Elena López Riera
Escribo esto desde una ciudad Europea, una cualquiera. Una de ésas que ahora me parecen tan lejos de Madrid, tan lejos de todos nosotros; y me escucho preguntándote, si seremos capaces de bailar cuando se acaben las ciudades, cuando todo esté arrasado. Y tú, que no estás aquí, que no estás en ninguna parte, me respondes con las palabras de otro: «nunca empezar desde los buenos, viejos tiempos, sino desde éstos, miserables».
La chica le habla al chico sobre su miedo al suicidio y luego se ríe. Y pienso que todas las películas deberían empezar así, como la vida (nosotros, los más tontos, los que parecemos siempre dormidos, lo sabemos), con la explosión de ese instante sublime, como un movimiento constante entre lo trágico y lo ridículo. Las ganas de reír tapizada con las ganas de besarte. Con el deseo inevitable de desaparecer. Con el amor, con la muerte. Con esas ganas precipitadas de bailar hasta morir.
Mañana vendrá la bala y con la bala vendrá el olvido. Vendrá el olvido. El olvido. Y pienso que ojalá viniera para arrancarnos todo lo que hicimos, lo que aprendimos, lo que nos hicieron creer. Para olvidarnos de los tiempos que vendrán, de esas caras que tendremos dentro de unos años, de los pies cansados, de las decepciones, de la oscuridad que no han parado de anunciarnos desde que tenemos memoria. Hoy quisiera que viniera el olvido pero sólo ha venido la bala. Y aquí está. Y la bala son ellos dos corriendo en la noche, escapando por las esquinas de una ciudad desierta, marcando el ritmo del apocalipsis a golpe de pasos robados. Huyendo. Deshaciendo el camino que otros marcaron para ellos. Sembrando la furia por las esquinas.
La bala son ellos dos y somos nosotros. Todos nosotros. Y entonces pienso que deberíamos dejar de hablar de amor, pienso que siempre hablo de amor y me propongo firmemente hablar de la guerra. Veo al chico y a la chica correr, perseguirse, huir de los malos y me digo que a partir de ahora hablaré sólo de guerra. Y entonces me doy cuenta de que no hay ninguna diferencia.
Las calles de esta ciudad están llenas de basura, de huellas de cadáveres, de noche. Las calles están llenas de mierda y de silencio. Algunas veces se escuchan los disparos, se siente la pólvora, pero eso no es la más grave. Lo más grave es el miedo, siempre el miedo. Ese miedo idiota y aniquilador que ha conseguido acabar con nuestros pasos, con nuestros besos, con nuestras ganas de salir corriendo y arrasarlo todo. Ese miedo que ha convertido las calles en salidas de emergencia, en ruinas prematuras, en lugares donde ya no se puede bailar. Y me digo que deberíamos pensar el principio de siglo como el miedo que ahogó el ruido, que aplacó la furia.
Mañana vendrá la bala es una película furiosa porque existe contra la voluntad de los otros. Es una película que existe cuando nos han dicho que nosotros ya no tenemos nada que decir, que no supimos hacer la revolución, que somos una derivación de lo frívolo, que ni siquiera llegaremos un día a ser malditos. Esta película se ha hecho con 4 personas y la cámara de un teléfono, se ha formulado desde la furia, como el canto desesperado de quienes no quieren ir a dormir. Desde el gesto más urgente: el de una generación que no quiere asumir la derrota, ahora que los otros dicen que ya nada merece la pena. Que ya lo hemos perdido todo, hasta el derecho a contarnos.
Rafa y Jimena son el chico y la chica que huyen de los malos por la noche como si la única salida posible fuera seguir corriendo y corriendo hasta la extenuación: No volver a casa hasta caer rendidos, perderse en la noche, entre los árboles, los adoquines, los karaokes. Mañana vendrá la bala es un homenaje a los estados de excepción, a las economías de guerra, al amor en los minutos previos al apocalipsis. El chico y la chica hablan de invasores, de la gente triste del medio día, de la diferencia entre pasear (por placer) y deambular (porque se te cae la casa encima), y entonces todos sus movimientos y con ellos, también los nuestros, se convierten en un acto revolucionario. El chico y la chica hacen mucho ruido y entonces me doy cuenta de que el ruido es la única manera de vencer, de que si seguimos bailando, si contradecimos las órdenes de aquéllos que quieren someternos, si no aceptamos esta nueva condición de fantasmas endebles, de niños pijos sin oficio ni beneficio, si no aceptamos ser el final de una raza, quizá, todavía haya una salida.
Te llamo para decírtelo, aunque ya hace demasiado tiempo que no hablamos y no sé si vas a contestar. Te llamo y te digo sólo esto: no digas nada. No quiero que digas nada. Salgamos a bailar. Sígueme hasta el final de noche. Sígueme hasta el final de mi locura. Y aunque tú sabes que es sólo la letra de una canción muy vieja, obedeces. No dices nada y empiezo a escuchar tus pasos sobre el suelo. Son los primeros sonidos del baile y entonces comprendo que ha empezado el viaje.
¿Pero seremos capaces de bailar ahora que ya nadie nos necesita? (pregunta La tristura en el El sur de Europa). Y entonces el acto más sencillo, el más primitivo, se convierte en el más revolucionario. Te acercas a mi oído y me dices con una voz muy suave pero muy determinada: Ahora es cuando bailaremos hasta desaparecer y ésa será nuestra revolución.