La transgresión de la marca

Hoy en día hace falta ser realmente idiota para ir al teatro y fijarse tan sólo en lo que ocurre sobre el escenario. La presentación y recepción  de “Yes, we can’t” de la Forsythe Company en el Mercat de les Flors constituye un complejo caso lleno de ambigüedades y malentendidos donde se cruzan el marketing cultural, las expectativas, el dinero y la libertad artística.

Antes que nada revisemos el contexto de la programación del Mercat de les Flors: una programación historicista (y por tanto conservadora) plagada de grandes nombres que aseguran tanto un éxito de público como de relaciones públicas: hasta el político más ignorante ha oído hablar de Cunningham y Forsythe. Por eso desde las esferas del poder nadie pondrá en duda los criterios de selección artística. Sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de público (y la consecuente rentablidad política y económica) que atraen estos nombres. El Mercat estaba lleno en domingo mientras actuaba la Forsythe Company. Precio de las entradas sin descuento: 28 euros. La marca se paga y Forsythe va a peso de oro, aunque se trate de un teatro público.

En fin, pasemos al terreno de las expectativas del respetable. Una chica se lo explicaba muy bien a su compañero en la cola de la taquilla. “¡Forsythe! Un mito. ¡ Y con 18 bailarines en escena!”. El número de los bailarines era menor pero la lógica era correcta. Se trata de una valoración a peso. El peso de la marca y el peso del formato de “gran espectáculo”. Todo el mundo lo sabe: cuántos más intérpretes en escena, mejor es la función. Me recordó los anuncios de esas óperas infames que se presentan en el Palau Sant Jordi: “¡500 intérpretes y 10 caballos sobre el escenario!”. A estas alturas yo estaba aterrorizado.

Total, que empieza la función y si bien históricamente Forsythe se asocia de forma típica y tópica con la deconstrucción del ballet clásico (ver éste o bien este otro ejemplo) y probablemente eso era lo que el público esperaba para disfrutar corroborando su propia erudición (aunque verificar lo que ya sabes sea cosa de tontos), se encontraron con algo distinto. Quizás deberían haber leído el ensayo de Forsythe “Choreographic Objects” disponible en la web de la compañía: “Each epoch, each instance of choreography, is ideally at odds with its previous defining incarnations as it strives to testify to the plasticity and wealth of our ability to re-conceive and detach ourselves from positions of certainty.” Es decir, a pesar de que la experiencia de la marca se basa precisamente en la verificación de unas expectativas (la calidad del cuero de Camper o el elegante diseño de Apple), resulta que Forsythe en vez de actuar como una marca trabaja como un artista y, por lo tanto, no se dedica a colmar expectativas sino que hace aquello que considera adecuado.

Según explicó en la presentación que tuvo lugar después del estreno (esto me lo refirió T., yo no estaba), el “Yes, we can’t” que presentó en el Mercat es la tercera versión de la pieza y la había preparado en un día y medio. Esta versión constaba de una estructura básica y de una serie de intervenciones que parecían improvisaciones, aunque quizás estaban más o menos fijadas. Entre los elementos principales había una acción repetitiva donde los bailarines se acercaban al micrófono con los brazos abiertos en una especie de saludo, un preludio para algo que nunca terminaba de llevarse a cabo. Y es que en diferentes momentos uno de los bailarines se disculpaba por los errores que habían cometido los intérpretes anunciando que iban a mejorar a partir de entonces, mientras que más tarde se retractaba de la disculpa explicando que los errores eran intencionados y que sin embargo se disculpaba por habernos hecho creer que eran accidentes. Con estas intervenciones parecía como si el inicio del verdadero espectáculo se viese postergado una y otra vez. Por este motivo recordaba el maravilloso “No paraderan” de Marco Berretini, pero debido a su relación con la improvisación –o con algo que parecía improvisación- también tenía algo de Magpie. 

A nivel de movimiento los bailarines eran de primera línea y el estilo era “contemporáneo” y muy “libre”. Es decir, ningún sello que sobresaliese especialmente.

En cuanto al resto de las intervenciones de los bailarines, se trataba de bromas muy zafias que, por esta misma zafiedad, resultaban graciosas. Para que os hagáis una idea, una de las intérpretes repetía sin cesar en diferentes tonos “Soy Penélope Cruz y tengo dos pistolas. Una muy chiquita y otra muy grandota”. A mí es un sentido de humor que me gusta. Sólo si eres muy inteligente puedes permitirte el lujo de parecer tonto. Me preocupa más la gente que quiere parecer inteligente a toda costa, me hace sospechar de inmediato terribles carencias.

Llegamos al final de la función y, a pesar de unos aplausos relativamente calurosos, mientras bajo las gradas me cruzo con tres grupos de espectadores sulfurados. T. me explica que el día que asistió muchos de los presentes también se marcharon airados. ¿Por qué el enfado?

Puedo establecer varias hipótesis:

-Porque no han encontrado aquello que esperaban hallar (Eso implicaría un error terrible en la concepción misma de que lo implica ser un espectador “contemporáneo”, ya que el arte contemporáneo no es un formato cerrado como el ballet o los toros. La concepción global de lo que es una pieza puede cambiar con cada nuevo proyecto). Indirectamente, esto tiene que ver con la lógica de las marcas. Este público habría pagado dando por hecho que un nombre (la marca Forsythe) les daba derecho a una experiencia específica.)

-Porque esperaban más virtuosismo y/o más trascendencia y/o una coreografía más compleja y articulada (eso también implicaría determinadas formas de entender la coreografía donde se valorarían elementos que por sí solos no tienen ninguna connotación positiva si carecen de una justificación metodológica. Se trataría pues de una trasnochada visión del arte escénico).

-El descontento también podría emanar de un exceso de familiaridad con los parámetros y códigos de “Yes, we can’t” en el caso de los espectadores más experimentados. Quizás éste sea el único motivo que podría entender, aunque personalmente esto no merma en nada el goce que experimenté con la pieza.

¿Cuál fue la causa de este desencuentro que resultaba tan palpable en algunos grupos de espectadores? No hice una encuesta, pero intuyo que mis dos primeras hipótesis tuvieron mucho que ver con la reacción de parte del público.

A su vez, esta división de opiniones (que sospeché durante la representación misma de la pieza al ver bastantes caras serias mientras yo me desternillaba) incrementó mi placer durante la función. ¿Por qué?

Naturalmente, a estas alturas todos estamos de acuerdo en que no hay piezas “buenas” o “malas”, sino “razones” para valorarlas de diferentes maneras. Al mismo tiempo, estos argumentos difieren según los conocimientos, expectativas, gustos y experiencias del espectador. En este contexto particular, “Yes, we can’t” parecía atentar contra la forma de entender la representación de algunos asistentes y eso puede llevarles a replantearse en qué consiste el hecho escénico. Por ese motivo, en el Mercat de les Flors (no podría asegurar con certeza lo mismo en otros lugares) “Yes, we can’t” demostró una utilidad que le hace merecedor de un adjetivo que últimamente considero el mejor cumplido que puede otorgarse a una pieza: pertinente, extremadamente pertinente.

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