Es curioso recordar que Beethoven publicó sus Sonatas para piano, por entregas, en forma de partitura musical, para que la gente las tocase en sus casas. En una época (finales del siglo XVIII, principios del XIX) en la que aún no existían las modernas técnicas de grabación sonora, los aficionados esperaban la siguiente publicación de su compositor favorito de la misma manera que en el último tercio del siglo XX esperábamos el lanzamiento del último disco de nuestro grupo favorito o como en la actualidad estamos pendientes de cuándo saldrá el próximo videoclip en internet. Pero, en aquellos lejanos tiempos, el mecanismo era más parecido a lo que sería actualmente la industria editorial. Los aficionados esperaban las últimas sonatas de Beethoven (solían publicarse de tres en tres) como ahora esperamos la publicación de la última novela de nuestro escritor preferido. Compraban papel. Cuando Beethoven era un creador contemporáneo (porque su música entonces era una creación actual, no pocas veces experimental e incluso tan avanzada que, hacia el final de su carrera, el propio compositor era consciente de que escribía para un público del futuro), para poder disfrutar en la intimidad de la música de Beethoven había que saber leer partituras y estar muy entrenado en el arte de la interpretación musical. Beethoven escribía sus Sonatas para un gran público de músicos amateurs, pero amateurs muy preparados porque, como todo aquel que lo haya intentado alguna vez habrá podido comprobar, tocar una sonata de Beethoven entera, hasta las más sencillas técnicamente, no es cosa fácil y requiere de años de estudio y práctica. En pleno siglo XXI la aproximación a la música de Beethoven ha cambiado mucho, claro. A pesar de que, seguramente, nunca ha habido en la historia tanta gente tocando a Beethoven en sus casas, ahora podemos escuchar cientos de grabaciones de sus 32 Sonatas cuando nos dé la gana y en cualquier momento. Lo curioso es que algunos seguimos yendo a conciertos para que músicos profesionales las interpreten ante nosotros (los mismos que también graban sus interpretaciones para que las escuchemos cuando queramos), rodeados de un numeroso público que se congrega en un respetuoso silencio durante una hora y media en auditorios construidos a tal efecto. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué tipo de experiencias buscamos ahí?
El martes pasado fui a la sala pequeña del Palau de la Música de Barcelona para escuchar a Kristian Bezuidenhout interpretando un par de sonatas de Beethoven, la número 7 en Re mayor y la número 8 en Do menor, la Patética, una de sus más famosas sonatas, junto con un par de Rondós, y las Variaciones en Fa menor Hob. XVII:6 de Franz Joseph Haydn, todas obras compuestas más o menos en la misma época, en los años que van de 1793 a 1801, hace más de 200 años. Kristian Bezuidenhout, nacido en Sudáfrica en 1979, es uno de los intérpretes de fortepiano (también toca el clavicémbalo y el piano) más destacados del momento. La trayectoria de Kristian Bezuidenhout es impresionante: ha tocado con todos los grandes intérpretes especialistas de música antigua de los últimos tiempos (John Eliot Gardiner, Philippe Herreweghe, Frans Brüggen, Trevor Pinnock…). Un vistazo a su agenda de este año hace que me pregunte que si lo que yo siento de vez en cuando es estrés lo suyo debería merecer otro nombre. Por si no fuera poco, este año piensa dirigir la Pasión según San Mateo de Bach y, a partir del año que viene, será el próximo director de la Freiburger Barockorchester. Está claro que Kristian Bezuidenhout no es precisamente un amateur, como aquellos que antaño formaban el público a quien Beethoven dirigía sus composiciones, sino un verdadero profesional de élite.
El martes, en el Palau, Kristian Bezuidenhout tocó el fortepiano. Reconozco que ese fue el principal aliciente para decidirme a ir al concierto. Durante muchos años un concierto con sonatas de Beethoven era un concierto donde ibas a escuchar a un pianista que tocaba un piano moderno. Un piano moderno que Beethoven no llegó a tocar jamás porque se murió antes de que comenzasen a fabricarse. Han tenido que pasar algunos años para que el movimiento historicista surgido alrededor de la interpretación de la música antigua normalizase el uso de instrumentos originales (o réplicas modernas de esos instrumentos) en conciertos y grabaciones. Durante algún tiempo, ese movimiento cuyos pioneros comienzan a abandonarnos (Gustav Leonhardt murió en 2012, Frans Brüggen en 2014) fue lo más emocionante que pasó en el, en muchas ocasiones, rancio mundo de lo que se conoce actualmente como música clásica. Y no solo fue interesante por la utilización de instrumentos antiguos, semi desaparecidos de la escena durante décadas, sino por su investigación y revisión de la manera como se interpretaba hasta entonces, en la mayoría de los casos, una considerable parte de la mal llamada música clásica, a parte de, también, por sacar a la luz compositores y obras condenados al ostracismo durante muchos años. También me gusta recordar viejas historias oídas, imágenes sesenteras, de los pioneros de lo que en algún momento se llamó, quizá con cierta soberbia, corriente auténtica, en aquel tiempo jovencitos que tocaban con camisas de cuadros y fumaban sustancias prohibidas en viejas iglesias holandesas, aunque eso parece que es más difícil que vuelva.
