Mònica Muntaner en «Menta in iurmain»
El viernes 17 de abril asistí a la segunda representación del doble programa de Cesc Gelabert en la sala grande del Lliure. Últimamente estoy obsesionado con la idea de que el contexto de la representación tiene tanta importancia como la pieza en sí y debo decir que la frontalidad y las dimensiones de la Sala Fabià Puigserver no son algo que me seduzca especialmente. No soy un fanático del formato «gran espectáculo», es una cuestión de gustos.
Aún así en esa sala he visto piezas que me parecieron deslumbrantes, desde Carles Santos a Krystian Lupa pasando por Marthaler o Jan Fabre, así que este formato tampoco es un obstáculo insalvable para mi subjetividad. Sin embargo, no fue este el caso. Quizás el gran formato no ayudó para que apreciase la pieza de Gelabert, pero hubo más motivos.
Empecemos por explicar que el prestigioso coreógrafo se presenta rodeado de jóvenes figuras y casi siempre surge en escena como un elemento superior al resto del elenco (maestro de ceremonias, focos cenitales, posiciones privilegiadas). Este planteamiento no encaja con mi forma de mirar la vida/la escena. Si el coreógrafo se sitúa claramente por encima del resto de bailarines para dejar claro su rango superior, esto para mí implica una defensa de las jerarquías verticales. En la revista hay una clara jerarquía entre vedettes, coristas y otras figuras, lo cual me parece propio de la época donde este género culminó su trayectoria. Me sorprende ver algo así en la danza de nuestros días.
Por otro lado, la coreografía tenía importantes toques neoclásicos, algo que podéis verificar leyendo la entusiasta crítica de Carmen del Val. Como decía en el artículo sobre la Mostra de peces curtes en el Mercat, el neoclasicismo provoca una respuesta entusiasta del público porque ofrece unas formas fácilmente reconocibles y decodificables, y los aplausos aumentan exponencialmente si encima se combina con virtuosismo, que siempre queda bonito aunque, como en este caso, no se entienda mucho su función.
A pesar de que personalmente no me gusta esta estética parcialmente neoclásica, podría haber apreciado una buena construcción de las piezas. La buena escritura escénica es algo que se palpa en vivo y que resulta muy difícil de argumentar en un texto. O está o no está. Deriva de la necesidad de cada una de las acciones que se suceden, de la imposibilidad de que las cosas se hubiesen desarrollado de otra manera. Esta buena escritura se logra mediante ensayo y error, a menudo con una reelaboración constante y obsesiva de los primeros materiales. Y en este caso esta estructuración me pareció de calidad media, así que no fue suficiente para rescatarme de mi insatisfacción.
Finalmente, tampoco aprecié la sobreactuación de los bailarines cada vez que se les requería expresividad (Gelabert era el único comedido), ni el uso de grandes elementos escenográficos de justificación bastante discutible, ni el abismo coreográfico entre los movimientos de Gelabert y los de sus bailarines, que parecían pertenecer a dos universos distintos. Y si debo escoger entre ambos, me parecieron mil veces más interesantes los movimientos de Gelabert, que trabaja una textura esponjosa y elementos relativamente sencillos. Sí, fue el intérprete Gelabert y sus movimientos lo que más me interesó de la pieza. Teniendo en cuenta que él coreografió al resto de bailarines me pregunto por qué escogió para ellos esa galaxia paralela…
Pasemos a «Menta in iurmain», una auténtica golosina por varios motivos. En primer lugar porque «Menta in iurmain» parte de un texto contemporáneo previo de excelente calidad, algo no muy frecuente hoy en día. Aunque el valor de este texto no sólo proviene de una buena escritura, sino de su original estructura. En vez de hallar aquí el típico arco dramático, el eje de la pieza (los vaivenes emocionales de una pareja) cuenta con numerosas interrupciones de cariz surrealista. Aún así el eje principal sigue siendo bastante sólido y la obra se puede leer bien como un todo lineal, casi casi como una historia. El texto me gustó mucho aunque, por preferencias personales, hubiese apreciado una abstracción aún mayor de la narración.
Esta obra de texto ya original por sí sola se pone en escena mediante un teatro físico que apuesta por la artificialidad. Es decir, en vez de vez de buscar la naturalidad como tantos otros directores y coreógrafos hoy en día, aquí Ponce nos aleja todo lo que puede la misma. Esos dos polos siempre han sido opciones distintas y válidas en artes escénicas, sólo que en los últimos años esta apuesta por la artificialidad se explota poco a menudo en nuestro entorno. Y es una lástima, porque llevada al límite también resulta muy interesante. La relativa excepcionalidad de este tipo de aproximaciones en nuestro contexto es lo que añade interés a «Menta in iurmain».
