Son las dos. Master lleva un par de horas tocando el piano sin parar. Está inmerso en el estudio de las Variaciones Goldberg como si no hubiese un mañana. La última media hora la ha dedicado a tocar la número 29, muy lentamente para poder controlar la ejecución y que, poco a poco, vaya dejando el surco correspondiente en su mente. Eso le deja en un estado parecido a la meditación. Y le da mucha hambre. Demasiado tarde para ponerse a cocinar. Decide bajar al Taxidermista de la Plaça Reial. Hubo un tiempo en que el Taxidermista era casi como su oficina. Comía temprano, antes de que se llenase de gente. Se sentaba en alguna mesita al lado de los enormes ventanales que dan a la plaza. El menú era bueno, los camareros simpáticos, el espacio amplio y luminoso (esto último algo difícil de encontrar en el Gótico). Conservaba unas columnas estrechas de hierro de lo que antiguamente fue un taller de taxidermia. La reforma la había hecho una arquitecta barcelonesa pija facción gauche divine. Master conocía este dato pero, a pesar de las opiniones de Master sobre la arquitecta, reconocía que había hecho un buen trabajo con el local. Había una camarera argentina, Vero, con la que hizo muy buenas migas. Se estaba a gusto. Cuando dejaban de servir menús le dejaban quedarse todo lo que le diese la gana. A veces se quedaba leyendo, otras veces quedaba allí con gente y pasaban la tarde tomándose algo. Master recuerda que, al final de la tarde, el encargado ponía una cuerdecita en la puerta para impedir el paso de los guiris. Hasta las nueve no servían cenas. Si un guiri quería cenar a las siete y media se tenía que buscar otro sitio. Tuvo una época en la que el sótano lo utilizaban para conciertos. Allí escuchó a los Surfing Sirles por primera vez. Luego los dueños cometieron alta traición: lo convirtieron en un lugar infame, un lugar para guiris, donde servían marisco y ya no había menú de mediodía. Master y el resto de parroquianos fueron expulsados del lugar. Pero cuando los guiris desaparecieron de Barcelona el Taxidermista cerró. La gente quizá calle pero no olvida. Lo reabrieron Los compañeros de fatigas de Pepe Carvalho, un colectivo que abre cada día el restaurante por puro placer. En el menú solo sirven platos que aparezcan en libros de Carvalho: berenjenas a la crema con gambas, rape al ajo quemado, cazuela de sepias, arroz con bacalao y sobrasada, crêpes de pie de cerdo con allioli, farcellets de cap-i-pota con trufa y gambas, la lista es larga. Su lema es Hay que beber para recordar y comer para olvidar. No hay carta, se come lo que haya: un menú de dos platos y postre, diferente de día y de noche. Precio popular: 600 pesetas. Incluye agua (ahora es gratis en cualquier establecimiento) y vino, en función del menú. Los cocineros deciden el menú. Cada uno cocina una o dos veces a la semana o al mes, según se organicen y las ganas que tengan. Pero como son muchos, y cada vez más, siempre está abierto. Se sostiene perfectamente porque los alquileres son muy bajos y no hay ánimo de lucro, como en muchas de las iniciativas que han aparecido en estos últimos tres años. Y porque no hay camareros. Cada comensal se sirve él mismo de las cazuelas y ollas que van saliendo de la cocina y luego recoge su plato y lo deja en el lavavajillas. En un atril de la entrada ponen los libros de los que extraen las recetas del día, abiertos por el capítulo donde se encuentra el plato al que hace mención. Los parroquianos se pueden permitir el precio del menú sin problemas. Entre la renta básica y que el precio del alquiler está limitado por ley, Master podría comer y cenar todos los días en el Taxidermista, si no fuese porque comer y cenar al estilo Carvalho cada día puede que conlleve algunas consecuencias gástricas y psicológicas. Pero a Master le gusta combinarlo con otros sabores. El Barcelona de Poeta Cabanyes, aunque le pilla algo más lejos, pero al que vuelve por fidelidad, porque ellos no nos traicionaron jamás. Lo mismo opina del Cervantes y su paella del jueves o sus albóndigas de sepia. O del árabe enfrente de la iglesia de Sant Pau, lugar de refugio en los tiempos más aciagos, con el baratísimo y abundante cuscús del viernes. El Casette, que son de León y pinchan música más que interesante mientras te zampas una cecina, unos huevos con morcilla o un Suena Brillante, un bocata de calamares con allioli que lleva el nombre de uno de los primeros hits de Joe Crepúsculo. O la inigualable comida japonesa del Shunka que, desde que solo sirven menús a precios populares como los de antes de que Ferran Adrià escribiese sobre ellos en El País, aquel infausto verano que los encumbró (la misma época en la que el cocinero galáctico se puso a hacer anuncios para La Caixa), vuelve a ser ahora uno de los lugares que Master visita cada semana si se encuentra en la ciudad. Hace tanto tiempo que se pasa por el Shunka que Junko ya se ríe cada vez que le ve aparecer sonriente por la puerta porque ya sabe lo que va a responder cuando le pregunte, por protocolo, si tiene reserva. Pero Junko siempre le acaba encontrando un sitio. Su preferido es en la barra, para poder observar, y comentar, la performance que organizan cada noche los cocineros.
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