La correspondencia que he mantenido con Jaime Conde-Salazar durante el proceso de creación de Soy una obstinada célula del corazón y no dejaré de contraerme hasta que me muera, ha girado alrededor de la imagen, de los colores de la vida y de la muerte, de la sangre, de la luz, de la pintura. Pasado un tiempo él me la está devolviendo convertida en una narración que podríamos titular “Las cartas de La Una y La Otra”.
Aquí va la primera entrega
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DIÁLOGOS SOBRE EL COLOR I
Todo comenzó con una coincidencia: estando en dos lugares distintos, las dos llegamos al mismo tiempo a la misma imagen del misterioso pintor veneciano Giovanni Bellini (1433-1516). La Una perseguía los orígenes de la pintura moderna: Giotto, Masaccio, Fra Angelico… Y La Otra estaba en Milán donde había tenido la fortuna de encontrarse en la Pinacoteca Brera con la exposición dedicada a Bellini y al nacimiento de la imagen de devoción humanista. La imagen en la que tuvo lugar el encuentro muestra el cuerpo muerto de Cristo erguido sostenido por la Virgen y San Juan. La Una dio con un dibujo preparatorio, La Otra con el cuadro.
El cuerpo de Cristo muerto se convierte en el paradigma del cadáver. En vez de mostrarse un cuerpo muerto tumbado, abandonado al peso, entregado a la horizontal, aparece erguido. Cuerpo muerto en postura de cuerpo vivo. De esta forma se convierte en objeto de contemplación como si la posibilidad misma de que ese cuerpo fuera una imagen pusiera en cuestión la propia idea de lo vivo y lo muerto.
La pintura hace evidente la cuestión: la clave está en el color, en la diferencia entre el color del cuerpo vivo y del muerto. A veces veo que lo que los separa es un matiz de temperatura, pero en otros cuadros los colores son tan diferentes que parecen cuerpos de naturaleza distinta, esas veces me parece que esas imagines se vuelven un vánitas, una forma de decirte: hoy sonrosado, mañana gris.
El del muerto es un color con muchos matices. Aquella noche/mañana que La Una pasó junto al cuerpo de su padre, se dio cuenta de que el color fuera lo más cambiante de la muerte, lo que la delataba y lo que delataba cada uno de sus estados. Eso estaba en todas las representaciones de la muerte que vio en aquellos días de viaje por Italia.
Al volver a casa, las dos se dieron cuenta que la imagen de Bellini les había hecho pensar en el maravilloso cuadro de Antonello da Messina (1430-1479) que se conserva en el Museo del Prado. Aquello era una señal: el siguiente encuentro tendría lugar frente a aquella imagen.
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