacer otra cosa que bailar las canciones que ya nadie sabe bailar. Por ese amigo que no nos salvó la vida, por la catástrofe que nos embelesa cada vez que encendemos la televisión, por las estrellas muertas que siguen emitiendo luz, por los planetas, por la cobardía, por todas las películas.

Bailamos como bailaban las chicas-chico en medio de un bosque, en un beso infinito que anoche besamos, todos los que soñamos en los noventa. Bailamos porque no sabemos hacer otra cosa cuando nos asalta el pánico, bailamos por nosotros y también por los mediocres. Bailamos porque ya nunca seremos estrellas.

 

 

 

 

 

Los primeros días

Promete que me llamarás. Pero no te cortes ¿eh?. Descuida, lo haré.

Pero un día te harás mayor. Púber, adolescente, treintañero. Sénil. Y te parecerá que nunca fuiste adulto y que te hiciste viejo demasiado pronto, porque uno siempre envejece de manera prematura. Y otro día querrás encontrar el origen de la traición, no sólo de la tuya, sino también la de todos los demás. Dime que aún así me llamarás y que querrás cumplir con el resto de lo prometido.

Tengo 25 años en Europa, tengo 10 años en Europa y tengo el cuerpo manchado de historia.

(…)

No sé si estas palabras la he inventado a medida que escribía o son los restos del estallido al que asistimos ayer en Cineteca, durante el estreno de la película Los primeros días, de La tristura y Juan Rayos. Quizá sí, las inventé en un tiempo muy lejano, anterior al día en que nacimos hace 30 años, o a caso en un tiempo que no ha llegado todavía. Pero no importa, porque hoy estoy segura de que éstas palabras son tan suyas como mías, que son las palabras de una generación.

Los primeros días es una película que relata el proceso de preparación de la obra Materia prima que La tristura presentó en 2011 (obra que cerraba la trilogía de la educación sentimental, tras Años noventa, nacimos para ser estrellas (2008) y Actos de juventud (2010)). Candela, Ginebra, Gonzalo y Siro prestan sus cuerpos de 10 años a los miembros de un colectivo que se (nos) clavan preguntas como cuchillos sobre las huellas de un pasado (el suyo propio, el de los niños y el de todo aquél que se deje llevar por la película).

¿Cómo éramos al principio? Pregunta Ginebra mirando a cámara sin piedad, mirándonos directamente a lo ojos, aunque intentemos esquivar la pregunta. ¿Quién se acuerda? Insiste. Y ese cuerpo de 10 años que creeríamos presentarse como un objeto frágil no se quiebra. Al contrario, continua implacable pronunciando un texto que no ha escrito pero que le pertenece. Un cuerpo sin a penas memoria (¿cómo podría tenerla en un tiempo tan breve?) pero ya, manchado de historia, cargado de culpas ajenas, preparado para las traiciones, sobre el que otros han proyectado sus huellas como en un pantalla vacía.

Al principio, vivíamos a golpes. Sentencia Ginebra, a modo de respuesta.  ¿Pero de qué principio podría hablar una vida de sólo 10 años? El origen se anuncia, entonces, como un punto mucho más difuso que el que indican los primeros minutos de una película, de un proceso de trabajo. Los primeros días del resto de nuestras vidas.

La tristura cumple 10 años. Celebran el origen, e imagino que también los golpes,  las dudas, los afectos, las desintegraciones. Una memoria breve pero consciente, como la de una niña que nos habla de un pasado muy lejano, como si en realidad pensara en un futuro insondable que no la estuviera esperando. ¿Seguiremos ahora viviendo a golpes?

10 años, 25 años, 100 años en Europa.