Un hombre con aspecto un tanto del sur suelta un hilo de voz, acompañado de su guitarra, que te hiela la bilis hasta extremos incomodos y placenteros. De golpe te parece que estas oyendo el agua salada chocando cerquita, que tu mano agarra un vaso largo, frío y húmedo, y tus pies van haciendo un hueco en la arena. Te parece que la gente es maja y ríe, que te miran y agradecen tu presencia. El hombre canta, tu le miras pero ves algo más allá. Notas la vibración harmónica de la música que produce este hombre feliz. Un hombre sólo y feliz cantando, deja que le miren hasta por dentro. Te preguntas cuanto debe cobrar por hacer esto y piensas: “¿si cobrara menos, a mi me estaría pasando lo mismo por dentro?”. Una pareja se pide un cóctel veraniego en una terraza de una ciudad sucia y con playa, pensando quizá que eso les pueda transportar a la cala de esa isla de la que hablaron ayer en su cita número dos. Él esta constipado y con tos, ella se ríe de él. Él cree ser un personaje de Woody Allen porque sabe que aun así, con la cara de pastel que viste hoy, se la va a llevar a largo plazo. Por como se miran sentimos nostalgia si llevamos más de cuatro años en una relación, una especie de asco sano y gracioso si somos solteros convencidos, y una rabia envidiosa y sin censura si somos solteros desprendidos de herramientas adquiridas para cazar. Ella se siente en la misma situación, ha comido unas cerezas muy moradas esta tarde y se le han quedado los dedos rojiazules, se los esconde con vergüenza. Quieren abrazarse esta noche, estoy convencido. Pero quizá, por circunstancias adversas hábilmente colocadas por el azar, no es el momento. Una mujer se despierta de golpe, estaba hablando muy fuerte en sueños y se ha asustado de su propia voz. Se levanta a por agua y dentro del vaso, antes de volcar el agua de la jarra, ve un pétalo de rosa medio seco. Se acuerda que ayer tiro la rosa seca que le regalo su cita de hace un mes y que aun no había sacado del bolso. La rosa estaba mustia y destrozada. Una rosa perdida en la inmensidad de un bolso de mujer. Era muy barata, céntimos, y fue un regalo obligado sin compromiso. En el momento de recibir ese regalo ella se sintió como en una obra de Samuel Beckett en la que no hay que buscar una profunda intelectualidad más allá de la banalidad significante de lo ocurrido. Se va a dormir tranquila sabiendo que ya no esta en peligro. El hombre sigue cantando y tu te has ido mil veces. Rebotas contra el techo y quieres entrar en su guitarra. Alguien mordiendo y masticando con sutileza cerezas muy cerca de un micro. Las frecuencias altas de la ecualización del micro están a tope y puedes percibir los pequeños chasquidos del tacto del diente con la piel de la cereza. Piensas en lo fina que puede llegar a ser la piel de la cereza. En lo sutil que es tocar la piel de la cereza y en la necesidad de una explicación elocuente de ese concepto en algún libro de secundaria. No puedes amar bien ni ser correspondido al cien por cien si no conoces, ni tienes ansia por conocer, la finura y la delicadeza de la piel de la cereza. Un hombre se toma un paracetamol de un gramo. Media hora antes se ha tomado otro. Quiere sudar toda la noche, pasar la fiebre de un tirón y poder llamar a la candidata ideal antes de que se acabe el fin de semana y tenga que esperar otros cinco días con la posibilidad de que se le cruce un pingüino genuino por delante y se la lleve lejos a un castillo blindado. El hilo de voz se va apagando muy lento. Te sorprende lo sutil, suave y flojo que puede cantar este hombre de la guitarra que te transporta. Esta última sílaba se alarga y viaja por todas las posibilidades tonales antes de anunciar su posible final.