Tatiane y Huberto se cruzaron a las tres de la mañana al final de la calle Valencia y los dos giraron la cabeza hacia atrás. Huberto estaba frente a su portal y, con las llaves en la mano, dijo “¿Subes?”. Ella sólo se fijó en el pelo engominado y le pareció un chulo de mierda. “Claro”, contestó.
La decoración de aquel ático inmenso desconcertó a Tatiane. Los muebles tenían proporciones desmesuradas, como si allí viviese un gigante. Al sentarse en el sofá los pies le quedaron colgando a dos palmos del suelo. Tras unas cristaleras se veían las luces de la ciudad y el mar era una mancha oscura en el horizonte.
Mientras iba a la cocina a por bebida él miró de reojo a aquella mujer alta de pelo corto y rubio. No parecía una prostituta y, sin embargo, no daba señales de nerviosismo ni transmitía expresión alguna. Mostraba tanto aplomo que Huberto se sintió un invitado en su propia casa. Volvió con dos copas del tamaño de un jarrón y una botella de cava. Dio un salto para llegar al fondo del asiento y sus pies quedaron colgando junto a los de Tatiane. Ella creyó ver en su mirada escurridiza el presagio de un mal polvo.
Sirvió las copas y, cuando parecía inevitable brindar o decir algo, los dos siguieron callados y él la miró fijamente. Fue entonces cuando ella entendió que no se trataba de una expresión huidiza, sino de la mirada dispersa de los locos. La proximidad del peligro la encendió de repente y él lo debió notar, porque parecía que estaba a punto de tocarla y decidió no hacerlo. De golpe era él quien había perdido el interés y reinaba en el sofá con su presencia. Tatiane sentía una humedad creciente entre las piernas y sus pezones completamente erectos contra el tejido de algodón. Él la observaba divertido mientras sorbía de su copa enorme. Mientras, a Tatiane se le aceleraba la respiración, las mejillas se le pusieron coloradas y creyó que los pezones iban a traspasar la ropa.
No parecía que él fuese a tomar la iniciativa y a ella la situación le pareció tan humillante que decidió levantarse. “Será mejor que me marche”, dijo. Él hizo que no con la cabeza. Ella se inmovilizó. Ninguno de los dos añadió nada. La tensión creciente sofocó aún más a Tatiane. Tenía ganas de quitarse la ropa de golpe y restregarse contra él, pero temía que la rechazase.
Huberto parecía un tanto distraído mirando con detenimiento detrás de ella. Volvía a pensar en marcharse cuando ese detalle la tranquilizó. Estaba mirando su figura en el espejo. Así era, Huberto le miraba el culo en el reflejo del cristal, un culo algo grande pero bien proporcionado, sobre unas piernas anchas y macizas que revelaban los orígenes nórdicos de la familia de Tatiane. La potencia de su cuerpo transmitía fuerza y seguridad, pero el vestido convencional y la caída de los hombros abrían una dimensión diferente. Huberto percibió algo disonante en ella. Eso le interesó. Se acercó a ella poco a poco, hasta que su cabeza quedó pegada contra su cuello. Entonces empezó a derramar saliva, que cayó sobre la piel de ella y fue escurriéndose hasta entrar en contacto con la tela del escote. Pasaron así varios minutos. Su saliva espumosa se deslizaba por la piel de Tatiane y la mancha de humedad crecía sobre su pecho izquierdo.
A Huberto le despertó un fuerte ruido. Miró a su lado y vio que ella no estaba. Se levantó desnudo y sus peores sospechas se confirmaron. El ruido provenía de la zona este del piso y la puerta que creía haber cerrado con llave estaba abierta. La chica había seguido el olor hasta encontrar aquel torso de mujer descuartizado en ocho trozos sobre una mesa de caoba. En el suelo, Tatiane reía tan fuerte que mostraba las encías por completo y su boca recordaba la de un caballo. Al principio, Huberto apartó la vista sin saber qué hacer. Pero luego la miró y sonrió un poco, como un niño travieso.
