En el programa de mano explicaban que los intérpretes habían aprendido una canción con un compás complejo de 8×12 y que la utilizaban internamente para comunicarse entre ellos e improvisar sobre el escenario. Seguramente había más pautas de improvisación como el número de intérpretes, una gestualidad determinada, la posición de los bailarines en el escenario según el momento o quién dirigía la improvisación en ciertos puntos de la obra…
En cualquier caso esta pieza era interesante porque los bailarines se guiaban por una serie de «juegos secretos» que destilaban armonía pero que sin embargo no eran fáciles de adivinar. Esto provocaba una tensión que mantenía la atención hasta el final de la pieza.
Dentro de este concepto general había mucho fenómenos particulares que merecen citarse, aunque me guio aquí por mi intuición sin tener un conocimiento exhaustivo de la estructura de la pieza y es posible que cometa algún error.
Para empezar el acompañamiento musical era un parámetro con un impacto de primer orden. Si había silencio, se podía intuir con más claridad el ritmo secreto por el que se guiaban los bailarines para construir el movimiento. Si el baile se acompañaba de sonidos o música, este segundo ritmo superpuesto ensuciaba la lectura y le restaba un poco de interés a la performance por momentos. Sin embargo no siempre era así, porque a veces se seguía intuyendo la dinámica interna de los bailarines y este ritmo primario se contaminaba en algunos instantes con el ritmo de el espacio sonoro. Es decir, en vez de seguir las evoluciones de la dinámica secreta, el interés yacía aquí en discernir qué formaba parte de esta dinámica y qué se había contagiado de la música.
Otro de los juegos escénicos consistía en una sincronía ocasional. Uno de los bailarines se movía lentamente y los otros le seguían, de forma que el conjunto evolucionaba casi al unísono. Se trataba de un ejercicio de atención y de trabajo en grupo. Sin embargo este juego escénico es demasiado diáfano y por este motivo no resultaba muy atractivo.
Finalmente, una consecuencia curiosa de esta estructura era la actitud de los bailarines. Estaba claro que debían mantener una concentración extrema para conseguir su propósito y eso creaba una profusión de miradas periféricas y, al mismo tiempo, un cierto ensimismamiento. En gran parte los bailarines estaban dentro y no fuera.
Por cierto, era un gustazo ver bailarines de mediana edad en un escenario. Quizás no eran tan acrobáticos como hubiesen podido ser unos intérpretes más jóvenes, pero su energía era más serena, su movimiento tenía más aplomo y de cada uno de ellos manaba una personalidad clara y definida.