Unas reflexiones acerca de la intervención de Jonás Trueba
Alejandro G. Ruffoni / Observadores!
(Ten Minutes Older, Herz Frank, 1978 | haciendo clic en la imagen, el cortometraje)
MAQUILLARSE, afeitarse, colonia mejor no. Elegir cuatro prendas, despeinarse con precisión o ponerse tacones, salir de casa. Llegar y cruzar algunas miradas, intercambiar afectos, eludir cierto saludo incómodo, dar una colleja a un colega o aferrarse a esa mano tierna cuyo contacto hace vibrar la propia mano. Colarse con algunas gominolas o tajarse, sentarse en un patio de butacas, exhalar, echarse hacia adelante y ceder. Confiar. Entregar nuestra atención a aquél en quien hemos delegado la tarea de enmarcar un tiempo suspendido entre ciertos paréntesis, la realidad -o nuestra capacidad de componerla- hipertrofiada en el ejercicio estético de esa confianza. Alguien ha debido pasar un tiempo preparando algo para nosotros, preparándose para exponerse ante nosotros a través de ciertas elecciones, elementos que resuenan entre sí, ideas, imágenes, gestos. Cedemos nuestra atención, prestamos atención, la prestamos y nos estimula. Nos ensancha. No sé si estaba hablando de cine o de teatro pero da lo mismo y no.
Es placentero mirar ante la pantalla. La dermis de la pantalla, una caricia de luz: ningún sujeto percibe ni juzga las convulsiones de nuestra mirada. Estamos protegidos ante la pantalla, no escupe babas. No nos ve mirar, no nos ve mirarla. El film, devenir criogenizado, intima religiosamente con la muerte. La pantalla hace de relicario, sarcófago para el cuerpo del actor. Nos fascina como el fuego a la polilla o como dios, nos quema, ardemos en un éxtasis ante la luz. La mirada y la muerte. En cambio en escena el actor respira conmigo, conoce mejor que yo mis reacciones, contenemos juntos la respiración o el bostezo. Una voz real, un cuerpo se desfigura ante nosotros, la atención lo atraviesa, deificándolo y reificándolo, sujeto que es objeto artístico a un tiempo. Si el actor hace el ridículo yo inevitablemente lo reflejo, y me ve reflejarlo. Ponerse ante un actor vivo, contemplarlo, es arder con el, exponerse ante él, expirar con él un poco. Toser o no toser, la gestión del sueño o la respiración contenida, todo deviene decisión, posicionamiento. El bucle de la vergüenza ajena se da cuando no puedo contenerme y querría. Cuando mi actuación como espectador está afectada, horadando el terreno del exceso, dejando huellas en los cuerpos que me rodean. Cuando respiro incomodidad y me paso a mi pesar y me ven pasarme y me pesa y ven que me pesa, me ven los otros pero ante todo me ve el actor que tengo delante, despertando en mí el ridículo que creo suyo pero que es nuestro. Lo compartimos el uno ante el otro. En el cine, es la película quien se expone en nombre del espectador. Ir al teatro es asumir el riesgo de caer en el bucle de la vergüenza ajena. También es apostar por el bucle erótico del reconocimiento mutuo, la confianza, el placer atroz.
Llega el proyeccionista, el primero que llega a la ciudad. Llega Jonás Trueba, se expone, nos habla, se sienta ante el ordenador frente a Francesco Carril, que lee muy bien sobre las imagenes que mezcla en vivo, que recorre alante y atrás, las imágenes en las que se detiene el cineasta. El primer proyeccionista de Madrid carga una película a vista, lo hace ante el público, no suena nada, un pianista añade ciertas notas, impone afectos ineludibles -no hay párpados para los oídos-, pero respira como nosotros. Francesco lee sin ver aquello a lo que pone voz, desfases en la relación en el tiempo de las resonancias que se establecen entre lo dicho, lo visto, lo que evocan las palabras que escuchamos, la respiración del que las ejecuta o la Historia. Cine primitivo, teatro de vanguardia, transmedialidad, metalenguaje, un ensayo, live cinema, cuerpos ante cuerpos, imágenes ante imágenes o simplemente un encuentro. Juntarse a contemplar. Jonás escribe algo así como que el mal teatro es insoportable, y que al mal cine no le ocurre lo mismo. Estoy de acuerdo, es por aquello del bucle de vergüenza ajena. También habla de cierta idea del amor. Que en el amor se ocupa el lugar que deja algo, sustitución de una ausencia. De pronto pienso que el amor es todavía ausencia, aquello que hay entre dos cortes, dos imágenes, dos cuerpos. Resonancia, vibración. Quizá Eisenstein no supiera que en el fondo hablaba de amor cuando hablaba de montaje de atracciones. Quizá el teatro sea la mesa de un montaje de afectos, yuxtaposición de cuerpos que resuenan y vibran inevitablemente, como un plano en el siguiente. Montaje, atracciones, montaje de atracciones, personas que se atraen, yuxtapuestas, unas al lado de las otras. Una pantalla atraída por la voz de un actor atraído por las palabras de un cineasta atraído por los ordenadores que disparan una luz que atrae la atención del espectador por el que se ve atraído el cineasta que se expone. Que se entrega al riesgo del bucle de vergüenza ajena. O del goce, en nuestro caso.
Soon in theatres, dicen los americanos. No sé si se refieren al cine o al teatro; pero sí sé que no vamos a asumir la idea de dejar de ir. Que no vamos a continuar con la puja de una sociedad que quiere dejar de juntarse a pensar el mundo, contemplar el pasado, atisbar el futuro y amar. Reconocernos o arder, perdernos en las resonancias entre montaje y atracción o aquello que vibra entre cine y teatro: si querías saber más de lo que hizo Jonás para este ciclo, haber venido. Ambos mundos resuenan de forma intensa en el presente compartido. Menos mal que LOS ILUSOS ya no está disponible en filmin, sería un poco raro vérsela en internet después de haber escrito todo esto. Pero no faltan ganas.