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Tatiane y Huberto diferían en muchos aspectos, pero coincidían en uno. Ninguno de los dos se planteaba las cosas y se dejaban arrastrar por la vida sin analizarla.
Tatiane provenía de una familia de clase media que la había educado de forma estricta. Ella siempre se dejó guiar y ahora que tenía 30 años hubiese sido incapaz de destacar algo importante en su vida. Estaba atrapada en una rutina donde no cabía ni la tristeza ni la alegría. Sólo disfrutaba con su profesión. Era oncóloga. Se había especializado en cánceres especialmente virulentos, donde las operaciones se realizaban a vida o muerte y la mayoría de los enfermos no sobrevivía sesenta días. Estas situaciones producían en Tatiane una pequeña excitación agradable.
Para Huberto, el deseo era como una serpiente que le acompañaba y le atacaba en el momento menos esperado. Entonces debía obedecer sus órdenes. Esta serpiente era muy venenosa y le mordía muy a menudo. Huberto deseaba las mujeres, los hombres, los coches, las casas, los museos, las ciudades, el cielo y el mar. Por eso era el publicista más disputado de Barcelona. Sabía todo lo que se podía desear y por qué. Nadie como él para transmitírselo a los demás. Podía presentar cualquier cosa como indispensable, porque para él lo era. El dinero le llovía a espuertas y lo gastaba de la misma forma.
Quizás fue la tiranía de esta serpiente lo que le hizo enloquecer. Huberto vivía en un mundo a cámara lenta, donde no percibía la realidad de forma lineal. Todo era una mancha difusa donde sólo sobresalían, aquí y allá, al paso de su mirada, el movimiento de una mano al abrir la puerta, la forma geométrica del cruce de dos calles, una frase oída al azar o el destello de una pulsera. Con Tatiane la mirada se le iba a sus pies, unos pies anchos y feos, sobre unas sandalias altas de mal gusto, y esta visión lo tranquilizaba.
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Tatiane nunca volvió a casa. La complicidad que se estableció entre ella y Huberto ante el cadáver descuartizado habría de durar para siempre. Con la naturalidad con que se desenvolvían, Tatiane se quedó a dormir y Huberto le dio las llaves del apartamento por la mañana. Los días que siguieron eran laborables y los dos pasaron la mayor parte del tiempo en sus trabajos respectivos. Por la noche se encontraban en el salón y la tensión crecía sin parar porque no pasaba nada y, al mismo tiempo, era evidente que algo debía pasar.
El sábado por la mañana Huberto ordenó a Tatiane que se preparase para salir. Visitaron las tiendas más caras del Paseo de Gracia. En cada una de ellas, Huberto dirigía a las dependientas y escogía ropa para Tatiane. Las bolsas se iban acumulando y Huberto sólo guardaba la sensación agradable del tacto de la angora, la intensidad de un tono de verde, el denso olor a cuero de una chaqueta. Cuando acabó con ella, tenía más en común con una aparición que con una mujer. Huberto sólo conservó aquellas sandalias anchas y altas que subrayaban los pies porcinos de Tatiane.
Volvieron al descapotable y viajaron hasta la avenida Tibidabo. En toda la mañana no habían intercambiado más de tres o cuatro frases. Huberto flotaba en su mundo de irrealidad mientras Tatiane atravesaba el tiempo con la inconsciencia de los animales. Cuando estaban juntos no hacía falta hablar de nada: eran pareja.
Huberto aparcó el coche delante de una mansión reconvertida en discoteca y que funcionaba como after-hours por la tarde. Enseguida se armó un gran alboroto. La gente que esperaba en la cola comenzó a murmurar y un guardia de seguridad vino a abrirles la puerta del coche. Dentro, los sentaron en una pequeña plataforma acordonada con terciopelo desde donde dominaban la sala. Enseguida les trajeron champán francés en unas copas enormes como las que guardaban en casa.
