Me desperté por la mañana, tumbada en la cama, con el sol dándome en la cara y el zumbido en mis oídos. Me sentía un poco mareada, como si me hubiese tomado algo. Notaba algo raro en la cabeza, por encima de la nuca. A veces me daban como flashes. Aún no tenía fuerzas para levantarme. Me di cuenta de que había una jarra encima de la mesita de noche. Era de esas antiguas, de pueblo, no era de vidrio, no podía ver lo que había dentro pero la imaginé llena de agua y solo de pensarlo me entró muchísima sed. Pero estaba tan atontada que no podía ni pensar en incorporarme para cogerla y ver lo que había dentro. Me quedé mirándola como una idiota sin poder apartar la mirada ni mover un solo músculo de mi cuerpo. Era como si mi cuerpo no pudiese responder a las órdenes que emitía mi cerebro. Y entonces la jarra se movió, como si temblase. Al principio pensé que me lo había imaginado. Luego, como seguía moviéndose, pensé que estaba viviendo un terremoto. Cuando la jarra comenzó a flotar recordé de pronto dónde estaba, pensé en el zumbido y todo lo que había pasado hasta llegar hasta aquí y empezó a parecerme todo muy natural. La jarra se desplazaba en el aire, poco a poco, hasta que se colocó delante de mi cara. Como si alguien invisible la cogiese por el asa la jarra se acercó a mi boca, se inclinó y me cayeron unas gotas de agua en los labios. Cerré los ojos pensando que me iba a volver loca del todo. No sabía si era mejor dormirme y olvidar todo esto. Con un poco de suerte igual me despertaba en un rato y todo habría pasado. Habría sido todo un sueño y ya está. Abriría los ojos en un tren y estaría llegando a Atocha. Pero entonces tuve otro de esos flashes, más largo que los otros, otra vez la luz blanca esa tan fuerte y me entró como un ánimo renovado, otra vez esa euforia loca. Y entonces me dije que a la mierda. Que sí, que le den a todo. Que se vaya todo a tomar por culo si es necesario pero que vale, que iba a ir hasta el final. Que me daba igual ya todo. Que sea lo que Dios quiera. Abrí los ojos y sólo vi madera. Era el techo. Estaba flotando. Del susto me pegué un cabezazo contra el techo y, del rebote, mi cabeza se fue para abajo y me quedé colgando como un murciélago, flotando como si me hubiese tirado a una piscina, o más bien al mar, de espaldas. Por la ventana que tenía delante de mi podía ver todo el valle, el sol, las montañas, el bosque, las casas de esa aldea fantasma. Me volví loca. Abrí la ventana, salí de la casa flotando, como si nadase, cogí impulso y volé hasta que me pegué una hostia contra las ramas de un árbol. El rebote me hizo caer contra el tejado de pizarra de la casa. Pero como estaba ya muy loca volví a tomar impulso y a flotar por el aire dando tumbos hasta que conseguí controlar un poco la situación. Era como bucear en un líquido con mucho menos rozamiento que el agua. Por eso al tomar impulso a veces la cosa se me iba de las manos y me llevaba alguna torta. Pero no tenía miedo. Los golpes que me daba ni me dolían. Me reía a carcajadas y todo estaba bien. Ya no tenía sed, ni hambre ni cansancio ni nada. Sólo oía el dichoso zumbido. Y me daba igual todo.
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