La segunda jornada del MAPA se inicia con la proyección de unos cortos de Dionís Escorsa, un videocreador de larga trayectoria y cuya propuesta La Poca Casa (ganadora del concurso de vídeodanza de Nu2s) disfrutamos hace unos meses en La Poderosa. Esta pieza no resultaba tan seductora como la que mencionamos, pero era una propuesta muy válida que jugueteaba con el género de terror dentro de un registro distinto y más sofisticado. Y es que el tema central de esta edición del MAPA era la oscuridad, ya que por primera vez el itinerario se recorría de noche. En las artes escénicas, el envoltorio y la situación de partida son responsables de la mitad del resultado. Por eso a menudo los trabajos site-specific son tan atractivos, porque conectan el contenido de la pieza con esta situación inicial y disparan el interés de la propuesta. En este sentido, al sugerir que las piezas se realizasen en la oscuridad, se ponía en evidencia como los directores del festival, Tomàs Aragay y Sofía Asencio, son en cierta medida co-creadores de las performances, porque las condiciones que establecen resultan determinantes.
La elección de la oscuridad era una elección arriesgada porque presentaba problemas técnicos de diversa índole. Pero el riesgo siempre resulta positivo porque, aunque se corre el peligro de fracasar, peor resulta el sopor que deriva del estancamiento absoluto. En este sentido es preferible un experimento que naufraga a un gnomo prefabricado con molde (en la factoría IT, por poner un ejemplo).
Que nadie se alarme, aquí no hubo naufragio, pero el resultado fue mixto. A pesar de una señalización correcta mediante elementos fluorescentes, la oscuridad dificultaba que el público se instalase y eso entrecortaba un poco el ritmo del recorrido. En segundo lugar, la oscuridad dio rienda suelta a la faceta más infantiloide de ciertos espectadores. Amparados en el anonimato, algunos adultos decidieron comportarse como preadolescentes y el respeto y la concentración que precisan las performances no siempre estaban presentes. Una lástima.
La valiosa contrapartida es que los artistas se adaptaron al medio y generaron toda una serie de estrategias nuevas para lidiar con la oscuridad. Lo primero que hallamos fue una instalación sonora que reproducía el ladrido de unos perros feroces a través de varios altavoces diseminados por el espacio. Como la noche nos privaba de la visión casi por completo, el resultado era ciertamente turbador. No estoy seguro acerca de la autoría de esta instalación, pero presumo que pertenece a Didier Gallot, a quien hallamos en un claro un poco más lejos (ver rectificación en «comentarios» al final del artículo). Este actor nos brindó una performance transformista de primera clase. Ya fuese con un cisne en la cabeza o caracterizado como un extraño animal del bosque, presentó toda una serie de personajes oníricos que aprovechaban unos segundos de oscuridad para mutar de piel y aparecer bajo un nuevo aspecto.
La siguiente artista que mostró su trabajo fue Rosa Casado, que salió muy perjudicada por la falta de concentración del público. Rosa había preparado una performance totalmente minimalista. Se trataba de permanecer en silencio en el bosque observando las estrellas. Ella deambularía sigilosamente entre el público disfrazada de oso y las personas que lo deseasen podrían fotografiarse junto a ella. Los árboles, la oscuridad, el silencio nocturno, el cielo, las estrellas, el flash ocasional de la cámara que revela la figura del oso y las siluetas que lo rodean. Algo que se adivina pero no se ve por completo y, al volver del recorrido, te regalan la foto con la imagen de un recuerdo que, como no veías, no fuiste consciente de estar viviendo. Puedo intuir todo este planteamiento en la mente de la artista y quizás hubiese sido maravilloso con un reducido grupo de personas predispuestas al juego. Sin embargo apareció un público muy numeroso y alborotado y, a pesar de sus intentos, no se pudo crear un clima que permitiese optimizar su propuesta.
A continuación vimos una perfomance en dos partes dirigida por Germana Civera. Esta pieza utilizaba el movimiento e intensidades de luz sutiles y variables para rentabilizar la situación. El texto inicial usaba palabras que se querían grandes y poéticas desde un principio y eso me produjo cierto rechazo. Para mí la trascendencia deriva de las cosas pequeñas y la impostación hace huir toda poesía. Por otro lado confieso que en algunos momentos la interpretación actoral era demasiado enfática para mi gusto. Pero al final, a pesar de que su propuesta resultaba árida para espectadores poco entrenados, no sólo resultó efectiva para mí sino que, en la segunda parte, consiguió captar la atención de un público difícil y disperso. La primera mitad de la performance jugaba con la intensidad de la luz, desplazamientos erráticos y escenas con tintes narrativos. La segunda mitad se basaba en una idea muy sencilla pero altamente eficaz. En la lejanía los personajes, vestidos de blanco y con sus luces a cuestas, se desplazaban de forma rítmica y sinuosa. Dos pasos adelante y uno atrás. Nada como el ritmo para amansar a las fieras. Esta propuesta, que trasladaba y adaptaba bien el discurso de la danza a esta ocasión particular, dejó un público más receptivo para la siguiente performance.
Ironías del destino, se trataba de la perfomance más accesible y que menos concentración precisaba. Ivo Dimchev, en calzoncillos, con tacones, peluca rubia y ataviado con luces de colores intermitentes cual mechero paquistaní, nos ofreció un monólogo con información absolutamente anodina sobre la familia que habitaba la casa desde donde hablaba. También nos anunció que después nos perseguiría con el tractor del dueño de la casa (un «Aurora forty-five») y que se iría a dormir a su «site-specific» cama. Si se mantienen durante suficiente rato, las bromas muy tontas resultan desternillantes, porque ponen en evidencia que quien las hace es muy listo y no siente necesidad alguna de demostrarlo. Esta performance aprovechaba este fenómeno, además de la sorpresa, porque en efecto Ivo nos persiguió con su «Aurora forty-five» y más tarde lo encontramos dormido en su «site-especific» cama, en un colchón suspendido sobre el agua de un lavadero e iluminado con los destellos verdes y naranjas de una bola de discoteca. Una deliciosa y ultra-trash gozada.
Y al final de todo, Nilo Gallego con el tambor y la chica de la gaita nos guiaron hasta el pueblo otra vez tocando Thriller, de Michael Jackson, con esos dos instrumentos. A mí me pareció de lo mejorcito del recorrido.
La instalación sonora de los perros ladrando era de Nilo Gallego y Noemí Fidalgo
«La chica de la gaita» era Noemí Fidalgo.
T!
Creo que hay que destacar en esta edición, y por encima del resto, la preciosa aportación de los habitantes del pueblo en casi todas las actuaciones. Quizás no fueran las mejores piezas que han pasado por el MAPA, pero creo que esa participación fue algo muy a destacar, y un logro de los habitantes, de los artistas y sobretodo de los organizadores. Ver a los habitantes de un pueblo entregados al compás y cruzando el campo en fila india como almas errantes es una imagen que justifica y explica todo un festival.
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