Las últimas virtudes del montaje son sin duda una excelente interpretación y un ritmo muy efectivo, aunque quizás un pelo monocorde dentro de su trepidante tempo. Y si siempre repito que no me gustan los mensajes trascendentales a bocajarro, debo decir que el puñado de reflexiones políticas y filosóficas que se disparaban me produjeron una impresión mixta. Algunas me chirríaron un poco, pero otras calaron hondo. Tuve la sensación de que detrás de la pieza había alguien fatídicamente inteligente y sarcástico. Y la sinceridad de esta voz detrás de los actores me tocó.
Como siempre invito a todo el mundo a expresar su propia opinión y rebatir, apoyar, contradecir o ampliar todo lo que afirmo con sus propios argumentos. ¡Muchas gracias!
Gràcies per l’única critica que hem tingut després de tant treball. mònica
Rafa estaria content
Lo de Cesc Gelabert en el Lliure la semana pasada fue malo. Vamos, ni siquiera gloriosamente feo (de esa fealdad que puede sacudir un sistema estético o regalar un ratito de buena abyección), sino escuálidamente feucho, con su concepto coreográfico caducado, con su teatralidad pueril desvirtuando un planteamiento dramatúrgico que pudo ser bueno, con su triste repertorio de subidones energéticos que apuntaban a electrizar el lenguaje y sólo conseguían ser síntoma de un tétrico juvenilismo (las danzas colectivas tiraban a anuncio de gaseosa), con su estética visual teñida de erotismo desodorado.
Gelabert lleva años cultivando una forma algo siniestra de culto a la personalidad que, combinada con una cierta senilidad de la inspiración (en quien fue de entre los mejores intérpretes de su generación), acaba en el peor paternalismo poético y, lo que es peor, en una verdadera “poética” del paternalismo.
Sintiéndose el último depositario de una danza supuestamente “alta”, Gelabert se cruza con un agitado mundo de jóvenes que dan brincos, vampirizando a Haendel (y vampirizando por supuesto al establishment que halla en él una idea bastante digestiva de “danza oficial”, como para que ésta sea la única “danza real” y, por ende, la única que merece los pastones que Gelabert va cobrando en subvenciones). Gelabert sacudiendo una vara dorada de cascabeles con cara de haber resucitado el cadáver del dinamismo occidental es una poderosa metáfora política, antes que poética.
Y más podría decir, pero callaré. No es ésta una reseña del último Gelabert, sino una reseña del público último que remató el estreno del pasado jueves con una memorable standing ovation, aliñada de babeantes muestras de adoración. El estrépito que precisa una obra que abre una época, siempre y cuando se dé el milagro de que el público la reconozca a tiempo (lo del jueves en este sentido fue un buen inicio, puesto que Pina Bausch se tragó años de estrenos con escupitazos y hortalizas).
¿Por qué reseñar al público? Eso del público se lleva mucho. Publicaciones, debates, blogs y vigorosas tomas de posición. La peña del Lliure era, en este sentido, todo un ejemplo de transversalidad: yema condal, puñado de críticos pletóricos, mundillo, sub-mundillo de la danza, algún que otro turista despistado, bandadas de abonados dispuestos a tragar su ración anual de “danzadeverdanza”, políticos de “la cultura por supuesto” y ciudadanos de a pie como yo y pocos más, infelizmente desprovistos de cualquier razón política, cultural, étnica, memorial, amistosa o parental para convertir lo de Gelabert en algo distinto de lo que parecía.
Al final, mientras la peña se abalanzaba a los vinitos, nos dispersamos avergonzados, con la sensación agobiante de que algo fundamental se nos había escapado, puesto que la obra sólo nos había parecido un fragmento común de danza honradamente mala, algo para apresurarse a olvidar, mientras los demás derrochaban su convulso entusiasmo. Y tristes también de que la velada hubiera sido sin sorpresas: ninguna revelación desde la escena, ninguna revelación desde la sala pese a que la incongruencia entre propuesta y acogida fuera tan evidente. Una paradoja anunciada.
