Esta obra coincide de lleno con lo que he llamado «escuela Lorraine» en anteriores artículos. Uso de vídeo, imágenes poéticas y monólogos intercalados, etc. De nuevo aquí me interesa ver como poco a poco cada creador va ajustando este lenguaje a sus propias necesidades y lo hace evolucionar hacia un lugar distinto.
En primer lugar, aquí resulta sobresaliente la ausencia de personajes. Ni siquiera se esbozan ni se mantienen personalidades a lo largo de la pieza y reina una impersonalidad absoluta, que se incrementa mediante el uso de voces distorsionadas al principio. El uso de texto proyectado y los monólogos hacen surgir una voz única donde queda claro que es el director quien se dirige a la platea. En este sentido, la obra es en gran medida un manifiesto. Este mecanismo le da una personalidad muy definida a la pieza, pero al mismo tiempo la comunicación directa de ideas ahorra al espectador cualquier esfuerzo. Como apenas se nos exige ningún trabajo, la atención merma de forma considerable a lo largo de la pieza.
El tema del manifiesto, al igual que en anteriores obras de García, es una crítica de la vida moderna y la sociedad de consumo, pero esta vez con un marcado tono triste. Se trata de un lamento prolongado, la exposición de un estado de ánimo. Aquí está la mejor virtud de esta pieza. La tristeza genuina que emana de sus textos consigue emocionar puntualmente al espectador. La angustia que provoca la sociedad ultracapitalista se refleja mediante estos actores impersonales e inactivos que se arrastran literalmente por el barro. Hay algunos aciertos ingeniosos en el texto (por ejemplo, el de «ya lo sé») y las imágenes están relacionadas con el tema general y resultan efectivas. En especial, agradezco la imagen del actor empapado de barro estampándose contra el coche inmaculado que transporta a una familia feliz al igual que si de un anuncio se tratase.
Por estos motivos la pieza de Rodrigo crea en mí un sentimiento ambivalente. Por un lado simpatizo con una exposición emocional y política que conecta con nuestro tiempo y que, en medio del despropósito contemporáneo, resulta a todas luces urgente y necesaria. Por otro lado la simple comunicación me parece llana. Si Rodrigo García tiene la ambición política de alinear a sus espectadores con su pensamiento (algo que no podría asegurar), afirmaría que para ello debemos llegar a nuestras propias conclusiones tras presenciar el espectáculo, en vez de escuchar las conclusiones a las que ha llegado otra persona.
Como espectador de esta obra, no estoy de acuerdo con tu opinión sobre que apenas se nos exija ningún trabajo, en contraposición a lo que dices sobre El año de Ricardo, de Angélica Liddell: «Se nos da tanto para escoger que resulta imposible identificar al autor con un discurso determinado. Por este motivo, esta posición política también es de alabar.»
Por un lado, en esta obra de Rodrigo hay bastantes momentos en los que yo, por lo menos, necesito hacer un esfuerzo para captar toda la información que se me ofrece simultáneamente. Por ejemplo, tres actores moviéndose por el escenario realizando diversas acciones mientras en la pantalla se proyectaban imágenes con mensajes sobreimpresos. Hay que estar atento para captar toda la información. De hecho, tenía una sensación de libertad para escoger la información que me interesaba porque difícilmente podía procesar toda la información al mismo tiempo. Me pasaba lo mismo cuando los actores hablaban con la voz distorsionada mientras se iban quemando las cuerdas. Había muchos planos ahí: el texto, la música (esa distorsión de la voz era muy rica y creo que no se me va la olla si opino que los actores, en ese momento, también eran intérpretes musicales trabajando con el sonido), la disposición de los actores, el movimiento del fuego avanzando por las cuerdas, etc. Me da la impresión de que cada uno de nosotros ha visto un espectáculo diferente precisamente porque había tantos elementos simultáneos que podías escoger según tus intereses o tus capacidades o tus sensibilidades. Eso también es una posición activa.
En cuanto al discurso, a mí Rodrigo García (a quien conozco por sus obras y textos) y Angélica Liddell (sólo he visto El año de Ricardo pero he leído sus textos) me parecen idénticos en su afán «panfletario», por decirlo de alguna manera. Angélica no me da a escoger más que Rodrigo en ese sentido y la identifico inmediatamente con un discurso muy determinado: el suyo. Por mucho que adopte el personaje de un capullo fascista, en seguida me doy cuenta de que hace de capullo fascista. Eso me da que pensar un minuto como mucho pero las dos horas siguientes siento lo mismo que cuando Rodrigo García te habla a través de un powerpoint, porque convierto su discurso inmediatamente.
Los dos parece que estén interesados en intentar convencerme de lo que piensan (en mi caso se lo podrían ahorrar porque seguramente estamos bastante de acuerdo) sólo que uno me gusta cómo lo hace y la otra no. Y eso tiene que ver, me parece, con la estética, con el modo, con lo artístico y no tanto con lo político (aunque pensándolo bien no estoy tan seguro de que una cierta posición artística no me esté dando más información política que el propio discurso). Porque no se trata de un mitin sino de una experiencia artística. Y eso es lo que me emociona del uno y no de la otra. Y no estoy hablando de «valor» artístico porque me parecen los dos unos putos cracks, cada uno con su estilo. Hablo desde mi yo, como ellos. Entiendo perfectamente que haya gente que aborrezca la obra de Rodrigo y adore a Angélica, que los adore a los dos o que los aborrezca a los dos. Hay gente para todo y cualquiera de esas posiciones me merece un verdadero respeto.
Sorry por okuparte el blog con este megarrollaco. Es que esta discusión me pone, no sé por qué.
Yo solo quería destacar el giro que respresenta esta obra (quizás también con la performance del asesinato del «llamàntol» del año pasado) en Rodrigo.
El tono «panfletario», como dices, y rayano en el moralismo, creo que lo ha suavizado con una puesta en escena mucho más pausada y poética y con unos textos que hablan menos de Bush y más de uno mismo. Creo que es ahí, en la aguda lucidez intimista de una persona sensible arrojada en este patatal, donde está el verdadero maese Rodrigo. El resto es guarnición; hay que reírse de sus excesos y provocaciones, filtrarlos, y quedarnos con un gran autor que quiere y necesita compartir su desilusión pero que no lo quiere demostrar.
Rubén, me alegro de que la obra de Rodrigo te transmitiese tanto como experiencia artística, a mi me dejó algo frío :-/ Simplemente me gustaría añadir que no estoy seguro de que la abundancia de información requiera un esfuerzo de decodificación sino de atención. En este sentido, un exceso de información puede marear más que estimular. No es la cantidad, sino la forma en que se expone, lo que demanda trabajo intelectual.
Apatrullando, estoy de acuerdo contigo, cuando surgía el «yo» de Rodrigo era cuando la obra se volvía más interesante.