Con una energía inagotable, una personalidad explosiva, la técnica de una actriz de Teatro Nacional (de los buenos, no de los de aquí) y una pluma que algún día podría proporcionarle una butaca en la Real Academia de la Lengua, Angélica Liddell es un fenómeno excepcional. Resulta irónico que algunos sigan viendo a una artista marginal e iconoclasta donde hay una figura de primera línea. Angélica Liddell se enmarca dentro de una genealogía de poetas excelsos: la generación del 98, la del 27, Gil de Biedma, Angélica.
Quien escuche los últimos monólogos de «La casa de la fuerza» y aprecie lo elaborado del lenguaje, su potencia poética y la cadencia de las palabras difícilmente llegará a otra conclusión.
Resulta divertido ver este espectáculo tras el «Swan lake» de Hoghe, porque las estrategias dramatúrgicas no podrían ser más dispares. Mientras que el artista alemán escribe con una precisión milimétrica, donde no cabe imaginar que la partitura pudiese sufrir modificación alguna, la estructura dramatúrgica de Liddell es frágil y difusa. Pero no importa.
Si en Hoghe la dramaturgia constituye el pilar que sostiene la obra, en «La casa de la fuerza» la aproximación es distinta. La larga duración del espectáculo diluye la importancia de la estructura: convivimos con las actrices, las acompañamos en sus acciones y silencios, compartimos su experiencia.
La tercera parte de la obra llama la atención por el paralelismo temático y visual con una escena de «2666» de Àlex Rigola, donde se habla de la violencia machista en México en medio de cruces rosas. Por suerte, la similitud es tan sólo superficial. Mientras que la escena de «2666» es uno de los momentos más irritantes y demagógicos que haya visto jamás sobre un escenario (donde se manipula al público mediante una música melodramática que apela al lloriqueo fácil sin ofrecer análisis alguno), en «La casa de la fuerza» la emoción viene ligada a la reflexión. El nexo de unión entre la historia personal de Liddell (su relación con un machito) y la situación en México (donde la cultura machista es responsable de los asesinatos de mujeres) pone de relieve un fenómeno común a ambos lados del océano. No se trata pues de mera emoción que, como todos sabemos, es el ingrediente ideal para manipular a las masas salvando el incómodo obstáculo del intelecto. Como decía Hitler acerca de la propaganda «cuanto más modesta sea su carga intelectual mejor tomará en consideración las emociones de las masas de forma exclusiva y será más efectiva». En efecto, eso era la escena de las cruces en «2666»: mera propaganda.
Como he dicho varias veces en este blog, hay muy pocas personas capaces de lidiar con la trascendencia de forma directa sin que resulte pretencioso y forzado. Pues bien, Liddell es una de ellas. «Amar tanto para morir tan solos» se dice casi al final de la representación sin sobresalto alguno. Y si en el 99,99% de los casos me hubiese sonrojado de vergüenza ajena al ver un espectáculo terminar así, aquí no había problema alguno. Lo que es mentira es mentira y lo que es verdad es verdad, porque desprende un fulgor que le es propio. Amar tanto para morir tan solos…
Sólo decir que sobre lo de 2666 no puedo estar más de acuerdo. En lo de Angélica, que es lo que importa, también.
hola quim,
¡por fin leo una crítica de «La casa de la fuerza»!
yo no creo que Angelica Liddell esté al mismo nivel que Gil de Biedma pero aún así me pareció una obra interesante.
Yo no la ví en el Centro Párraga; fué en el Matadero y escribí una crítica en el recién nacido blog de teatron [pero que aún no han actualizado en la lista de usuarios]. A ver qué te parece.
http://www.tea-tron.com/cmc/blog
un saludo con peluca.
cmc ya aparece en la lista de usuarios:
http://www.tea-tron.com/cmc
actriz de Teatro Nacional? butaca en la Real Academia de la Lengua?
me parece que el sr. crítico es un obsesionado por los títulos de grandeza… seria el sr. critico monárquico? Nada, esto no importa nada.
Vomité con la escena de las cruces del Rigola. ¡Teatro Burgués 2.0!
Puagg!
D.