Pero a lo que iba, la Historia quizá no era como nos la habían contado. Recuerdo la primera vez que escuché, en compact disc, las sinfonías de Beethoven en la versión de Frans Brüggen al frente de la Orchestra of the Age of Enlightenment. Era como si un día, después de que la restauren, descubres que la catedral de tu ciudad era blanca y no gris, como siempre la habías visto desde pequeño. Eso les ha pasado a los habitantes de Burgos, por ejemplo, y mientras unos alucinaban al descubrir la nueva vieja imagen de su antigua catedral otros eran incapaces de aceptar el cambio y decían preferir la antigua versión gris, en realidad una versión moderna modificada con las impurezas producto del inevitable paso del tiempo, pero también por la moderna contaminación, de la misma manera que los criterios de interpretación musical que heredamos del Romanticismo contaminaron la interpretación de la música de las épocas anteriores. Una música, por cierto, la de épocas anteriores, que no se interpretaba en concierto hasta que a un músico romántico, Félix Mendelssohn, le dio por montar un concierto con la Pasión según San Mateo de Bach, cosa rarísima en su época, tanto que Mendelssohn pensó que era necesario adaptar un poco la partitura para acercarla al gusto del público de su época. Y ahí empieza todo. Pero siguiendo con Frans Brüggen, recuerdo también cuando hace ya años estos mismos intérpretes vinieron al Festival de Música Antiga de Barcelona para interpretar la integral de los conciertos para piano de Beethoven, durante tres días, en la sala gótica del Saló del Tinell de la Plaça del Rei, con varios fortepianos, cada uno utilizado según la época en la que fueron compuestos cada uno de esos conciertos. Fue una de las experiencias musicales en vivo más impactantes que recuerdo. Pero, sigo preguntándome, ¿por qué?
En el maravilloso documental de Andrés Duque Oleg y las raras artes, su protagonista, el recientemente desaparecido pianista Oleg Karavaichuk diserta largamente sobre la importancia del impacto físico del sonido, de las diversas calidades de las ondas sonoras al contacto, no solo con nuestro oído, sino con nuestro cuerpo entero. Hay pianos modernos que Oleg se niega a tocar. En cambio, Oleg practicaba a diario (era el único a quien le dejaban hacerlo) con un antiquísimo piano, el piano imperial del museo Hermitage de Moscú, un piano que a muchos pianistas sospecho que les hubiese dado poco menos que urticaria tocar. Oleg habla de la importancia incluso de vestir una ropa adecuada para recibir esos impactos sonoros. Prefiere ir vestido con algo de lino, por ejemplo. No se fía de los modernos materiales con los que tejen la ropa que venden la mayoría de modernos fabricantes. Dice que vestidos así no vamos a sentir lo mismo. De la misma manera, con las modernas afinaciones de nuestros instrumentos (y de los instrumentos electrónicos), al mismo tiempo que hemos conseguido que todo suene afinado (algo que en época de Bach se comenzaba a vislumbrar y de ahí su Clave bien temperado, una composición en la que por primera vez consideraba la posibilidad de tocar en cualquiera de las doce tonalidades mayores y menores con el mismo instrumento), parece que hemos perdido (¿para siempre?) la experiencia sonora resultante de las antiguas afinaciones, no tan prácticas, pero que, en determinados casos, permitían una riqueza armónica, un empaste multifónico, que cuando la volvemos a experimentar, en pleno siglo XXI, nos trae, como también pasa en la cocina cuando recuperamos viejas técnicas de la agricultura de toda la vida (que ahora llamamos ecológica), sabores que parecen nuevos de lo antiguos que son.
