Patricia Caballero en Pradillo

 

Patricia Caballero baila para nosotros, en Pradillo. Ha colocado los focos en círculo, describiendo un corro de luces bajas, casi a modo de candilejas. Ella se presenta, La Pardilla en Pradillo, nos saluda y, con el pudor y la delicadeza de quien ama su historia y sus personajes, empieza a contarnos este cuento, una función de títeres, un romance de ciego. Un baile en la esquina del mercado. Patricia suda, saca ojeras, deja que le crezca el pelo. A lo largo de la pieza, de las piezas que irá desgranando para nosotros como preciados objetos del cajón heredado de una madre, la vemos fluctuar, resplandecer y parpadear como una luz sumergida. Ella es de Chiclana, y a riesgo de ponerme cursi diré que me ha recordado a una imagen que sólo he visto en Cádiz, cerca de su pueblo: peces destellantes, cruzando como el rayo la pared vertical de una ola inmensa y verde. Sí, Patricia nos ha llevado de un sitio a otro, como una ola, y dentro de la ola se ha movido en zigzag, rápida, lista, acostumbrada al vértigo de su imaginario, el que ella misma se ha construido y por el que se mueve sin miedo a caer, a quedarse fuera de la pared vertical.

 

Ha educado a su cuerpo para conciliar las dos aguas que ama: la música y la palabra. Mientras baila, caen sobre nosotros sus historias: la de su admirada Loie Fuller y sus amigos que murieron de cáncer, los derviches que le enseñaron a girar y mantener el vestido flotando, el imperdible escondido de su vestido para no arrastrarlo por el polvo de la Feria de Chiclana. El homenaje a Loie Fuller es hermoso porque a través de él se duplican, sin dividir el núcleo de la imagen, los cuerpos que bailan: el de ella y el del vestido, esa marea de volantes rojos y oleadas que aparecen y retuercen la luz. Patricia baila como una vieja, como una jorobada, como una mujer maliciosa. Me ha hecho pensar en los anuncios de mujeres sifilíticas de Ramón Casas.

 

Las canciones que comparte con nosotros son unas coplas de un hombre que emigró a Argentina y dejó a su mujer e hijos, una canción de un mulero, otra de los gallegos que arrastraban piedras enormes y se daban fuerza unos a otros para ir tirando. Patricia titila como una luz antigua, de una vela, y se mueve con el aliento de las voces que cantan estas canciones, voces fatigadas y calientes. Mientras tanto ha ido picando los focos como si fueran piedras, desordenándolos y amontonándolos. Ella baila frenéticamente, como Loie Fuller, pero ha roto la luz, y se ha roto a sí misma, es el aliento del cansancio, de la insistencia. Como la bruja de Blancanieves, la de los Hermanos Grimm, se ha puesto unos zapatos de hierro candente y se ha ido bailando por el camino.

 

Cuando por fin se detiene, nos anuncia “El final menos original de la historia”. Coloca los focos boca abajo, encendidos pero con las palas cerradas, como bocas besando el suelo. Se quita el vestido y lleva esas bragas y sujetador con los que ya no es un pez, sino una chica de veintipocos , que se ha bañado en el río. Nos canta una canción que le enseñaron en Rumanía, y “no sé lo que significa”. Tiene el pelo suelto. Patricia recupera el aliento, como las piedras, como los peces, como Loie Fuller. Todavía sigue ardiendo en nuestra imaginación.