Crónica en clave de ficción de unos días en Barranquilla, parcialmente inspirada por un capítulo de Negra, de Wendy Guerra, escritora invitada al Carnaval Internacional de las Artes.
Llegas al aeropuerto Ernesto Cortissoz, en Barranquilla. Te recojo feliz, te muestro la ciudad, que en ese momento, para ambos, parece no tener defectos ¿Cuándo tienes tu reunión? Ahora eso no importa. Vámonos a almorzar, planeo llevarte a todas partes, los museos recién abiertos, como el del Caribe, las calles y las plazas restauradas, como la de la Paz. Estamos en La Tiendecita, ese lugar donde preparan sancocho de gallina corretia y donde el chicharrón morboso se deshace en la boca. Te comento que en la noche hay un concierto de Ondatrópica. Estamos en el postre, a punto del café; salgo corriendo a buscar un porro de buena vareta, te lo enciendo, muestro mi enorme boca… Viajando, tomamos un café; hay mucho calor, pero ahora eso es lo de menos. Bajo el efecto de tu llegada y de los descubrimientos, todo cambia.
Un rato después entramos al museo y te enseño mi sala predilecta, la sala de la palabra. Seguimos a beber mojitos de corozo a La Cueva, ese refugio de cazadores e intelectuales, el único que queda en pie de todos esos cafés, bares y librerías que frecuentaba el grupo de Barranquilla, una suerte de gauche divine a la costeña. La brisa nos despeina. No quiero enseñarte lo peor de lo que en mi ciudad ocurre; es el momento de enamorarte con lo mejor de mí, que es también el sitio donde vivo.
Nos escapamos a Puerto Colombia. No vienes preparado, pero, así, en ropa interior, te zambullo en el furioso mar verde-marrón. Nadamos de veril a veril, hasta desfallecer. Yo regreso apoyada en tus hombros. Tocamos la orilla, estamos a salvo, con el pelo y las ropas llenos de arena. Haces fotos en las que poso para tu eternidad, no puedes creer que la naturaleza fuera tan benévola con mi tierra. Vamos de regreso a la ciudad, pero antes entramos a una casa que perteneció a Alejandro Obregón quién, sorpresas te da la vida, nació en Barcelona.
Se me ocurre que veamos el atardecer desde una de las terrazas del edificio García. “Es precioso, ¿cierto?”, te comento imitando tu acento españolete. Me preguntas por el río. Te explico que Barranquilla vivió casi todo el siglo XX de espaldas al río Magdalena. Desde hace unos años, parece que esto va a cambiar. “Te quiero”, digo en voz baja, mientras intento besarte. Me rechazas. Atardece en la arenosa. Tú no sabes si me quieres, eres muy racional, estructurado, catalán. A las ocho de la noche nos presentamos en el teatro Amira. Hay filas interminables para entrar y escuchar a Marisa Tomei. Al presentador le sale su lado cachaco y compara Etiopía con Barranquilla. Dos lugares poco civilizados, dice. Es una lástima que la Tomei no viniera con James Lipton, me susurras al oído al salir.
Te acompaño al hotel donde te hospedarás. Es el hotel Prado. Es un lugar con historia, majestuoso. Ahora mismo está en manos de los trabajadores, de manera provisional, mientras se resuelve judicialmente la incautación a su antiguo propietario, alguien vinculado con el narcotráfico. Mientras tanto, no se puede invertir un peso en el hotel. Es un cinco estrellas con un aire decadente ciertamente atractivo. Los manteles están agujereados, los baños son de los años setenta, el ascensor tiene cambios y necesita ser manejado por el personal del hotel. Todo es como de otra época, otro ritmo, otros aires. La piscina, sin embargo, es de primera. Aprovéchala.
Por la mañana montas tu numerito en la Cueva. Tu escudero es el inefable Ángel Beccassino, quien prende un porro en plena intervención. Durante unos instantes el olor de la marihuana se expande por la sala. Hablas de buscar el teatro fuera de las salas. Hablas de la mejor obra del 2013, “El funeral de Mandela”, con ese falso traductor para sordomudos. Del mejor monólogo teatral del 20006, “Aquí huele a azufre”, por Hugo Chávez Frías, en ese gran Liceu de la política que es la ONU. De la mejor rueda de prensa futbolera, “¿Por qué?”, por un José Mourinho convertido en un rapero portugués de tintes melancólicos. Del Papa argentino y la campaña orquestada para hacerlo ver como un tipo magnífico. De la guerrillera holandesa de las FARC y sus fiestas rave en la selva. De la Compañía de las funciones patrióticas. De los biodramas. Muchas información que el público sigue con atención. El aplauso final, definitivamente teatral, así lo atestigua.
Una vez liberado de tu compromiso te relajas y ahí sí empiezas a disfrutar de verdad la fiesta. Bebes y bebes y vuelves a beber, y llegas a la Troja donde todo el mundo está prendido y baila entre las mesas, en un caos perfectamente organizado. Aparece un cantautor argentino con su séquito de fans. Aparece una actriz de televisión con su séquito de admiradores. Aparecen amigos de Bogotá que bailan como si les fuera la vida en ello. La salsa brava suena a un volumen atronador, pero a ratos ni la escuchas. Parece que no bailas pero tus neuronas no se están quietas ni un segundo. No sabes en qué momento te echan del local. La prórroga se juega en el hotel. No recuerdas más.
Te sientes bien en Barranquilla. Piensas en regresas un tiempo. Necesitas un buen proyecto literario, teatral o televisivo. Te presentan a un director de cine legendario. Planea rodar una película en abril. Algo sobre un vampiro enamorado. Suena bien. Regresarás, lo sabes bien.
Adelante, chicharroncito! Sigue bailando salsa brava morbosa!