Volvamos a Kristian Bezuidenhout en el Petit Palau el martes pasado. En el escenario, un magnífico fortepiano fabricado por el estadounidense Paul McNulty en el año 2008, réplica de un instrumento originalmente construido por C. Graf, más o menos por la época en la que Beethoven (y Haydn) compuso las obras que vamos a oír. Bezuidenhout toca con partitura, nada de tocar de memoria. De los pianistas convencionales de toda la vida, el único caso que conozco que tocaba siempre con partitura (algo muy mal visto), en su última época, era Sviatoslav Richter. En sus últimos años se trasladaba de ciudad en ciudad transportando su propio piano y montaba conciertos sorpresa de un día para otro. Un día, en los 90, apareció en Barcelona y quiso dar un concierto en el Conservatori del Bruc, con una condición: solo podían entrar alumnos, los profesores tenían prohibida la entrada. Yo no estudiaba allí pero me enteré porque una amiga me llamó por teléfono la misma mañana del concierto. Richter, a pesar de su prodigiosa memoria, tocaba con partitura, casi en penumbra, con un foquito para poder leerla y un acompañante que le pasaba las hojas. Richter pensaba que lo importante era el compositor, no el intérprete, que las caras de esfuerzo de los intérpretes no tenían ningún interés. Y ponía la partitura ahí para señalar que eso lo había compuesto alguien. Tocarlo de memoria, para él, era como intentar hacer creer al público que la música salía del interior del propio intérprete y no del autor.
No sé qué opinaría Oleg Karavaichuk pero es comenzar a escuchar a Kristian Bezuidenhout ante el fortepiano y perdonarle inmediatamente a Beethoven lo cursi que suena a mis oídos modernos el primer Rondó con el que comienza el concierto. Un Rondó de calentamiento, de toma de contacto. He venido hasta aquí para que escuchéis esta maravilla que os traigo de la noche de los tiempos, cuando la gente se alumbraba con velas, acordaos. Beethoven, en esa época, está escribiendo para un nuevo instrumento, evolución de los antiguos clavicémbalos, que percuten las cuerdas en vez de pinzarlas, permiten controlar las dinámicas (de ahí lo de forte-piano: con la intensidad con la que pulsas la tecla das un mayor o menor volumen al sonido) y comienzan a incorporar pedales con los que Beethoven experimenta. En el programa de mano del concierto, Xavier Paset Gelmà nos recuerda que Carl Czerny (a quien muchos estudiantes de piano recuerdan por sus estudios para principiantes), alumno de Salieri y de Beethoven, dejó escrito que Beethoven fue el primero en obtener efectos hasta entonces desconocidos refiriéndose al legato y al cantabile. Beethoven, el experimentador, el improvisador (cuando él era el solista de sus propios conciertos para fortepiano y orquesta, a veces la parte de piano tenía tres o cuatro páginas en blanco que él llenaba de música en vivo practicando la composición en tiempo real), usa esos pedales de una manera que un intérprete de piano moderno no puede permitirse, porque se le iría de las manos mezclando armonías que, según los cánones, no deberían ser mezcladas. Pero Kristian Bezuidenhout sí se lo puede permitir, porque toca un fortepiano, y usa profusamente los dos pedales sin que nos dé la impresión de que se está pasando sino todo lo contrario, hasta que nos preguntamos: ¿por qué antes (mucho después de Beethoven pero antes de que los hippies holandeses que he descrito antes pusiesen de moda la música antigua) nadie lo tocaba así?
Por otra parte, si Beethoven inventó el cantabile Kristian Bezuidenhout parece que se ha propuesto que se entere el mundo entero porque, de pronto, en la primera sonata que interpreta, comenzamos a oír muchas voces diferentes, cada una con su propia personalidad, en una partitura que años atrás nos habría parecido mucho más uniforme, más homogénea, en manos de los intérpretes de pianos modernos. Y la sensación se acrecienta por el dramatismo que, entre el contraste entre el maravilloso registro grave del fortepiano y el cristalino registro agudo, y la dramaturgia que añade la mirada de Bezuidenhout, se apodera de nuestros cerebelos. De pronto, al final del primer movimiento de la sonata, es tal el requiebro final, teatral e inesperado, de Bezuidenhout, entre brusco y extasiado, que una parte del público no puede reprimir unos tímidos aplausos. Mientras otra parte del público recrimina ese arrebato y pide silencio, alguien dice a media voz que se va a desconcentrar, los aplausos crecen por momentos y el intérprete ríe, entre divertido y satisfecho. Y no se desconcentra, claro, porque Bezuidenhout, ha quedado claro, es un intérprete profesional, de élite, que hoy está aquí y mañana dará un concierto a cientos de kilómetros, y es capaz de convivir con objetos que caen al suelo con lo que parece un estruendo en mitad del sepulcral silencio, toses primaverales, puertas que se cierran no sabemos dónde y gente que grita en la calle (en el casco antiguo de Barcelona siempre hay alguien gritando) y su grito se cuela increíblemente en esta sala de conciertos amurallada (seguramente porque posee pulmones descendientes de pulmones vikingos). Por tanto, Bezuidenhout puede convivir perfectamente con la rotura de viejos tabús, de normas de los modernos conciertos de música clásica, como no aplaudir en las pausas entre movimientos de una sonata, que habría que ver si provienen de antiguas tradiciones o, más bien, son inventos modernos.
