Paso una hora en El Corte Inglés de María Cristina desde las 20h hasta las 21h. En la quinta planta hay un restaurante decorado con cañas de bambús, una oficina de correos, uniformes escolares y una agencia de viajes. Por los altaoces suenan villancicos y la ausencia de luz natural genera un espacio donde cuesta peribir el paso del tiempo.
Me siento en la taza del baño de la cuarta planta y escribo estas notas en mi libreta mientras defeco un zurullo pequeño y compacto. Salgo del baño y, allí donde miro, no veo más que anuncios. Maribel Verdú anuncia Wiifit y Scarlett Johansson promociona Moët Chandon. Una madre amenaza a su retoño: «Torna’m a cridar i aquest any el Papà Noel no passarà per casa». Constato que, en contra de lo que había previsto, conservo la calma. ¿Quizás porque no tengo que comprar nada?
Un tiquet en el suelo me une a un extraño que ha encargado dos pantalones a medida. Decido conservar el comprobante y paso por al lado de la entrada al párking. Una boca oscura y austera que contrasta con el colorido interior de los almacenes.
En El Corte Inglés, tanto la luz como la música y el espacio están diseñados para generar una experiencia particular. Resulta un entorno muy escénico. Hay incluso artilugios mecánicos que se agitan para llamar la atención respecto a ciertos productos, como una feria.
Cuando era pequeño me encantaban los cachivaches refulgentes de Swarovski. Sobretodo un puercoespín que tenía una cuenta de plástico negro como nariz. Y sin embargo ahora no entiendo qué tipo de atractivo puede tener para nadie.