Master se levanta de la cama en calzoncillos. Sale a la terraza descalzo. Mira el cielo azul sin una nube. El sol le da en la cara. Cierra los ojos. Aspira una bocanada de aire cálido. Mira hacia abajo. La Rambla está tranquila. A veces, cuando se levanta y repite el ritual de asomarse a la calle, no puede evitar que le asalten algunos flashbacks incrustados en su mente como pesadillas recurrentes. Alguna gente de todas las edades paseando arriba y abajo. Ni un coche. Ni un guiri. Ni una banderola de propaganda institucional. Ni rastro de publicidad. Ni tiendas de souvenirs con camisetas de fútbol ni sombreros mexicanos que ni siquiera eran mexicanos. Los kioskos siguen ahí. Algunas terrazas también. A esa hora sirven desayunos y aperitivos. La vista descansa. Cierra los ojos. Huele el mar. Escucha las campanas de la iglesia del Pi. Entra en casa. Pasa por el cuarto de baño. Mea. Se lava las manos y se echa agua fría en la cara. Se mira al espejo. Abre el grifo de agua caliente de la cocina y llena un vaso de agua. Abre la nevera para coger un limón. Lo corta por la mitad y lo exprime encima del vaso con la mano. Remueve con una cuchara y se lo bebe a sorbos mientras piensa en qué disco le apetece escuchar. Busca en su discoteca un viejo cedé con un trío con piano de Fanny Mendelssohn. No lo encuentra. Donde deberían estar todos los de Fanny Mendelssohn encuentra uno con música para piano solo, otro de lieder y luego ya los de Félix Mendelssohn. Se pone un poco nervioso. Rebusca en una torre de cedés espontánea que se ha creado por acumulación al lado del equipo de música pero ahí no está. Piensa en que igual se lo ha dejado a alguien. No se acuerda. Piensa en el disco. Quizá lo guardó por la ese, por el trío de Clara Schumann con el que empieza el disco. Ahí está. Hay días que ese disco es más Clara Schumann que Fanny Mendelssohn. Hoy será más Fanny Mendelssohn. Pone el cedé y avanza hasta la quinta pista, donde empieza lo de Fanny. Mientras suena Fanny vuelve a su habitación, se pone el kimono blanco y se ata el cinturón. Se coloca unos pasos antes de la salida a la terraza y comienza a estirar con la vista puesta en la copa de los árboles de las Ramblas. En el tercer movimiento del trío improvisa una kata. Luego se prepara un desayuno cuatro estrellas con té chino, un par de higos, una tostada de pan de payés con tomate restregado, un chorrito de aceite y bull de hígado. El trío de Fanny ya ha acabado. A veces Master es capaz de escucharlo dos o tres veces seguidas pero esta vez decide que quizá hoy también sea el día de Clara Schumann y vuelve a poner el cedé pero desde el principio. Mientras desayuna Master sigue dándole vueltas a lo del trabajo sin acabar de ponerse de acuerdo consigo mismo. Cuando del desayuno ya solo queda el té, recoge la mesa y se traslada al sofá con su taza. Se sienta con los pies encima del sofá y se toma el té mirando por la ventana sin parar de pensar en qué significa trabajar hoy en día. Se acaba el té. Se encierra en el cuarto de baño, se sienta en el wáter y pilla el libro que está sobre la lavadora: un libro sobre la vida de Mozart que compró en una librería de viejo en Brooklyn, hace unos años. Al cabo de dos páginas se encuentra con un texto escrito por el propio Mozart en 1782, cuando tenía 26 años, sobre la organización de un día cualquiera de su vida.
A las seis, siempre estoy peinado. A las siete, completamente vestido. Luego escribo hasta las nueve. Desde las nueve hasta la una, doy clase. Después como, cuando no estoy invitado, y en ese caso el almuerzo es a las dos o a las tres. No puedo trabajar antes de las cinco o las seis, y a menudo me lo impide un concierto; si no, escribo hasta las nueve de la noche. Debido a los conciertos y a la eventualidad de ser solicitado aquí o allí, nunca tengo la seguridad de poder componer por la tarde, de modo que he tomado la costumbre (sobre todo cuando vuelvo temprano) de escribir algo antes de acostarme. Con frecuencia lo hago hasta la una, para levantarme de nuevo a las seis.