Cuando acaba la primera parte, que finaliza con una gran ovación, durante el descanso, aparece en seguida un afinador que da un repaso al fortepiano (se desafina con mucha más facilidad que un piano convencional) mientras numeroso público, entre los cuales muchos extranjeros (destacan los japoneses), se acerca curioso y rodea el instrumento. La gente se inclina sobre el teclado, mira el mecanismo de cuerdas y martillos e incluso se agacha para mirar debajo como si fuese un coche que se ha estropeado en medio de la carretera o fuesen a colocarle una bomba lapa. Todo esto sin dejar de hacer fotos con sus móviles. Una señora a mi lado comenta que le hacen más fotos al piano que al pianista. Y tiene razón, entre otras cosas, porque durante el concierto está prohibido hacer fotos. Pero, sobre todo, porque el fortepiano es tan protagonista como el músico, esta es la verdad.
Pero vuelve Bezuidenhout y se restablece el orden. Después de un Haydn de aperitivo, que permite hacerse una idea, a través del contraste, de lo que uno y otro compositor, maestro y alumno, de la misma época podían conseguir con un mismo instrumento, llega el momento que todos estábamos esperando y Bezuidenhout ataca la Patética. Cuando inicia la interpretación del primer movimiento de esa archiconocida sonata, una señora a mi lado le dice a su acompañante: Es tan bonita. Pero quizá lo ha dicho antes de tiempo porque con la interpretación de Bezuidenhout parece que los cimientos de la Patética se remueven. No suena como lo esperaría alguien educado en las interpretaciones canónicas de antaño. Si Czerny dice que Beethoven es el inventor del cantabile este tipo que está sentado ante el fortepiano consigue que todo cante, cada motivo tiene su atención personalizada, tanto que, a veces, las respiraciones previas a la alternancia de los motivos que se desarrollan en el registro agudo y tienen su eco en el grave (o al revés) se convierten en pausas que difícilmente un metrónomo podría admitir. ¿La Historia no es como nos la habían contado o el intérprete buscando diferenciarse de la competencia? Y qué más da. Nadie estaba allí cuando Beethoven tocaba esta sonata. Y lo que nadie puede negarle a Bezuidenhout es la coherencia. Esa atención tan personalizada a cada motivo no es aleatoria, es sistemática. De nuevo, la intensidad dramática es tal que se repite el gesto final que ya habíamos presenciado al final de la sonata que interpretó en la primera parte y la gente vuelve a caer: se repite el aplauso de parte del público y las protestas del resto. Y el mismo gesto de Bezuidenhout, divertido por la situación.
Cuando, al final de la interpretación, Bezuidenhout se levanta y saluda al público, su sonrisa tiene algo de maléfico, al mismo tiempo que hace gala de una especie de la acostumbrada humildad del músico que se inclina ante el público. Mientras la repleta sala le ovaciona, Bezuidenhout recorre la distancia larguísima que separa el escenario de la puerta de acceso al camerino. La gente continúa aplaudiendo, cada vez más. Él vuelve a aparecer y se acerca tranquilamente, de nuevo, al escenario. Los aplausos crecen, la gente espera el bis, pero él se va de nuevo. El camino es muy largo. Se la juega a que dejemos de aplaudir. Es un valiente. El público aplaude aún con más fervor. Por fin sale de nuevo por la puerta del fondo y se acerca poco a poco al escenario. Cuando llega ante el fortepiano y saluda de nuevo al público con su risa humildemente maligna, la gente apreta el aplauso satisfecha por haber conseguido hacerle volver ante el fortepiano. Pero Bezuidenhout se va y el concierto se acaba así, sin bis y con la gente rodeando al otro gran protagonista de la noche. Me llevo la reverberación de sus vibraciones sonoras sabiamente extraídas por Bezuidenhout. Seguramente eso regenere las células de mi cuerpo, al estilo de como dicen que pasa después de una sesión de meditación. Me parece que en mp3 no hubiese sentido lo mismo. Por eso supongo que vuelvo.
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