Elena López Riera
El ciclo que La tristura organizó para celebrar su décimo aniversario (un aniversario que fue en parte, un canto a los primeros pasos, a los primeros actos, a las primeras convicciones) se selló con la presentación de la última pieza de El canto de la Cabra tras un tiempo ausentes de la escena madrileña. El suelo negro horadado de tijeras, una langosta apostada en una lámpara, una mujer con los ojos vendados, el ruido de mil canicas deslizándose. Ésa fue la participación de El canto de la cabra a aquéllos días intensos de La Pradillo, una toma de posesión determinada, una declaración de principios generacional (Y sí ¿Por qué no iban a estar ellos en el mismo sitio que nosotros?).
Empezamos escuchando una voz que hablaba de un invierno en el exilio, de Ávila, de perros que rodean una casa muy grande, del campo. De cómo se ven las cosas desde el otro lado, de pasar las mañanas en un lugar donde no se oyen los coches. Del quinto invierno. De repente la imagen de una cafetera gigante irrumpe la pantalla y sólo vemos las manos de una mujer y las manos de un hombre, una caja de tabaco de liar y el trabajo de la creación como un desayuno, la intimidad como trabajo. Quizá, y por qué no, también el amor por las mañanas.
En su texto de presentación para esta pieza, Elisa y Juan escribieron: «El momento que atravesamos no se parece en nada al lugar en el que estamos. Los cuatro cachorros que han visto cómo dos perros destrozaban a su madre siguen vivos, juegan, juegan todo el rato. La vida, esa cosa que queremos tener cuando se nos escapa, nos está dejando en blanco” y sus palabras, podrían haber sido las de cualquiera de los que nacimos después de la dictadura. Las repito muchas veces seguidas y pierden sus significado. La vida nos está dejando en blanco. La vida nos está dejando en blanco. La vida nos está dejando en blanco. Y no sé si la idea de que todas las vidas se repiten a lo largo de la historia me aterra o me tranquiliza.
Después me acuerdo de un pasaje de Pedro Páramo en el que un padre llevando a su hijo a hombros en una noche muy cerrada, le pregunta si puede oír a los perros. El hombre más viejo no puede oír durante el camino porque las piernas del hijo le tapan las orejas. Que un padre le pregunte a un hijo si puede oír a los perros susceptibles de desgarrarles las entrañas, es como decirle que él también tiene miedo a la muerte. A los malos. Es como admitir que la suerte de los padres y de los hijos se repite a través de los tiempos, de las generaciones. Pero el hijo no (nunca) oye a los perros. No sé por qué hablo de Rulfo para hablar de El quinto invierno, pero creo que algo parecido pensé cuando la voz del hombre en el teatro hablaba de una vida que se escapa y también cuando hablaba de cachorros.
En 2009 cerraron su espacio escénico tras 18 años de vida negando el cansancio con una nota en la que decían que les habían dado por muertos y por culo. Hoy la he leído para escribir este post y he pensado que es una manera más que elocuente de resumir el estado de la creación contemporánea madrileña. De la oficial y de la oficiosa, de esa ciudad capaz de provocar todos los amores y todos los odios. Después de esto, El quinto invierno, me parece un título distinto y siento un poco más de frío que cuando los vi en la sala Pradillo, a pesar de que algunos dicen, que ya es primavera.