A medida que pasaba el tiempo, mientras Huberto tenía la mirada perdida en el infinito, Tatiane se vio rodeada de personajes extravagantes. La mayoría estaban drogados desde el día anterior y hablaban a toda velocidad o con inexplicables muestras de afecto. Pero todos la adulaban e intentaban complacerla. Tatiane reaccionó bien y los trató con desprecio. En consecuencia, la admiraron aún más. Ella sabía que todo se debía al prestigio sin límites de su compañero. Tatiane era una persona básica capaz tan sólo de sentimientos básicos. Sintió envidia.
En ese mismo momento, Huberto oía voces. Las volutas de humo se retorcían bajo los haces de luz cambiante de la discoteca. La primera voz dijo “setenta veces por minuto, cien mil veces al día, el corazón late”. La segunda voz contestó “mucho tiempo después aún se nota su presencia”. Huberto constató que había caído la noche y que conducía el descapotable junto a Tatiane y una pareja muy hermosa. La primera voz insinuó “es la ley de la gravedad, los cuerpos se atraen y nada, ni la amenaza de muerte, podría evitarlo”. La segunda voz no tardó en replicar ”Paradoja: es cuando los cuerpos se unen que su masa resulta más ligera”.
Allí estaban los cuatro, tendidos sobre la cama, jugando, y las prendas caían poco a poco. Una caricia, la curva dorada de la piel, risas, la tensión de un músculo, la silueta de un hueso. La primera voz exigió imperiosa “que fluya el deseo, que corra la sangre”.
La bella mujer yacía inmóvil y pálida en el centro de la cama. La pared estaba salpicada con una gran orquídea de sangre. En una estantería reposaba la cabeza del hombre con los ojos arrancados. Sobre un sillón de mimbre y con las piernas estiradas, Tatiane resplandecía.
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Aquellos fueron tiempos felices. En cualquier lugar, Tatiane rompía sus collares de perlas. Las bolas brillantes vibraban y saltaban como chispas hasta dibujar una constelación sobre el suelo. Conducían a 200 km/hora y frenaban en seco dando trombos sobre descampados de tierra. Paseaban disfrazados de payaso junto al mar. Recortaban como una carcasa de pollo las costillas de un niño para observar como se derraman las vísceras gelatinosas. Violaban, robaban, torturaban. Y estaban amparados por la suerte que protege a los temerarios. Seguían adelante sin que el resto del mundo se atreviese a irrumpir en su burbuja.
Cuando se es feliz no se nota el paso del tiempo. Por eso Huberto no sabía si habían pasado meses o años cuando comenzó a sentirse inquieto sin conocer la razón. Buscó los pies anchos y feos de Tatiane para tranquilizarse, pero sólo encontró dos botines puntiagudos y elegantes que realzaban su figura y disimulaban las piernas gruesas de teutónica. “Es igual”, pensó Huberto. Pero el malestar crecía en su interior.
Los sábados volvían a la tarima protegida de la mansión de la avenida Tibidabo desde donde gobernaban. Pero las voces susurraban debilitadas. La primera decía “todos los cuerpos son cuerpos extraños”. Y la segunda voz apenas se adivinaba: “por eso sienten tanta curiosidad los unos por lo otros”. Huberto sentía entonces la necesidad de escapar a las contorsiones del humo bajo las luces intermitentes, pero Tatiane no dejaba sitio a la debilidad bajo su apariencia majestuosa. Ahora era ella quien reunía a las víctimas, conducía el coche, daba la señal. Huberto se sentía inútil a su lado. Y los botines puntiagudos de Tatiane repiqueteaban con decisión sobre el suelo, siempre seguros de hacia donde debían dirigirse.