El público de hoy, que cuando va al teatro ya es público televisivo que se ha acicalado (y que en el teatro recibe con entusiasmo el gustillo televisivo de una danza tan irreflexiva), sólo aprecia (y crea) el Real Time del eventazo. Pero una cosa es estar allí cuando las cosas pasan y otra es creer que las cosas pasan PORQUE estamos allí. Es un público antropológicamente vulgar, que acude al teatro con el mismo hambre de testimonialidad histórica con el que otras muchedumbres acudieron tele emocionadas a ciertos entierros de papas o princesas (la verdad es que el evento al que asiste en el teatro sí consigue parecerse a la muerte de algo).
Inamovible en su entusiasmo, ese público es el gran operador de unos triunfos que, por ser tan programados, convierten a todo espectador en un programador de sí mismo como único verdadero performer. Esto es lo que permite a algo tan mediocre como la pieza de Gelabert ser alabada en Real Time como una obra maestra, y salir por la puerta grande. We all are Cesc.
Ahora Gelabert lo tiene todo para imantar los orgasmos del consenso: dinero para delirar con desparpajo, un pasado artísticamente noble y “remoto” para autorizar la adoración incondicional que se reserva a los grandes viejos, una situación acomodada en el ámbito de una profesión normalmente compuesta de indigentes sin esperanza con la que esparcir una adorable poética de la indulgencia que bendiga urbi et orbi al mundillo que lo bendice, una ubicación clave en el panteón de las vanguardias locales, un lenguaje suficientemente mortecino como para poner de acuerdo a quienes desconocen la danza y a quienes no quieren conocerla y, finalmente, quizás lo más importante, un tipito sosegado de creador asceta, protector de la juventud y campeón de la senectud. ¡OLÉ!
El jueves no hubo real dialéctica entre sala y escena. La verdad es que ambas constituían una armónica y esmerada “liturgia catalana” en la que todos los salmos acaban en gloria, y en la que, como en toda liturgia que se respete, la previsibilidad de todo no impide fingir asombro a la hora del milagro ni, en fin de cuentas, creer en ello. Los demás nos fuimos pálidos y deslegitimados como marranos en una Pascua católica. Realmente ajenos al prestigio “circular” de una danza cuya única consigna era “nosotros nos lo guisamos y nosotros nos lo comemos” (circularidad efectiva, puesto que conseguía borrar del mapa cualquier sospecha de que otras estéticas y otras danzas pudieran existir más allá del Pirineo, o más allá del Barcelonés, o más allá de plaza Margarida Xirgu, o más allá del bufet del Lliure – mientras, por cierto, en el Mercat de al lado María Muñoz bailaba, SOLA). Y tan contentos.
Y si el del jueves pasado es lo que se dice un Público, gracias – no participo.
Jorge Pallarés (abonado del TNC)
Cojonuda tu exposición.
A por ese publico van por igual todos los teatros….y se expande ese «real time del eventazo»(que buena esta definición) hasta entrar en la sala mas cutre…
Esa liturgia de la que hablas penetra en todos ya sea por aceptación o por reacción.
Yo ya hace unos años que desistí de ver el trabajo Gelabert pero tb me hace daño el gasto al que te refieres, tanto como con IT´dansa, o con el nª de producciones anuales de Alex Rigola y el apoyo real a la nueva creación desde el Lliure, o por las coproducciones con cias afamadas de fuera que realiza el Mercat para darnos ejemplo de internacionalización, finalmente absolutamente provinciano, o por el mega autohomenaje que se organiza la cia Mal pelo, donde la autocritica es tan baja como alto el gasto…por citar algunos ejemplos que mantienen modelos histriónicos y poco abiertos o participativos con la realidad local, cuyos objetivos parecen mas dirigidos a tontear con el publico que a alimentar la escena….me hace daño porque esa liturgia ético patética de la que hablas se impone como ejemplo en mas planos de la realidad y anula o no permite la diversidad.
Hablando del caso concreto de Gelabert, si no me equivoco, realiza únicamente una creación anual, en la que la investigación solo existe como palabra en el discurso y la originalidad o calidad «espectacular» es del todo discutible… pués me lleva a donde nunca voy (hablando de creación) y es a contemplar no ya su funcionalidad sino su efectiva actividad y su repercusión en el entramado general.
Hablar de gelabert es hablar de Cataluña, y aquí quizás él mismo sea tb un subalterno, enmarcado en el real time monumentazo.
Gracias Jorge por la claridad tio.