Quizás una de las citas más manidas en los textos de artes escénicas sea el inicio de «El espacio vacío» de Peter Brook: «Un hombre camina por ese espacio vacío mientras otro le observa y eso es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral.» Probablemente no se necesita tanto. El mundo está lleno de pequeños actos teatrales que sólo requieren una mirada: basta con contemplar las nubes o el paisaje. Y también están los actos teatrales que nadie ve, como cuando un árbol cae en el bosque, aunque eso crea nietzscheanos y cuánticos dilemas.
En cualquier caso la pieza de Nilo Gallego pone en evidencia que la naturaleza de lo teatral es tan sólo una determinada forma de mirar. El público se sentaba a oscuras en unas gradas en el interior de una fábrica de cara a una gran puerta metálica que se abría de forma automática y encuadraba la carretera, la ría, la ladera de la colina y dos vías de trenes.
Lo que presenciamos fue una auténtica superproducción. Desde trenes que cruzaban a toda velocidad a corredores de footing que atravesaban el campo de visión con un ritmo y una constancia dignos de una partitura. También hubo lugar para la música, desde el ruido del metal al rozar el suelo, pasando por una canción de tintes líricos, el tecno de un coche que pasa o la sirena de la fábrica.
Tampoco se olvidó la historia del lugar de la mano de una antigua trabajadora de la nave industrial. No querría comentar nada más. Hay cosas que no se deberían explicar ni diseccionar: la intensa poesía de ayer por la noche la conservaremos de forma íntima cada uno de los que estuvimos allí.
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