Sin embargo, aún tenían momentos buenos. Ciertos domingos iban a pasear por el valle de Collserola y Huberto se lanzaba corriendo entre las zarzas, recorría más de un kilómetro así y luego volvía entre los brazos de Tatiane, que le curaba las heridas o lo ignoraba por completo. Otro día alquilaron un barco y lanzaron en alta mar los restos de cadáveres que tenían en casa. A la mañana siguiente la playa de la Mar Bella amaneció cubierta de fémures, cabezas y manos.
Pero los días pasaban y Tatiane comenzó a percibir una expresión familiar en la cara de Huberto. Parecía otra persona. Tenía los ojos suplicantes de un perro. Ella reconocía aquella mirada, pero le costaba creerlo. Tampoco buscó una explicación, pero decidió hacer la prueba. Un día puso en la comida un concentrado de almendras amargas. Huberto hizo una mueca de asco al ponerse la primera cucharada en la boca, pero luego sonrió, la miró con agradecimiento y comió con avaricia. Tatiane estaba tan perpleja que ni siquiera tocó su plato. Al día siguiente, Huberto estaba de un humor de ogro y le lanzaba miradas de rencor. Había creído que el sabor amargo se debía al arsénico.
Comenzó la lucha. Una lucha que Huberto quería que Tatiane ganase y que Tatiane se resistía a ganar. Como única defensa ella sólo podía engañarle. Empezó por poner un cuchillo largo debajo de la cama como hacían cuando iban a buscar víctimas. Eso lo aplacó durante unas semanas. Sabía que ella podía saltarle encima en cualquier momento con el cuchillo en la mano. Pero poco a poco el cuchillo se fue convirtiendo en parte de la rutina, como el gusto a almendras amargas cuando ella cocinaba. Inventó trampas que lanzaban armas mortales a pocos centímetros de la cabeza de Huberto y, cuando eso dejó de servir para tranquilizarlo, le puso sanguijuelas en el cuerpo que lo desangraban poco a poco. También colocó pequeñas dosis de veneno en la comida que hacían que Huberto se retorciese de dolor por las noches.
Pero el tiempo no perdona. La palidez cadavérica y los retortijones de Huberto también se volvieron monótonos. Un día Tatiane lo sorprendió mirando el vacío desde la terraza. Ella lo tiró al suelo de un empujón y le clavó un puntapié en la boca. Le debía una muerte más digna.
Durante la noche lo torturó de mil maneras distintas. Con el conocimiento que había adquirido gracias a él, atacó los centros nerviosos de forma sofisticada para producirle tanto dolor como fuera posible. Con cada herida nueva, a cada nuevo golpe, Huberto se estremecía y gritaba. Pero Tatiane sabía leer en su cuerpo las señales de gratitud. La magnitud del dolor devolvía a Huberto a la vida por unos momentos antes de morir.
Había amanecido ya cuando Tatiane cogió en sus brazos a Huberto. Desangrado, contusionado y dislocado, mantenía aún un hilo de conciencia que ella debía aprovechar. Inconsciente valía lo mismo que muerto.
Lo colocó sobre la mesa de caoba del fondo y cogió una gran bola de mármol que decoraba el salón. “Abre los ojos”, dijo Tatiane para que él supiese lo que iba a pasar. Le acercó la bola de mármol hasta la cara, la levantó con los dos brazos y le aplastó el cráneo con todas sus fuerzas. Huberto murió como había vivido, con intensidad.
La tarde de aquel sábado Tatiane cogió el descapotable y fue a la mansión de la avenida Tibidabo. Tenía el aspecto de una leona furiosa y nadie se atrevió a preguntarle por Huberto. Inaccesible en su tarima, la gente la agasajaba y la adulaba como siempre. Ella ni siquiera los veía. Tenía la mirada perdida en las espirales de humo que se deshacían bajo los focos cuando la primera voz resonó: “¿Por qué las rosas marchitas son siempre las más bellas?”
Comment posted by Rubén
at 9/4/2007 11:12:00 AM
Fantástico: como la vida misma.
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