La aclamada Isabella’s room de hace tres años y The Lobster Shop tienen muchos puntos en común. En estas dos obras de Jan Lauwers todos los actores desembarcan de golpe sobre el escenario vacío. La ambientación sonora es similar y de alta calidad. El estilo narrativo también es el mismo: en vez de la tradicional escenificación donde los actores representan personajes submergidos en una situación particular, aquí la historia se cuenta mediante múltiples personajes que se interrumpen los unos a los otros. Por momentos narran la historia en tercera persona (hacen de narradores) y por momentos se ponen en la piel de sus personajes. Entre estas escenas la danza sirve de ilustración y también de contrapunto para aumentar la tensión narrativa.
Lo mejor de The Lobster Shop es el empeño del director en buscar nuevas formas narrativas que se adapten a nuestro tiempo. La narrativa tradicional (véanse las películas del Hollywood o las novelas del siglo diecinueve, a pesar de las diferencias) se basa en una fórmula extremadamente efectiva, pero que por alguna razón no parece ajustarse mucho a nuestra época. Isabella’s room resultaba espléndida porque conseguía utilizar las armas más eficaces de la narrativa pero dándole un barniz nuevo que remitía a nuestra contemporaneidad.
Con The Lobster Shop, Lauwers ha querido darle una vuelta de tuerca más a su fórmula, pero ha fracasado estrepitósamente. Si en Isabella’s room, a pesar de las transgresiones respecto a la narrativa tradicional, respetaba el arco dramático de situación inicial-incidente-línea de acción-clímax, The Lobster Shop no es más que una amalgama de escenas donde los personajes se confunden y todo termina por contradecirse.
No seré yo quien a estas horas se ponga a defender la inviolabilidad del arco dramático, pero si se tritura la estructura que resulta tan rentable a la hora de enganchar al espectador debe ofrecerse algo a cambio. Hay mil y un recursos teatrales posibles que se pueden emplear, desde la imagen poética al movimiento hipnótico, pero aquí se sacrificaba este bastión sin sustituirlo por nada. La explicación del director, tanto implícita en la obra como escrita en el programa, es que The Lobster shop pretende reflejar el desasosiego, confusión y fragmentación contemporáneos. Sin embargo la idea de desasosiego y confusión sólo se puede inferir de un orden meticulosamente subvertido. Cuando lo que presenciamos es el desorden en sí no es desasosiego lo que sentimos, sino tedio.
El rendimiento de los actores también parece verse afectado por la inconsistencia de la narrativa. Si muchos de ellos ya aparecían en Isabella’s room con resultados brillantes, aquí su estrella parpadea con debilidad. Quizás a ellos también les cuesta defender la propuesta. En especial, echamos a faltar a la genial De Muynck en el papel principal. La estrategia escénica de Lauwers da un gran peso a los monólogos, que son un género difícil, y para ello requiere actores de primera fila. Ni el padre ni la madre de la pareja protagonista estaban a la altura.
A pesar de todo podemos salvar algunos elementos esporádicos, como el oso partido en dos, el solo final o bien la contundente pregunta de «What does a lobster mean?». Y aunque nos aburrimos y nos desencantamos debido a las altas expectativas, el fracaso de esta obra sirve de lección. La narrativa es algo que se puede doblar y moldear para sacarle partido, pero hay que ir con cuidado: se rompe con facilidad.