¿Cómo éramos al principio? ¿Quién se acuerda?
El sábado escuchamos con la respiración entrecortada algunos de los textos más hermosos que se han escuchado durante estos días de exposición salvaje en la sala pradillo. “Al principio, vivíamos a golpes. Llego y te digo. Necesito una formación ¿puedes dármela? Y entonces empezamos a golpearnos. Llegará un día en el que alguien dirá: se han acabado los golpes ¿alguien sabe por qué? Pero no lo sabremos y empezaremos a golpearnos otra vez. Estamos juntos porque estamos en vuelo. Los vencejos tienen las patas muy débiles. Y cuando se posan, se las quiebran. Somos vencejos y debemos volar sin detenernos porque el mundo nos ha prometido que nuestras patas se quebraran cuando nos posemos.”
Ginebra tienen 9 años la primera vez que interpreta este texto. Está a un lado de la sala cuando lo hace, pero yo me imagino que lo hace mirando a cámara, en fin, mirándome a mí. Y que habla de nuestra primera hostia, que habla del momento preciso en que empezamos a hacernos daño, que habla de un vuelo inconsciente emprendido un día y que dura ya demasiado tiempo. Y entonces, las palabras que salen de ese cuerpo que está tan lejos de los nuestros, se convierten en las más brutales que hayamos escuchado jamás.
La tristura encontró a Siro, Gonzalo, Candela y Ginebra cuando tenían 9 años, y los miraron de frente. No como si fueran sus superiores, como si sus cuerpos y sus recuerdos de adultos pudieran enseñarles algo del camino que les quedaba, sino al tratando de imaginar que eran simplemente las mismas personas en momentos distintos. Ser uno en la piel del otro, en un cuerpo ajeno, más pequeño, más flexible, y sin embargo… Sin embargo saber que ese cuerpo de 9 años, de 10 años y hasta de 12 años está tan manchado de historia como éstos, ya un poco cansados, de 30. Que el cuerpo del padre, está tan manchado como el del hijo y que, como el padre, no sabremos dónde estaremos dentro de 10 años. Que no sabremos hacerlo mejor, porque así lo ha escrito la historia.
Supongo que en algún momento de la vida a todos nos gustaría encontrar ese último instante de pureza, en el que la belleza es imperturbable y las palabras te hacen daño de una manera muy distinta a la de ahora, en el que todavía no estamos rotos. Ese momento en el que la fragilidad no representa una amenaza, y todavía podemos creer que todo saldrá bien. Ese momento en el que nunca serás objeto de la culpa. ¿A caso alguien puede imaginar que un niño se convertirá en un artista, un banquero o un asesino? ¿Podemos realmente ponernos en su piel cuando la memoria tiene ese implacable mecanismo que nos obliga a olvidarlo casi todo y a guardar sólo las cosas que nos hacen daño?
En una de mis películas preferidas de todos los tiempos, Mes petites amoureuses, de Jean Eustache, el director intenta apropiarse del momento más inaprensible, quizá el más misterioso de la vida. Ese momento en el que de manera imperceptible se pasa de la infancia a la adolescencia. El larguísimo verano. Ése que definirá el resto de tu vida, el que marca el primer atisbo de cansancio, el primer golpe consciente. Ese instante fugaz, en el que un gesto sobre la piel, se transforma en caricia. Cuando el sábado vi Materia prima por primera vez, no pude parar de pensar, como cuando vi la película de Eustache, que ese gesto casi imperceptible, esa hora y media en que los niños-adultos bailan, se pelean, se anuncian traiciones, amores, noches infinitas, se reprochan cosas que si quieran sospechan que sucederán, era el gesto más importante de la historia. Siro, Gonzalo, Ginebra y Candela nacieron en el año 2001, “cuando el mundo no sabía nada de ellos, pero ya los estaba esperando”. El momento preciso en el que terminó el siglo en que nacimos, en el que cayeron las torres gemelas, en el que empezamos a traicionarnos. El sábado durante la representación de Materia prima, las voces y los cuerpos de 12 años, fueron sin duda, el gesto histórico más determinante, el que nos hace pensar que el vuelo (hasta el de los vencejos) es discontinuo. El que confirma que un día terminaremos quebrándonos las patas.
Cuando salimos del teatro el sábado, lo hicimos en silencio como casi todos estos días. Quise preguntarte si era posible parar, posarse aunque con ello se nos quebraran las patas y el alma. No te pregunté dónde estaríamos dentro de 10 años porque dentro de 10 años es ahora. Porque esa pregunta nos la hacíamos cuando aún volábamos. Cuando éramos más sanos, más estúpidos y menos frágiles, cuando todavía nos hacíamos esa clase de preguntas.