¿Qué hace falta para danzar?
A partir de un primer plano alumbrado solo por una linterna y oscurecido por su ausencia, intuimos el cuerpo de la bailarina sumergido en la espuma de una bañera y enmarcado por un marco de madera que flota sobre el agua.
Desde una profundidad, que puede ser entendida como metáfora de un lenguaje que se transforma ante nuestra mirada de espectador en danza, cine, escritura o pintura, emerge una reflexión personal sobre la creación, sobre sus márgenes, sus zonas opacas y visibles, sus posibilidades.
¿Dónde comienza el arte y dónde termina? La pregunta más vulgar de las preguntas para iluminar una opacidad propia de una práctica. ¿A qué tiempo nos invita? Al de una intimidad compartida, que como dice José Luis Pardo, no se define cronológicamente, sino como un acontecimiento que no resiste lenguaje.
Es una danza sin danza, una danza sin sudor que recoge dentro de una bañera todo el sudor. Una danza que se rodea de elementos ínfimos como frases recortadas de periódicos, un hilo sin procedencia y unas cerillas que adquieren vida propia al entregarse a la mínima resistencia de la espuma.
Despojada y contaminada, esta danza que también es cine, nos conduce al silencio, a la contemplación de un paisaje privado, a un tiempo que ha renunciado a construirse y que en cambio se disuelve una y otra vez. Una danza líquida, que no conserva nada en su coreografía, pues todo gesto es un paso siguiente, un homenaje a lo efímero.
¿Qué se parece más a una experiencia vital: una coreografía o una mano agitando el agua de una bañera?