Siempre es esperanzador que un espacio dedicado a las artes escénicas promueva desde el primer día de su apertura la circulación de distintas disciplinas artísticas. Primero fue el video de Chus Domínguez y la coreógrafa Mónica Valenciano, luego el video instalación el Diezmo de artista de Marta Azparren y al día siguiente el Colectivo maDam con una intervención musical de improvisación acústica site specific.
Esta programación reivindica el hecho más que conocido, pero poco practicado, de que el arte nació con vocación transdisciplinar. Es difícil de creer que después de un siglo de prácticas que han cuestionado la especificidad del arte, desde las primeras vanguardias a las contaminaciones actuales, todavía escaseen proyectos que favorezcan el trabajo y la programación multidisciplinar. Por eso al terminar la jornada del 28 de abril con maDam, después de haber visto los trabajos de Fernando Renjifo y Paz Rojo, un espectador como yo se siente agradecida de haber pasado la tarde siendo tocada por el lenguaje de la palabra, el cuerpo y el sonido.
En particular, maDam fue una experiencia acústica de esas que ajustan los sentidos al cuerpo, como sucede cuando vamos al bosque o al mar. El trabajo del colectivo gira en torno a crear espacios ambientales sonoros ejecutados por instrumentos nobles, voces, equipos electrónicos y objetos comunes como piedras. El resultado de aquella noche fue una composición intensa en su capacidad de evocar paisajes emotivos y relajante por su estructura poco saturada.
Además sucede un fenómeno casi imperceptible que se diferencia de la música tradicional. El universo sonoro que emerger desde un objeto extraído de la cotidianeidad produce el mismo efecto que el actor que deja de hacer un personaje. La escena se vuelve real y el espectador piensa y siente proximidad, semejanza, pues ante él no se encuentra una técnica encarnada en un cuerpo que termina percibiéndose artificial. Al contrario, alguien como él le habla. Así mismo, cuando el sonido emerge de un ladrillo, de un juguete, teléfono o un cepillo para limpiar la ropa, por más extraña o próxima que nos parezca su musicalidad, resulta algo posible, pues a través de una sencilla tecnología y no de una técnica de la que somos analfabetos, imaginamos que cualquiera de nosotros puede hacer música. La paradoja es que esta percepción de simpleza es una apariencia. Las prácticas contemporáneas han logrado hacer parecer sencillas y accesibles expresiones que siguen siendo complejas, que requieren estudio y entrenamiento.
Aunque aquella noche estábamos rodeados de máquinas y cables, la piedra lanzada al muro por el clarinetista o el ladrillo rasgado por un cepillo de metal, nos hacía sentir más próximos a la música como a la naturaleza.