Lo siguiente que recuerdo es caminar por Argumosa con mi bolsa. No recuerdo haber salido del tren ni haber llegado a la estación de Atocha. Cuando aparecí en Argumosa caminando fue como si despertase de un sueño. Pero yo iba caminando con mi bolsa colgando. No se puede soñar y caminar a la vez. O sí, no lo sé. Pero yo no tenía la sensación de haber soñado, más bien me sentía como si hubiese atravesado algo, un túnel con mucha luz o algo así. Pero muy rápido. Lo que recuerdo es que, concentrándome mucho, podía escuchar los zumbidos. Muy flojitos, pero los escuchaba. Y a eso me agarré. Cuando llegué a la plaza de Lavapiés me fui directa al gallego que hay enfrente del metro y me pedí una caña, para calmarme y pensar un poco. Ahí sí que comencé a sentir mucha hambre. Menos mal que estaba en Madrid: con la caña me pusieron una tapa de ensaladilla rusa que me supo a gloria. Me hubiese pedido algo más pero me acordé de que tenía que sacar dinero. Solo llevaba un par de euros. Pagué la caña y me fui al cajero de La Caixa que hay en la plaza. Pero cuando metí la tarjeta la pantalla me dijo que la tarjeta estaba bloqueada y que tenía que pasar por una oficina. Entré en la oficina cagándome en todo. Hice una cola que me pareció interminable. Hablé con una oficinista china (recuerdo haber pensado que en Barcelona nunca había visto una oficinista de La Caixa china), le conté lo que me había dicho el cajero, descolgó el teléfono, habló con alguien y me dijo que pasase a hablar con el subdirector a su oficina. Entré en la oficina y me encontré con el típico tipo vestido de pingüino que me invitó a que pasase y me sentase, sin levantarse del asiento, desde detrás de su mesa. Me senté delante de él. Estábamos separados por la típica mesa estilo mobiliario de La Caixa. Le dije hola y nos miramos a los ojos. Y yo pensé: vaya, qué casualidad, ojos grises. Y él me dijo: tú también los tienes grises. Yo me puse muy nerviosa porque yo no había dicho nada más que Hola. Y entonces el tipo cambió a modalidad auriculares. Quiero decir que hizo como la señora del AVE o la vieja del pueblo. Yo le escuché perfectamente pero él no abrió la boca. Sólo me miraba con sus ojos grises y me dijo algo así como que se me había acabado el crédito, en todos los sentidos. Que hacía tiempo que me vigilaban y que, a pesar de las advertencias, había ido demasiado lejos. Que como comprendería esto no podía seguir así y que ellos no podían permitirlo por más tiempo. Y yo, muerta de miedo, pensaba: ¿ellos? ¿quiénes ellos? El tipo continuó sin inmutarse, mirándome a los ojos, y me dijo que, sintiéndolo mucho, tenía sólo dos opciones. La primera era abrir una puerta que me señaló. Todo esto sin abrir la boca y yo oyéndole en modo auriculares. El tipo me dijo que nadie me podía obligar pero que si entraba por mi propio pie en la sala a la que daba esa puerta, ellos, y yo pensaba, cada vez que decía ellos: ¿quiénes ellos?, y luego pensaba que él estaría oyendo mis pensamientos e intentaba dominarme por todos los medios (sin conseguirlo porque cada vez estaba más histérica), mientras él seguía con sus mensajes telepáticos diciéndome que, si abría la puerta y entraba en la salita, ellos me aseguraban que olvidaría todas estas alucinaciones que estaba teniendo y mi tarjeta de crédito volvería a funcionar perfectamente y a darme todo el dinero que necesitase. Yo pensé: ¿y la otra opción? Y él me contestó que la otra opción él no me la recomendaba. Pero que podía declinar el ofrecimiento que generosamente me hacían y enfrentarme a sus consecuencias. Y me dijo que estaba convencido de que esas consecuencias no me iban a hacer ninguna gracia. Para empezar, la primera de ellas era que un par de agentes de la policía nacional acababan de entrar en la oficina. Y, por si acaso, en la plaza me esperaban un par de lecheras repletitas de antidisturbios. Según ese simpático pingüino de La Caixa de ojos grises, la policía se encargaría de acompañarme a la comisaría, someterme a un interrogatorio y aplicarme algo así como la ley antiterrorista. Me dijo que era muy posible que no volviese a ver la luz del día. Al menos no en esta vida. Pero también me dijo que todo esto lo podíamos solucionar como personas civilizadas. Me recomendó que abriese la puerta que me había indicado, que sería sólo un momento, que me daba su palabra, que ni él ni ellos querían verme pasarlo mal innecesariamente, que simplemente me había equivocado y que tenía la oportunidad de rectificar, que no pasaba nada, que lo entendían y que en mi mano estaba resolver esta situación de una manera amigable dando una prueba de mi buena voluntad. Que esto no era más que un sueño y que, si yo les daba mi autorización, ellos se encargarían de despertarme sin ningún dolor. Y me dijo que si me había quedado claro y que si tenía alguna pregunta.
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Se está poniendo bueno…